Javier Morán. Blog de 21RSl
La Conferencia Episcopal Española (CEE) acaba de hacer público un documento terrible: la instrucción pastoral «Teología y secularización en España. A los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II».
Terrible por su contenido, recordatorio de las numerosas desviaciones doctrinales de teólogos notificados, corregidos o suspendidos por el Vaticano; terrible por las ramificaciones que del documento se infieren acerca de la autonomía de las congregaciones religiosas; y terrible porque tras un pormenorizado diagnóstico parece dejar a la Iglesia española en un callejón sin salida respecto al que es probablemete el principal problema del catolicismo: el disenso o actitud pública de oposición al magisterio de la Iglesia.
Los analistas del disenso suele situar el origen de dicho fenómeno tras la publicación de la encíclica «Humanae Vitae» (1968), de Pablo VI, que se convirtió en signo de la crisis posconciliar del magisterio, al producir su recepción fieros debates. La «Humanae Vitae» versaba sobre el control de la natalidad y prohibía los métodos anticonceptivos artificiales.
El fenómeno de la «Humanae Vitae» tiene dos vertientes: una, que por primera vez en la época contemporánea numerosos teólogos disienten abiertamente de una decisión papal; y otra, que el disenso nace por una cuestión de moral sexual, circunstancia que condujo a algunos a pronosticar terribles consecuencias. Por ejemplo, el teólogo y biógrafo de Juan Pablo II, George Weigel, estadounidense y conservador, ha postulado décadas después -en el libro «El coraje de ser católico»- que es precisamente el disenso posconciliar de los teólogos en materia moral el que está en la base de los miles de casos de paidofilia registrado en el clero norteamericano (5.000 abusadores y 13.000 víctimas -menores de edad-, según el último informe oficial. No obstante, el jesuita Thomas J. Reese rechazó posteriormente este aserto: el 70 por ciento de los abusadores se habían ordenado antes de 1970 y fueron formados en seminarios preconciliares).
Sirva este caso extremo para calibrar hasta dónde se pueden llevar los efectos de un disenso que desde 1968 ha seguido evolucionando. En 1989, la «Declaración de Colonia», firmada por 163 teólogos, principalmente alemanes, calificaba de «indebido» el extenso magisterio papal, especialmente en materia moral. Los teutones pedían que la conciencia de los creyentes se formara tanto en responsabilidad como en obediencia al Papa. Ese mismo año, la «Carta a los cristianos», firmada por 63 filósofos, historiadores y teólogos italianos, reclamaba una jerarquización de las verdades, según doctrina del Vaticano II.
El disenso parece por tanto uno de los grandes temas de la Iglesia contemporánea, y la CEE acaba de situarlo como primera causa del grave desgaste de la Iglesia española, de su secularización interna. Esto se formula así por primera vez en España, al menos tan explícitamente, y en un documento elaborado durante dos años y medio por la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, presidida por Eugenio Romero Pose, obispo auxiliar de Madrid y una de las buenas, y pocas, cabezas teológicas del episcopado español.
La instrucción se inicia recordando a quienes «amparándose en un Concilio que no existió, ni en la letra, ni en el espíritu, (…) han sembrado la agitación y la zozobra en el corazón de muchos fieles».
A partir de ahí, el documento repasa todas la desviaciones teológicas de los últimos años. Curiosamente, no nombra en el texto a los teólogos disidentes, pero sí en las notas a pie de página, circunstancia derivada de que algunos obispos solicitaron esa modificación para que el texto no pareciera un recapitulación de condenas personales. Pero los disidentes están ahí: los jesuitas Jaques Dupuy, Roger Haight, Anthony de Mello, José María Castillo, Juan Antonio Estrada; el redentorista Marciano Vidal; el ex franciscano Leonardo Boff; el oblato Tissa Balasuriya; Diamuid O’Murchu, misionero del Sagrado Corazón, o los profesores Reinhard Messner y Juan José Tamayo.
Adviértase la densidad de miembros de congregaciones religiosas en la lista precedente, hecho que se suma a que editoriales anotadas en el documento -por ejemplo «Sal Terrae», de los jesuitas-, o librerías de religiosos, han contribuido a la difusión de esas desviaciones. La autonomía de la vida religiosa está presente en el trasfondo del documento y ello provoca observaciones que se pueden abordar en otro momento, al igual que otras circunstancias del disenso apuntadas o insinuadas por la instrucción: Asociación de Teólogos Juan XXIII, comunidades de base, difusión de críticas en ciertos medios de comunicación, etcétera.
Pero concluyamos con que la instrucción es magisterio auténtico de los obispos españoles, luego no debería caer en saco roto, aun cuando su aprobación supuso algunas diferencias entre los prelados, no sobre su contenido, sino sobre la oportunidad de su publicación y la escasez de sugerencias pastorales para superar la situación. ¿Qué hará la CEE con lo que considera graves efectos de la disidencia, que se prolongan en el tiempo pese a la labor de restauración de Juan Pablo II? La instrucción deja a la Iglesia española en un callejón sin salida. Esta es una de las causas de que el documento sea terrible.
(La Nueva España).