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Si algún atractivo tiene el diálogo es que todos tenemos acceso a él. No es algo especial de eruditos o poderosos sino que cualquiera puede compartir sus ideas y aprender a escuchar activamente a los demás. Lo verdaderamente difícil es la voluntad de tender puentes «al otro» para superar conflictos, sin estrechez de miras ni miedos. En definitiva, la paz es hija del diálogo.
Así lo experimenté en la reciente mesa redonda organizada por los claretianos para sus alumnos del colegio Askartza. Allí estuvieron Paúl Ríos (Lokarri), Iñaki García Arrizabalaga (ETA asesinó a su padre) y José Mari Delclaux (Pastoral Social) bajo el sugestivo nombre de «Pasos a ir dando para consolidar el proceso de paz en Euskadi». Ellos hablaron del valor del diálogo en la resolución de los problemas, pero también del respeto a las diferencias en forma de derechos, ideas e identidades. De la justicia que se pretende recuperar con la violencia pero que solo genera nuevas violencias. De que precisamos de la empatía con las víctimas y su derecho a la verdad, a la justicia y a la memoria a partir de un relato de mínimos.
Estamos en pleno proceso de paz. Hay que estar al lado de la víctima, se dijo, y de que el amor es la palanca para la superación del odio al apuntar al perdón y a la reconciliación. Reconciliación social para lograr la convivencia pero también la personal, mucho más peliaguda. En este contexto, reconciliarse supone un proceso de reconocimiento del año causado y de curación de heridas; es decir, memoria para no repetir siendo conscientes que el perdón no se puede imponer, y menos por ley. Aunque aceptando también que sin manifestar la comprensión de la víctima (empatía) no es posible consolidar la paz. Todo lo importante quedó apuntado, pero la falta de tiempo impidió profundizar sobre algunas cuestiones.
Una vez escuchados a los tres ponentes, la pregunta que no hubo tiempo a formular en el debate con los chavales, la realizo y respondo ahora en diálogo con los lectores: ¿Se puede considerar al reconocimiento del daño causado y al perdón como dos partes de un mismo proceso? Mi respuesta es que sí, y por tanto no debe considerarse independientes sino dos niveles íntimamente relacionados entre sí. El primer nivel es una exigencia del victimario que tiene que reconocer el daño causado. Es la necesaria autocrítica de las implicaciones de la violencia perpetrada. Esto abre a la reparación del daño en la medida de lo posible. El segundo nivel tiene el listón más alto; se trata del ejercicio del perdón que en su máxima expresión acabará en la reconciliación entre víctima y victimario. Aquí la autocrítica moral y sus consecuencias se completan con la liberación interior de un peso, a veces insoportable, que culmina al crearse una nueva realidad al transformarse el dolor de la víctima en madurez vital.
Reconocer, reparar, perdonar y reconciliarse no pueden ser vistos como realidades estancas e independientes aunque los efectos devastadores de la violencia no logren en ocasiones pasar siquiera del primer estadio. Y en las cuatro conductas restaurativas, el diálogo es un elemento común y transversal a todas ellas.
Otra cosa es la dificultad y grandeza humana que se necesita para completar semejante itinerario hasta alcanzar la reconciliación -siempre gratuita- y donde alcanzamos la mejor posibilidad de nosotros mismos consolidando así la convivencia. Por eso no me cansaré de repetir mi denuncia ante la falta de impacto mediático que están teniendo aquí los procesos de reconciliación entre nosotros. Porque ni se anuncia el valor educativo ético de los victimarios que han participado con éxito en procesos de reconciliación, ni se resalta la grandeza humana demostrada por sus víctimas como ejemplo para los jóvenes. Aquí lo dejo, como tema para la reflexión en estas fechas que enmarcan el Día Internacional de la No Violencia y la Paz.