Salud para todos -- Jesús María Ruiz Irigoyen

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Humanizar

Salud se escribe con ese de solidaridad. La salud humana, o es una meta para todos o esto no acaba bien. Cultivada y vivida con independencia de los demás, la salud personal se estropea pronto, pues nos va encerrando entre cuatro paredes. Esta reclusión insolidaria, similar al síndrome de Diógenes, va sustrayendo en quien la padece el interés por el prójimo al tiempo que aumenta la obsesión por las basuras.

Dicen los entendidos en la materia que nos ocupa que casi un tercio de nuestra salud personal deriva de la herencia genética que nuestros antepasados nos han legado. Casi otro tercio depende de los hábitos de vida que mantenemos (fumar o no fumar, etc.) y también del estilo de relaciones que establecemos con nosotros mismos y con los demás. En tercer lugar está el hábitat (mar, montaña, ciudad, zona industrial…). El lugar donde vivimos determina, más o menos en otro tercio, nuestra salud. Por último, el sistema sanitario y la farmacopea apenas si influyen en torno a un quince por ciento.

Si este orden de influjos es real -los expertos dicen que lo es- queda muy claro que la salud está en estrecha relación con lo que recibimos de fuera y con lo que aportamos a los otros. Es decir, la salud humana la construimos en solidaridad.

Para que la salud llegue a ser un objetivo común (decisión ética) se necesitan alianzas entre las personas y entre los pueblos. Cuanto más solidarias sean las alianzas en favor de la salud, más sólida será la calidad de vida que obtengamos. Los programas de salud para todos fallan porque antes ha fallado la ética de la solidaridad que debe mantenerlos vigentes. Suelen ser los países ricos los que rompen los vínculos y las alianzas contraídas con los países pobres. Los intereses particulares de unos pocos son capaces de superponerse a los mejores proyectos de una salud para todos.

Es imposible que triunfe una campaña de salud para todos mientras unos privilegiados sigan contaminando impunemente las aguas de ríos, lagos y mares o talen bosques de manera abusiva. Dígase lo mismo de los países que, en nuestros días, se oponen a las políticas solidarias con los inmigrantes o que alimenten sentimientos de rechazo al extranjero. A estas alturas ha quedado ya demostrado que la xenofobia es un enorme foco de enfermedad social para el país que la practia. Ante la insolidaridad del primer mundo, los pueblos pobres suelen reaccionar a su manera, también contra la salud. Basta recordar entre otros los casos de la pasta de dientes venenosa enviada al mercado o los millones de juguetes fabricados con pintura tóxica en países que se encuentran en vías de desarrollo.

Ricos y pobres, personas y pueblos, conviene que no olvidemos que nuestra salud es más sólida en la medida en que nos vamos haciendo más solidarios, en la medida en que nos ocupamos de que la salud de los demás sea tan buena como la que deseamos para nosotros. Lo contrario es regresar a las pestes del medioevo.