Conferencia pronunciada en la Fundación Joan Maragall (Barcelona, 5 de octubre de 2006)
Introducción
Saludo respetuosa y calurosamente a todos los asistentes a esta conferencia. Agradezco a los responsables de la Fundación Joan Maragall, centro de pensamiento riguroso y de profunda inspiración cristiana, su invitación a compartir con Vds. mi reflexión sobre el tema asignado.
Espero no defraudar del todo sus expectativas.
Toda la tarea de la Iglesia del País Vasco en favor de la paz está inspirada en una convicción formulada autorizadamente en el «Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia»: «La promoción de la paz en el mundo es parte integrante de la misión de la Iglesia» (n. 561). «La acción por la paz nunca está separada del anuncio del Evangelio, que es, ciertamente la Buena Nueva de la paz» (n. 493).
Al abordar el tema que nos ocupa caben enfoques diferentes. Un primer enfoque consistiría en iluminar el concepto mismo de la paz y su construcción desde la Biblia, la reflexión teológica, las aportaciones de las ciencias humanas, la experiencia acumulada. No va a ser este el camino que voy a seguir. Un segundo enfoque recogería alguna dimensión fundamental de la paz o algún vector importante de la pacificación (por ejemplo la educación para la paz o la reconciliación) y desarrollarlo de manera monográfica.
Tampoco pienso internarme por esta vía. He optado por un camino que va a perder en profundidad pero nos va a conducir a una visión más global y, al mismo tiempo a una óptica más operativa: voy a ir abordando, en otros tantos apartados, seis grandes tareas orientadas a la pacificación. En cada uno de ellos expondré el porqué y el contenido de la intervención eclesial. Tienen señalados en el guión de
la conferencia tales apartados.
La trilogía «pacificar – normalizar – reconciliar» es, en el sentir de muchos, la triple tarea
capital que le espera a nuestra sociedad. En términos muy genéricos la pacificación entraña el fin definitivo del terrorismo y la violencia. La normalización comporta el acuerdo sobre el futuro marco jurídico-político de nuestra sociedad. La reconciliación alude a la recuperación de una convivencia basada en el respeto y aceptación mutua de personas y grupos hasta ahora enfrentados.
La Iglesia en el País Vasco se interesa por las tres dimensiones que no deben confundirse pero que, de hecho, tampoco pueden separarse del todo. Respecto de la normalización se remite a formular unos criterios y actitudes éticas extraídas del Pensamiento Social Cristiano o coherentes con ella, aducidas desde la óptica de la paz.
La pacificación ocupa una atención eclesial más central. La desaparición de ETA es una pieza clave, absolutamente necesaria; pero la paz es más amplia. Entre las dimensiones contenidas en ella nuestra Iglesia pone su acento especial en la reconciliación. Es evidente que en los tres niveles, y dentro de su ámbito, no alberga la más mínima pretensión de exclusividad o de hegemonía, sino de contribución y colaboración.
Huelga decir, en fin, que, en toda esta conferencia hablo exclusivamente en mi nombre, no en nombre de los obispos del País Vasco. En consecuencia soy el único responsable de su óptica y de sus apreciaciones.
I. SOSTENER LA ESPERANZA DEL PUEBLO
1. Una esperanza «probada» y «herida»
La ausencia de atentados mortales desde el año 2003 y la llamada «Declaración de Anoeta» suscitaron una expectativa de paz más o menos cautelosa en un sensible porcentaje de ciudadanos del País Vasco. El «alto el fuego» anunciado por ETA el 22 de marzo de 2006 reforzó esta expectativa en una proporción muy mayoritaria. Una nueva primavera de esperanza se dejaba sentir en la atmósfera social. El «sí» de la mayoría del Parlamento español al diálogo del Gobierno con ETA, dentro de ciertas coordenadas, prolongó esta primavera. Para muchos creyentes fueron especialmente confortadoras las palabras de Benedicto XVI: «Os invito a orar para que, por intercesión de San Francisco de Javier, todos intensifiquen sus esfuerzos para consolidar los horizontes de paz que parecen abrirse en el País Vasco y en toda España y a superar los obstáculos que puedan presentarse a lo largo de este camino.» (5-IV-2006).
Tras la ilusión primaveral, no ha tardado en llegar el tórrido verano. A los seis meses del «alto el fuego» la izquierda abertzale muestra su desazón ante una cadena de decisiones judiciales, prohibiciones de encuentros, detenciones policiales, declaraciones tajantes de responsables del Gobierno de España, que, a su entender, delatan que Madrid pretende «una rendición de ETA a plazos» y alberga un esquema negociador de «paz por presos». El Gobierno, por su parte insiste en mantener inalterada la Ley de Partidos, origen de la ilegalización de Batasuna.
Difiere las medidas penitenciarias encaminadas a humanizar la situación de los presos y a
rebajar la tensión social. Sostiene firmemente que la solicitud de legalización de la izquierda abertzale y la consiguiente presentación de unos estatutos que opten netamente por atenerse a unas vías exclusivamente pacíficas y democráticas son condición necesaria para que pueda sentarse a la Mesa de Partidos. Reprueba inequívocamente la violencia callejera como incompatible con el avance del «proceso de paz». Mantiene una actitud pública opuesta al derecho de autodeterminación del pueblo vasco.
Este nutrido intercambio de agravios y confrontaciones alimenta en una minoría nada
desdeñable de ciudadanos vascos su ya fraguada convicción de que el camino emprendido por el Gobierno no es el camino de la paz y, por supuesto, no es «el suyo».
Entretanto se van alternando breves «espacios interglaciares» en los que unas palabras, un gesto, una reunión celebrada o prometida refrescan las esperanzas palidecidas.
Es probable que estos desencuentros tengan una dimensión real y otra más «escénica». Pero una gran parte del pueblo que anhela ardientemente la paz y observa todos estos fenómenos se siente desconcertada y sometida a los vaivenes entre el optimismo y el pesimismo, en la medida en que las impresiones del momento sean refrescantes o preocupantes. Las últimas semanas han ofrecido una imagen de «bloqueo del proceso» y ensombrecido el panorama.
Subsiste, sin embargo, un radical de esperanza tenaz que necesita ser alentado. No puede decirse que aquel pueblo está desmoralizado. Pero sí necesitado de un suplemento de esperanza que le prepare para afrontar todavía futuros momentos difíciles en el camino hacia la paz.
2. Es necesario esperar
La esperanza es un activo necesario para resolver los grandes problemas. Cuando está viva, es capaz de lograr casi lo imposible. Cuando está muy mermada paraliza las energías sociales por el abatimiento y la pasividad. Un pueblo sin esperanza es como un abeto al que las heladas le han quemado su «guía», su punta de crecimiento.
La esperanza es un tesoro precioso y, al mismo tiempo, delicado. Sería demoledora para
aquella sociedad una nueva decepción. Nadie tiene derecho a jugar con un capital tan noble y tan necesario. Nuestra comunidad humana necesita que los diferentes actores de quienes depende la paz le ofrezcan motivos para seguir esperando.
Uno de estos actores es la Iglesia. Sostener una esperanza probada es inherente a su misión.
La Iglesia puede y debe contribuir a sostener esta esperanza histórica porque ha recibido del Espíritu Santo un sedimento inagotable de esperanza escatológica que es capaz de encender las auténticas esperanzas históricas.
Esta virtud teologal hunde sus raíces en un suelo profundo y específico. En efecto, en la Cruz y en la Resurrección de Jesús han quedado radicalmente superadas todas las formas de mal y de pecado. La fuerza de la Cruz y la Resurrección están vivas como un fermento en el corazón del mundo para que la victoria básica de Cristo se vaya completando, por su Espíritu, en la historia. También en la historia de nuestro pueblo está depositado este fermento que los creyentes hemos de activar mediante la oración y el compromiso por la paz.
3. La intervención de la Iglesia
La Iglesia en el País Vasco intenta cumplir esta misión. La palabra de sus Obispos, escuchada generalmente ente nosotros con alivio y con respeto, invita neta y vivamente a los creyentes y a quienes quieran escucharnos a mantener una esperanza radical que no ofrece seguridades ni se identifica con el optimismo, pero ofrece un fundamento para seguir confiando en la paz futura. Advierte respetuosa, pero claramente a los principales responsables que su deber consiste no sólo en no debilitarla, sino en reforzarla a través de signos de distensión y de acercamiento. La predicación dominical de los pastores de nuestras comunidades se hace con frecuencia eco de esta llamada episcopal. Los creyentes más motivados son conscientes de que, en su medio vital, han de ser «ambientadores» que fagociten el «mal olor» de la desmoralización y del escepticismo y emitan la fragancia de la esperanza.
Continuará…