¿PAPA O TE?LOGO? Edro Larrea

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El Correo

Amainó el temporal desencadenado en Ratisbona y, en una primera visión de superficie, nada ha quedado al descubierto que no supiéramos: la inasistencia del Espíritu Santo en cuestiones de puro sentido común; lo arduo que resulta pedir excusas; el síndrome victimista instalado en el mundo musulmán (la culpa es siempre de ‘ellos’); el carácter performativo de ciertos enunciados políticos (violencia en Mogadiscio y Cisjordania); el arraigo en España de viejos mitos históricos (ex presidente Aznar); la arrogancia imposible de ocultar en la mirada de religiosos, políticos e intelectuales hacia esas pobres gentes que no han alcanzado aún la Modernidad; incluso, el deseo morboso, expresado por algunos, de que las civilizaciones choquen, cuanto antes y definitivamente, y la victoria se decante del lado bueno, o sea, de Occidente.

Tanto barullo político y mediático ha operado como una cortina de humo que impide ver las verdaderas preocupaciones del Pontífice. Por si fuera poco, la metáfora del diálogo interreligioso como desenlace feliz del ‘affaire’, en una escenificación de urgencia protagonizada por cristianos, judíos y musulmanes, ha contribuido a distorsionar aún más el mensaje central de la lección de Ratisbona. ¿Acaso cree el Papa en el diálogo? Seguramente comparte la tesis de Hans Küng, reflejo del proverbial ‘ethos’ universalista del suizo, según la cual no habrá paz en el mundo sin un diálogo previo entre todas las religiones, las del libro y las ágrafas. Tal diálogo, de perfil netamente moral, se supone imprescindible para superar situaciones de violencia, injusticia, deshumanización y odio; el propio presidente iraní acaba de invocarlo en Caracas.

Sin embargo, a medida que el concepto gana en coloración política y cultural, los contrastes religiosos empiezan a ser difíciles de conciliar. Europa tiene una personalidad cultural definida y no es imaginable una institución política con dos almas, la cristiana y la musulmana, según argumento del entonces cardenal Ratzinger al oponerse a la entrada de Turquía en la Unión Europea. Por último, cuando el diálogo se intelectualiza y se someten a discusión las dogmáticas respectivas de cada religión, todas verdaderas en cuando inspiradas por la divinidad, la imposibilidad de acuerdo es evidente. El actual Papa ha mostrado en más de una ocasión su escepticismo a este respecto. Desde la única religión que merece el plácet de la razón, ¿qué cabe esperar de una conversación entre desiguales sobre verdades incontrovertibles?

Lo que preocupa a Benedicto XVI no es, pues, una dialéctica interreligiosa de resultados intelectuales harto dudosos, sino el diálogo entre religión y razón. Inmediatamente antes de la desafortunada mención al Paleólogo, el Papa da cuenta de la ‘boutade’ de aquel colega de la Universidad de Bonn, en una de cuyas dos facultades de Teología comenzó a profesar Ratzinger, al preguntar extrañado: ‘¿Cómo es posible que haya dos facultades para ocuparse de algo que no existe: Dios?’. La anécdota nos sitúa de lleno en el núcleo de la discusión desarrollada en Ratisbona: ¿Cómo se correlacionan la fe y la razón? ¿Tiene cabida una disciplina como la teológica dentro de la institución universitaria, considerada tópicamente el templo de la razón? ¿Es la fe religiosa intrínsecamente racional o está condenada a deambular por los extrarradios de la razón?

Para encontrar hombres religiosos que sitúan la fe revelada por encima de la razón no es necesario viajar al Oriente ni remontarse a la Reforma, como propone Benedicto XVI. Bastaría recordar la actitud condenatoria de todos los ‘ismos’ de la Modernidad por parte de la Iglesia católica, que culminó con el irracional dogma de la infalibilidad papal. En cualquier caso, un viaje por la Arabia medieval nos habría permitido conocer que, tres siglos antes de la síntesis realizada por Tomás de Aquino entre revelación cristiana y aristotelismo, los mutazilíes y los faylasuf, influidos por la filosofía griega, concebían a Dios como la razón absoluta de la que la razón humana es mera emanación.

La lección magistral de Ratisbona ha sido tildada de eurocéntrica, cristianocéntrica y logocéntrica. En puridad, no son tres reproches sino uno, como corresponde a una visión identitaria de naturaleza triangular donde cada lado está inextricablemente unido a los otros dos. Pues del mismo modo que Europa se puede definir como el espacio cultural donde suceden la cristiandad y la razón, también cabría definir el cristianismo como la religión que fecunda la razón engendrando eso que llamamos Europa, o la razón como un fruto genuinamente europeo destinado fatalmente a entrecruzarse sólo con aquella religión específicamente compatible. Como enseñó el Pontífice, la súplica del macedonio que San Pablo escuchó en sueños, ‘¿Ven a Macedonia y ayúdanos!’, podría ser interpretada como una «condensación de la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y la filosofía griega».

Y así llegamos, deslices políticos e interpretaciones oníricas aparte, a un aspecto capital de lo ocurrido en Ratisbona: quien dictó la lección magistral no fue el Papa Benedicto XVI sino el teólogo Ratzinger, y lo que en ella se propuso no es doctrina de pacífica o general aceptación, sino la expresión de una de las corrientes del pensamiento cristiano. Lo que académicamente podía ser correcto -la exposición, dentro del debate interescolar, de una de las posiciones teológicas en liza-, resulta inadmisible cuando la representatividad institucional del profesor opera, se quiera o no, como argumento de autoridad. Por responsabilidad pastoral, no tendría el Papa que dar más pábulo a las tesis del teólogo Ratzinger que a las de otras escuelas teológicas seriamente fundadas.

En efecto, frente a esa especie de constantinismo filosófico, que cree encontrar en el helenismo y en la Ilustración -eso sí, «críticamente purificados»- el asidero fuerte que conviene a un discurso religioso inatacable, son muchas las corrientes teológicas que rechazan este enfoque intelectualista de la fe. El Dios aristotélico o el deísta, el Dios de la ontología en general, estaría en las antípodas del Dios bíblico; sería la idolatría suprema en la que el ser humano puede incurrir. Nada más opuesto a la razón universal, totalizante, dueña de los objetos cuya esencia desentraña y de cuya causalidad se apropia, que la epistemología del saber bíblico, que es un saber liberador, pero vacilante y débil, que narra más que explica, que no asfixia ni desfigura el concepto de Dios en categorías filosóficas, a veces contradictorias, y que emplea un lenguaje oblicuo y no objetivante. O ¿qué tiene que ver el Dios impotente, el Dios sufriente o el Dios cuya liberación esperan los ‘bajos fondos’ del edificio de la Modernidad, en expresión de algún teólogo, con el Dios de la especulación griega o escolástica?

Los proposiciones religiosas no son racionales ni irracionales, sino supra o metarracionales. No derivan de la razón teórica sino de la inteligencia práctica. Es claro que la teología de Ratzinger se siente confortable con el pensamiento fuerte de una razón, como la ilustrada, previa eliminación del reduccionismo que la aqueja. Parece no temer sus embestidas, a pesar de que en el cuadrilátero elegido, de cuño helénico, la religión ocupa espacios cada vez más achicados por los ataques de la razón: recuérdese la crítica de la metafísica, la selección natural, el psicoanálisis, los estructuralismos o la teoría del lenguaje. ¿No sorprende esa deseada imagen de una teología rodeada amistosamente por los brazos de la razón moderna? Bien pudiera ser el abrazo del oso.