Enviado a la página web de Redes Cristianas
5ª) Revisión audaz de los procesos de preparación al ministerio, (y de la necesidad, utilidad, y conveniencia de los seminarios, tal como los entendemos).
1º) Hay que ser, por lo menos, mínimamente coherentes. Mejor sería que fuéramos coherentes al máximo, pero esto tal vez muy difícil, y provoque muchas y poderosas fuerzas contrarias. Pero si el Papa viene diciendo hace tiempo, con el asentimiento y aplauso de gran parte de los teólogos modernos, -no justamente de los escolásticos, o los que se han parado antes del Vaticano II, y de los pastoralistas abiertos a la gran evolución por la que está pasando la Iglesia-, si como decía, el papa Francisco viene proclamando que uno de los mayores males de la Iglesia es el «clericalismo», y éste es una corruptela, y una desviación abusiva de las competencias del clero, la conclusión es evidente, y como decían los escolásticos, que para esto eran muy buenos, «ex evidentia patet», acabemos con la existencia del clero, y habremos acabado con el clericalismo.
En una de mis propuestas, la 1ª), «Eliminar la división canónica Clero-Laicado», recordaba que el inicio de la existencia del clero fue una traición: convertir en Religión lo que Jesús había predicado como «El reino de Dios», que podemos resumir como «el señorío de Dios en el mundo por medio del Espíritu de Cristo, instalado en el corazón de los seguidores del Señor». Y este proyecto simple, sencillo, pero majestuoso, fue sustituido por una Religión más, con sus perendengues, su jerarquía, su poder, y sus abusos de poder. Imagino que esta afirmación de «abuso de poder» no será rebatida por nadie que tenga una elemental idea de la historia de la Iglesia durante los siglos. No hace falta recordar ejemplos concretos de este abuso, que están en la mente de todos.
2º) Para acabar con el cuerpo clerical hay que empezar por abajo. Esta constatación nos lleva a dos puntos de origen, de arranque:
I), a revisar el sistema actual de reclutamiento y formación de los futuros ministros, es decir, a plantearnos el tema sensible de los seminarios. Este asunto ha tenido, desde que me conozco, y entré a formar parte de un seminario, que en el caso de la Congregación de los Sagrados Corazones, que en España se encontraba concretamente en la ciudad de Miranda de Ebro, y que se llamaba con el bonito y sugerente nombre de Escuela Apostólica, ha tenido, como digo, una profunda y drástica evolución, que ya se intuía desde los años cincuenta, en parte como herencia y resultado difuso de la segunda guerra mundial, y la crisis desazonadora que produjo, con la destrucción de tanto joven europeo, y de tanta ilusión.
En España, por su especial y lamentable situación social que provocó la guerra civil, se dio un fenómeno contrario al europeo: la pobreza y la dificultad de estudiar en los ambientes rurales provocó que los seminarios se llenaran de adolescentes y jóvenes, que no se sabe bien si buscaban preparase para el ministerio sacramental en la Iglesia, o terminar, por lo menos, los estudios de bachillerato, imposibles de cursar en el medio rural, el más prolífico y generoso en la respuesta a la «vocación sacerdotal».
La cosa es que no llegaron ni al diez por ciento los que perseveraron hasta el final previsto de la ordenación por el sacramento del orden. Esa tendencia causada, entre otras cosas, por la primavera socio económico y cultural que provocó la euforia de un desarrollo económico nunca imaginado, ni existido hasta ese momento, se incrementó y agudizó con la profunda y revolucionaria crisis que provocó el Concilio Vaticano II, causante no ya de la progresiva despoblación de seminarios esplendorosos, por lo menos en número, como los de Vitoria y Pamplona, con más de setecientos seminaristas, -¡sí!, no es un error gráfico-, sino también con la desconsoladora espantada de ministros hechos y derechos.
II) Y a plantearse, por fin, y decididamente, la ordenación de seglares, o laicos, varones y mujeres. Y digo seglares, porque lo seguirían siendo, pues el atendimiento del culto en la comunidad no les haría pertenecer a otro cuerpo, ni apartarse le la comunidad «laical», este nombre tan bello y emparentado con la definición que el Concilio Vaticano II nos legó de la Iglesia, como «Pueblo de Dios». Mentiría si afirmara que tengo alguna idea más o menos clara, concisa y practica para plantear con sentido y eficacia la sustitución de los antiguos seminarios. Pero una idea sí que puedo avanzar, y creo que puede dar algo de luz. La tomo de las comunidades de base que he conocido en Brasil, de muchos estilos, orientaciones pastorales, y hasta de ideas e ideales eclesiales. Pero es innegable, y todos los que han trabajado, o participado como miembros de esas comunidades, estoy seguro que afirmarán con solvencia que tanto los varones, como las mujeres, que de ambos sexos se nutría ese cuerpo de responsables de comunidad, cumplían a contento con su ministerio, con una dedicación, compromiso, celo y responsabilidad por lo menos de la misma, o ligeramente superior, naturaleza que la que conocemos de nuestros curas.
Reconozco que este tema que he abordado es de tamaña importancia, y de tan grandes e inesperados e inciertos resultados que me prometo a mí mismo estudiar, con oración y profunda meditación bíblica y eclesiológica, pero no puedo asegurar cuando me animaré a escribir con esta mayor y mas depurada preparación. Mi escrito de hoy es, solo, la tentativa de descorrer el tupido velo que cubre tanto prejuicio varonil, y, ¿por qué no decirlo?, clerical y machista, a los que estamos acostumbrados sin darnos cuenta.