(Comienzo ahora una serie de comentarios sobre el 50 aniversario del Vaticano II).
El Concilio Vaticano II significó para el pueblo católico una novedad, pero más en las formas que en el fondo. Al pueblo le llegó por los sentidos, seguramente le tocó el corazón pero no le afectó tanto a la cabeza: los ojos del pueblo veían a los curas celebrando misa sin dar las espaldas a la asamblea; las orejas escuchaban oraciones en su propio idioma nativo y oían las raspaduras de las guitarras; el olfato dejó de percibir el característico aroma del incienso; el paladar pudo percibir la comunión ?bajo las dos especies??; el tacto conoció el apretón de otra mano amiga en el saludo de la paz.
Eso dio la impresión de que había una revolución litúrgica, no siendo más que una evolución normal de actitudes cultuales que debieron haberse dado hace cien años atrás. Muchas personas y comunidades cristianas sintieron cierto aleteo que alegraba el corazón. Pero el problema se dio a nivel de cabeza, de estructura craneana, de intelecto. La gran novedad que sí era revolucionaria porque cambiaba el eje doctrinal permanece hasta ahora en la penumbra: el reconocimiento de que todo el pueblo de Dios es la iglesia de Jesús. Las jerarquías dentro de este esquema lo serían solamente en cuanto estuvieran al servicio de ese pueblo: con la ayuda en la orientación, con la organización de la comunidad, con la santificación mediante los sacramentos y la caridad. Así quedaban obsoletos los títulos nobiliarios, las vestiduras añejas, el lenguaje pomposo, la verticalidad de mando, la organización piramidal.
Pero esta doctrina fundamental del Vaticano II no ha llegado al cerebro de la comunidad cristiana. Y la jerarquía que atiende el servicio de orientar no tiene ningún apuro en cambiar la situación. Hasta en las oraciones de la misa y en todas las plegarias de la comunidad aparece el mismo esquema: hay que orar por el Papa, por los obispos, por los sacerdotes, por los diáconos, por los y las religiosas??y por ?el pueblo de Dios??, que son todos los demás, el proletariado católico por decirlo de alguna manera.
Y sin convertir la cabeza al nuevo esquema, todo lo demás será una buena ilusión. La ?primavera de la Iglesia?? de la que se habló entonces, ha vuelto a ser un invierno eclesial.
Lo señala bien dom Antonio Celso de Queirós. Obispo emérito de Catanduva, en Brasil: ?Mucho se habló en aquella época de la ?Primavera de la Iglesia??, y con plena razón. La Iglesia, de puertas abiertas al mundo moderno, acogedora y deseosa de diálogo, respiraba un aire nuevo y estimulante, viviendo lo que Juan XXIII tenía en mente al convocar el Concilio: un aggiormento, una renovación. La elección de Pablo VI, los primeros sínodos, sobre todo el de la ?Evangelización del mundo de hoy?? (1974)?? parecían garantizar para la Iglesia un largo camino abierto, a pesar de la oposición numéricamente pequeña que sobrevivió a la asamblea conciliar. La Iglesia renacía como Pueblo de Dios, constituido por todas las personas, pueblos y naciones amantes del bien, de la justicia y de la verdad. Iglesia comunión viva de todos los miembros y no más Iglesia piramidal dominada por el clericalismo??.
Hoy, cincuenta años después, ¿estamos gozando la primavera o sufriendo por la crudeza del invierno?