En aquel tiempo, el pueblo estaba en expectación y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”. En un bautismo general, Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y vino una voz del cielo: “Tú eres mi hijo, el amado, el predilecto”.
1. Jesús había sido un humilde obrero manual (tektôn) (Mc 6, 3; Mt 13, 55) de pueblo. Hasta que un día, sin duda, oyó hablar de Juan Bautista, que predicaba un bautismo de conversión, para cambiar de vida. Jesús sintió que él necesitaba aquel bautismo. Y se fue, de Galilea a Judea, donde Juan predicaba y bautizaba. Como uno más entre aquella “camada de víboras” (Lc 3, 7), Jesús escuchó a Juan y pidió ser bautizado.
2. A la sencillez humilde de Jesús, que pasa por uno de tantos pecadores, corresponde la humilde actitud de Juan, que se considera indigno hasta para desatar la correa de las sandalias de Jesús. El gesto de desatar las sandalias era un símbolo nupcial: la esposa era quien desataba las sandalias del esposo (cf. Rut 3, 5-11). Juan no se veía digno ni para eso.
3. Sólo donde hay y se palpa la sencilla humildad y la limpia transparencia del amor humano, expresión de nuestra más profunda humanidad, desde ahí se ve el cielo abierto. Y sobre esa experiencia desciende el Espíritu del Padre, transforma a las personas y eso es el punto de partida de una vida nueva y fecunda.