Nadie cuestiona ya, afortunadamente, la injusticia y la ilegitimidad de la devolución de los préstamos internacionales de norte a sur que impiden el desarrollo de los pueblos e hipotecan su futuro y el de la vida de quienes aún no han nacido. ¿Por qué la mantenemos, pues?
Los más vulnerables, los niños, son los que sufren la falta de recursos de un estado endeudado. La reconstrucción de Haití ha vuelto a poner sobre la mesa este tema. Es evidente que la deuda externa parte de una base ilegítima, ya que el sistema ha sido establecido por los países más industrializados, sin contar con la voz de los que iban a sufrir el sistema.
¿De qué sirve invertir en cooperación si del fondo público del país que recibe el dinero salen los recursos económicos hacia el norte? No es justo que su devolución suponga sacar dinero público de un estado en el que la alimentación y el suministro de agua no están garantizados. Los países no pueden invertir en las políticas que necesitan por el ahogo de la deuda y esto les quita soberanía.
Por todos estos motivos, la condonación de la deuda es imprescindible. No obstante, hay tres posiciones respecto a esto y la condonación es la mínima. La segunda, que va un paso más allá, pide el retorno al país del capital prestado, así como de los intereses pagados. Hay quien aun avanza más y hace un llamamiento a indemnizar a los países que han sufrido esta situación injusta porque no han podido invertir en su propio bienestar y desarrollo.
La deuda continúa creciendo: entre 1970 y 2008 se ha multiplicado por 52 y los países del sur han pagado ya 106 veces lo que debían en 1970. Parece ser que salir del ciclo de la deuda es imposible; por lo tanto, tiene que ser condonada.
El mundo lo podemos cambiar, sólo hay que decidir hacerlo y llevar a la práctica los propios valores. Hemos avanzado, pero queda mucho camino por recorrer hasta que consigamos construir un mundo justo y solo entre todos podemos hacerlo