José Antonio Méndez entrevista a Bernardo Alvarez, obispo de Tenerife
Nos recibe en Madrid el mismo día que su diócesis, Tenerife, era testigo de la llegada de nuevos cayucos cargados con casi 800 tragedias personales venidas del África subsahariana. Monseñor Bernárdo Álvarez habla sobre inmigración con absoluto conocimiento de causa. Visita parroquias con 62 nacionalidades distintas, colegios con 22… y dice con contundencia que «hay que tomar medidas de forma inmediata».
– ¿Cómo valora la actual situación que se vive en Canarias?
– Con mucho dolor, porque es la visualización del drama que se vive en África. Cuando nosotros, en los años 40 y 50, nos vimos apurados, salimos hacia América y Europa. Y eso es lo que está haciendo África. Hay quien ve esto como una amenaza. Yo lo veo con dolor y pesimismo porque no va a parar, va a ir a más. La situación de África sigue siendo explosiva. Por mucha vigilancia que se ponga sólo podemos detectalos y, gracias a Dios, salvamos vidas que podrían morir en un naufragio.
– Entonces, las medidas que se están tomando, ¿son estériles?
– Es posible que tengan algún efecto disuasorio, pero lo dudo. Con Marruecos y Mauritania llegamos a un convenio y se cortó un poco el flujo. Ahora salen de Senegal, de Cabo Verde… pero vendrán de más abajo y en barcos más grandes. O se hace un replanteamiento serio, un plan general para África desde los organismos pertinentes, o esto no se frenará. Es un movimiento humano de personas en busca de un medio de vida.
– Y ¿cual es la misión que tiene la Iglesia ante esta realidad?
– Primero, un trabajo directo a través de Cáritas y otras asociaciones que dispensan una acogida urgente a estas personas: les facilitamos asesoramiento jurídico, arreglo de papeles… También colaboramos con instituciones civiles y con las delegaciones de Gobierno. Y segundo, la labor de integración de las personas, que en el caso de la Iglesia es más eficaz que muchas políticas. Una tarea de educar a los ciudadanos en el respeto a la persona aunque sea de otra raza o religión. Los inmigrantes van a una parroquia y se sienten como en casa. Se habitúan a estar entre nosotros y nosotros a verlos con normalidad.
-Se calcula que en Europa seremos 50 millones de no europeos en el año 2025…
-Eso puede ser muy positivo, porque podemos reavivir valores que hemos perdido y que son los que nos hicieron un continente grande. El valor de la familia, el esfuerzo por los hijos…
– Entonces, ¿la Iglesia debe abrir los ojos a Europa ante lo que puede aprender de la inmigración?
– Eso lo he dicho muchas veces. Se puede discrepar sobre costumbres africanas o del islam, pero también poseen valores muy positivos a tener en cuenta. África y América viven realidades que pueden beneficiarnos mucho si las volvemos a adquirir.
-Eso sí, no todos los inmigrantes que llegan son católicos, y esto también supone un desafío, ¿no?
– Sí. Aunque el islam no es fácil que gane terreno en Europa. O se inculturiza, o no islamizará. Los cristianos nos sorprendemos al ver cómo otros viven sus creencias y eso provoca que nos impliquemos más. Hay que enseñar a los católicos a vivir la propia fe como hacen los inmigrantes. La Iglesia tiene un desafío: fortalecer la fe en los cristianos y garantizar su transmisión a las futuras generaciones. Ahí estamos teniendo una grave quiebra, influida por la sociedad que tenemos y porque nos falta el dinamismo suficiente para emprender esta tarea.
-¿Falta, entonces, proclamar claramente el mensaje de Cristo?
-Ahí es donde tenemos que trabajar más. Hay que estar a la altura de los tiempos para que demos pan a las personas que atendemos en las catequesis o en las misas. Pan que alimente y no una rutina sociológica.
– La Iglesia, por tanto, tiene una doble misión: la caritativa y la evangelizadora…
-Por supuesto. Pero la atención humanitaria es transitoria. Hay que acoger al inmigrante como un miembro más de la comunidad. Y nunca evangelizar a cambio de a caridad.