La Utopía de Jesús no se puede sociabilizar en nuestra cultura por tres causas fundamentales: la Religión, la Iglesia y la Espiritualidad.Selecciono a continuación unos textos, tomados del libro “Espiritualidad para Insatisfechos” del teólogo jesuita José María Castillo, en los que desarrolla hasta donde con demasiada frecuencia: la Religión, la Iglesia Institución y una falsa concepción de la Espiritualidad hacen de hecho irrealizable vivir la utopía del Evangelio.
La Religión
Seguramente, el hecho más claro del que ha quedado constancia en los cuatro evangelios es el enfrentamiento que provocó Jesús con la religión de su pueblo y de su tiempo. Este hecho es tan fuerte y tan determinante, en el gran relato de los evangelios, que en él está la clave para comprender por qué Jesús vivió y habló como de hecho lo hizo y, sobre todo, eso es lo que explica el motivo de la muerte violenta de Jesús. Quiero decir con esto que, ya desde el comienzo, la relación de Jesús con la religión fue una relación hasta tal punto conflictiva, que terminó en ruptura violenta y en muerte.
No pudo ser una cosa ocasional o intranscendente que los conflictos de Jesús se provocaron con los representantes más cualificados de la religión de su tiempo, con los sacerdotes, los escribas y fariseos, los hombres más observantes de aquella religión. El problema, como es lógico, no estuvo en que Jesús pusiera en cuestión la piedad y la relación con Dios. Lo que Jesús cuestionó fue el modelo de relacionarse con Dios. Para la religión, la relación con Dios se realiza mediante la aceptación de verdades absolutas, de normas intocables, y de observancias y prácticas rituales. Ahora bien, para Jesús, lo fundamental y determinante no fueron ni las verdades, ni los dogmas, ni las normas, ni las observancias, sino las personas, la dignidad y el bien de las personas, sobre todo la liberación del sufrimiento de los más desgraciados, los pobres, los enfermos, los excluidos de la sociedad. En eso estuvo la raíz y la razón de conflicto.
De ahí que en el Nuevo Testamento, concretamente en la carta de Santiago, se afirma que «religión pura y sin tacha a los ojos de Dios Padre es ésta: mirar y las viudas en sus apuros y no dejarse contaminar por el mundo» (Sant. 1,27).
Esto quiere decir que el Evangelio representó una innovación auténticamente revolucionaria en el modo que, como es bien sabido, durante los tres primeros siglos, a los cristianos se les consi-deró «ateos». Es la acusación de la que nos informan los apologistas del siglo segundo y tercero. En aquel tiempo, una secta naciente cuyos miembros no tenían altares, no tenían sacerdotes y adoraban a un crucificado, es lógico que fueran tenido por ateos, el «crimen irreligiositatis» del que habla Tertuliano en el Apologeticum.
El problema se planteó desde el momento en que el cristianismo, no sólo fue creciendo en el número de personas que se adherían a él, sino sobre todo desde que fue aceptado y, sobre todo, impuesto como la «religión oficial» del Imperio. Esto ocurrió a lo largo del siglo IV, desde Constantino hasta Teodosio. Resulta difícil, en nuestro tiempo, hacerse cargo y comprender exactamente el cambio que esto representó, para la comprensión y la manera de vivir el Evangelio. Por una razón básica que cualquiera comprende enseguida.
La religión es un elemento más de la cultura. La religión es, por lo tanto, un factor de integración o de desintegración cultural. Es, en otras palabras, un agente decisivo de unidad o de descomposición en la cultura y en la sociedad. De ahí que inevitablemente se establece una mutua interacción entre sociedad y religión, entre política y religión, entre las instituciones y la religión. De forma que la sociedad, la política, la economía y las instituciones en general integran y sostienen a la religión. Pero, al mismo tiempo, la religión se acomoda a los valores, a las instituciones, a las leyes y a las tradiciones vigentes en la sociedad, con su política, sus leyes, su economía, sus instituciones, etc. Ahora bien, desde el momento en que ocurre eso, sin que nadie se dé cuenta y sin que nadie lo pretenda o lo programe, inevitablemente, el Evangelio pierde su fuerza y su originalidad. Es decir, se descompone y se desfigura la utopía de Jesús.
Voy a explicar esto poniendo algún ejemplo concreto. Seguramente, el caso más elocuente está en lo que ha ocurrido con el símbolo central de los cristianos, la cruz en la que murió Jesús. Sabemos que, en su significado y razón de ser original, la cruz fue un instrumento de tortura, de humillación, de fracaso y de muerte. Algo tan detestable y repugnante que, entre las gentes del siglo primero, era señal de mala educación el simple hecho de mencionar la cruz. Desde el punto de vista legal, la cruz era el instrumento de tortura y de muerte para los sediciosos y subversivos contra el Estado, es decir, el procedimiento de ejecución contra los que se oponían al sistema establecido. Y así es como los cristianos vieron morir a Jesús. Y así vivieron lo que para ellos era la cruz.
Desde este punto de vista, es evidente que la cruz se puede considerar, con todo derecho, como el símbolo por excelencia de la utopía de Jesús. No porque la utopía cristiana se realice en el fracaso y en la muerte. Sino porque quien opta en serio por la utopía cristiana, es decir, quien opta por anteponer la suerte y la vida de los últimos de este mundo al derecho de propiedad y a la prepotencia de los que mandan, ése no tiene más remedio que contar con la presencia de la cruz en su vida, como el símbolo que le recuerda lo que fue la vida y el destino de Jesús. Y también como posibilidad de lo que le puede ocurrir a todo el que eche por el mismo camino que Jesús siguió en su vida. Ahora bien, el trastorno radical, que se ha producido en este orden de cosas, consiste en que la religión ha convertido la cruz en una imagen religiosa de piedad y devoción.
Esto, sin duda, tiene una dimensión de bondad y de humanidad: Pero la religión ha hecho con la cruz algo más. Porque la ha convertido en un adorno, una obra de arte, un objeto estético, incluso una condecoración, que se coloca en el pecho de los que triunfan y hasta de los que matan; o sirve para coronar la cabeza de los grandes de este mundo. Y eso ya no es bueno. Eso es sencillamente el desquiciamiento de la cruz.
En este sentido, parece bastante claro que la religión ha desquiciado al Evangelio y ha termina-do por dañar seriamente o incluso anular la utopía de Jesús. Ahora es mucha la gente que tiene cruces en sus casas y lleva cruces en sus vestimentas. La cruz inspira devoción, piedad, resignación. La cruz es signo de pertenencia a un orden social determinado o incluso de afiliación a determinadas ideologías políticas de centro o de derechas. El crucifijo puede incluso expresar que se ha triunfado en la vida y se ostenta un cargo de importancia. Lo que raramente significa es que se está en contra del sistema injusto que se nos ha impuesto. Concretamente, nadie lee en la cruz la decisión firme de afirmar que el derecho de propiedad y el poder de los que gobiernan tienen que estar al servicio de las necesidades de los que pasan hambre y de los excluidos de nuestra sociedad.
Pero hay más. Porque la religión, no sólo ha sido un elemento perturbador del Evangelio, sino que también termina desquiciando a quienes pretenden armonizar y fusionar, en su vida, reli-gión y Evangelio. Porque semejante pretensión termina por llevar a las personas a aceptar y vivir opciones estrictamente contradictorias. Se produce entonces lo que bien se puede caracterizar como una especie de «esquizofrenia espiritual», en cuanto que, en la vida interior del sujeto, se produce una disociación de las funciones psíquicas, que consiste en que, por una parte, se afirma «‘la fe en los grandes valores evangélicos, pero, por otra parte y al mismo tiempo, se toman decisiones y se adoptan comportamientos que contradicen frontalmente lo que enseña el Evangelio.
Es el caso de «cristianos muy religiosos» que están convencidos de que creen en el Evangelio, cuando (al mismo tiempo) toman decisiones en favor de la violencia, en defensa de dictadores y tiranos o en contra de grupos humanos indefensos y marginales. Desde la religión y en defensa de la religión, los cristianos han predicado la guerra, la tortura, la privación de la dignidad para los seres humanos, y también la muerte. Por eso hoy es perfectamente posible la existencia de grupos sociales que son, al mismo tiempo, profundamente religiosos y violenta-mente insolidarios o incluso opresores y hasta violentos. Porque la religión «legitima» a los dic-tadores, a los tiranos, a los políticos, y gobernantes incluso cuando toman decisiones turbias o inhumanas. y, entonces, cuando se produce eso, nos podemos encontrar con personas de «comunión diaria» que desean y anhelan, (sin escrúpulos) la humillación y la destrucción de sus adversarios.
Son personas en las que uno descubre, de pronto, que se trata de sujetos para quienes, a la hora de la verdad, la política tiene más peso que el Evangelio. En esos casos, es evidente que la religión ha hecho saltar por los aires el espíritu y la letra del mensaje de Jesús. Lo estamos viendo en estos días y lo seguiremos viendo mientras la religión siga en esta fusión y confusión con el Evangelio cosa que hace sencillamente imposible comprender lo que representa y exige para nosotros la utopía de Jesús.
La Iglesia
Si ya la fusión y confusión de religión y Evangelio hace difícil la comprensión y la vivencia de la utopía de Jesús, esa dificultad se acrecienta enormemente cuando la religión es gestionada por una institución autoritaria y centralizada. Sobre todo, cuando el autoritarismo de la institución religiosa se organiza sobre la base del modelo de una «monarquía absoluta». Tal es el caso de la Iglesia,. Como es sabido, según el vigente Código de Derecho Canónico (can. 331; 333, 3; 1404 y 1372), el Romano Pontífice posee una potestad «suprema, plena, inmediata y universal». Una potestad, además, contra .la que no cabe apelación ni recurso de ninguna clase. Una potestad cuyas decisiones no pueden ser juzgadas por nadie.
De manera que, si alguien recurre a un concilio ecuménico o al conjunto de todos los obispos del mundo para reclamar algo en contra de una decisión del papa, ese individuo debe de ser castigado con una «censura», es decir, con una excomunión, una «suspensión a divinis» o un «entredicho». Todo esto quiere decir que el poder, en la Iglesia, está concentrado en un solo hombre. De forma que todos los demás miembros de la Iglesia dependen de ese único hombre, el papa, no solo en su forma de pensar y de comportarse, sino incluso en sus derechos y libertades.
Ahora bien, es evidente que quienes aceptan una religión, que es gestionada y se ve organizada de esta manera, y se someten a una religión que funciona así, lo más probable es que serán per-sonas para quienes la utopía, cualquier utopía, resulta muy difícil de entender y, sobre todo, amenazante. Una religión, organizada como monarquía absoluta, no tiene más remedio que reprimir la libertad, la crítica a lo existente, la propuesta de cambios alternativos, todo lo que sea o suene a utopía. Una religión autoritaria, como ocurre en el e caso de la Iglesia, es siempre una institución conservadora.
Y si es conservadora, eso quiere decir que es antiutópica. Max Horkheimer dijo, con razón, que la utopía tiene dos aspectos: «por una parte, representa la crítica de lo existente; por otra parte, la propuesta de aquello que debería existir. Y su importancia estriba principalmente en el primer aspecto» Pero, como es lógico, una institución autoritaria no tolera fácilmente la crítica de lo existente. De sobra sabemos que en la Iglesia todo lo que sea crítica de lo existente está mal visto. Y quienes, en la institución eclesiástica, optan posturas críticas son descalificados, marginados, destituí dos y, si es necesario, castigados severamente. En tales condiciones, como es natural, es muy difícil que la Iglesia sea tolerante y permisiva con las pro-puestas de carácter utópico. Por utilizar expresiones de reciente creación, es evidente que en la Iglesia (por más que nadie se dé cuenta de lo que pasa) se impone más la «razón indolente» que la «razón utópica»
Es decir, se impone más el «desperdicio de la experiencia» que «la exploración, a través de la imaginación, de nuevas posibilidades humanas y nuevas formas de voluntad, y la oposición de la imaginación a la necesidad de lo que existe, sólo porque existe, en nombre de algo radicalmente mejor, por lo que vale la pena luchar y a lo que la humanidad tiene derecho»
Pero es necesario ahondar más en este asunto. ¿Por qué ocurre esto en la Iglesia? ¿Por qué tie-nen que suceder así las cosas en una religión organizada de la forma autoritaria que acabo de indicar? La respuesta, según creo, es fácil de encontrar. La Iglesia, como institución autoritaria, necesita de un personal sumiso y obediente. No puede funcionar si su personal no le obedece con la debida sumisión y si ese personal echa mano de posturas críticas. Eso, ante todo. Pero no solamente eso. Además de eso, la institución eclesiástica, precisamente para mantener y costear su personal y las numerosas obras que lleva adelante, necesita vivir debidamente integrada y bien aceptada por los poderes públicos.
Es decir, la Iglesia, tal como se ha organizado, necesita vivir integrada en el sistema y aceptada por el sistema. Me refiero, como es lógico, al sistema político, económico, legal e incluso al sistema de valores que configuran el tejido social en una sociedad determinada. Por eso se comprende, entre otras cosas, que cuando se trata de nombrar a un nuevo obispo, una de las condiciones que se requieren es que el candidato sea un hombre bien visto por el gobierno y, en general, aceptado por el sistema establecido. Ahora bien, estan-do así las cosas, a nadie le tiene que sorprender que en la Iglesia resulten muy difícil de aceptar las utopías. Pero, sobre todo, en la Iglesia es muy dificil de aceptar la utopía de Jesús. Porque la utopía que presentó Jesús, como ya dije, pone en cuestión los dos pilares básicos sobre los que se sustenta el sistema, la inviolabilidad del derecho de propiedad y lo intocable del principio de autoridad. Pero de sobra sabemos que el sistema (y las instituciones integradas en él, como es el caso de la Iglesia) no pueden aceptar un proyecto utópico que cuestione radicalmente la inviola-bilidad del derecho de propiedad y del principio de autoridad.
Más aún, no se trata solamente de que en la Iglesia es muy difícil que se acepte la utopía de Jesús, sino que se trata, sobre todo, de que es muy complicado que se entienda en qué consiste esa utopía. Porque las palabras de Jesús sobre el dinero y sobre el poder se «interpretan» como exhortaciones espirituales y ascéticas, pero nunca como constitutivos estructurales del ser mismo de la Iglesia. Y, entonces, desde el momento en que el Evangelio se entiende de esa manera, la utopía queda desnaturalizada. Porque se ve como una exhortación para que sea vivida por las almas generosas, pero no como el cimiento sobre el que se tiene que edificar la Iglesia,
La consecuencia inevitable, que se sigue de lo que acabo de explicar, es que la utopía de Jesús es comprendida y asimilada por individuos aislados, por personas determinadas que, por su generosidad y coherencia, son capaces de vivir el espíritu y la letra del Evangelio. Pero, de la misma manera, hay que decir que la utopía evangélica no puede ser ni entendida, ni asimilada, ni menos aún predicada por la teología, por la catequesis que se le enseña al pueblo y, todavía menos, por los criterios organizativos de la institución eclesiástica. De ahí, la incoherencia que la gente advierte entre lo que la Iglesia enseña y lo que la Iglesia hace. Se lee el Evangelio en los templos. La gente, por una especie de instinto cristiano, intuye lo que se dice en los textos evangélicos.
Pero luego resulta que la gente se da cuenta de que los principios que determinan la vida de la Iglesia van por otro camino, en muchos casos y situaciones por el camino de la búsqueda de capitales y dinero, y también por el camino de un poder que no tolera ser cuestionado en ningún caso ni bajo concepto alguno. Naturalmente, en esas condiciones es sencillamente imposible que la Iglesia pueda hacer algo serio por la aceptación de la utopía cristiana en una sociedad determinada. Y, lo que es más problemático, en esas condiciones, la Iglesia (sin darse cuenta y sin pretenderlo) se interpone como pantalla que impide que la gente comprenda el al-cance y la importancia que lleva consigo la utopía de Jesús.
La Espiritualidad
Como es lógico, no se trata aquí de poner en duda, la importancia y el alto valor de una sólida y sana espiritualidad. Y menos aún, se trata de cuestionar la necesidad que todos tenemos de una espiritualidad así entendida y así vivida. Y más, en los tiempos que corren. Tiempos en los que sólo quienes tengan bien asimilada la fuerza interior del Espíritu podrán aportar algo verdaderamente serio a este «mundo desbocado» (A.;Giddens) en el , que nos ha tocado vivir
Sin embargo, por más verdad que sea lo que acabo de apuntar, no es menos cierto que la «espiritualidad» y la «vida ascética» son experiencias y dimensiones de la vida que están erizadas de «peligros».
Experiencias y formas de vida que son tanto más «peligrosas» cuanto más incons-cientemente se experimentan y se viven los «peligros» que entrañan. Quiero decir, lo más peligroso de la espiritualidad y de la ascética está en que, con demasiada frecuencia, los «espirituales» y los «ascetas» no son conscientes de los “peligros” que les acechan y en los que tantas veces sucumben.
Sin duda alguna, el peligro más serio es el del autoengaño. En la medida en que la espiritualidad es entendida, de acuerdo con las ideas tradicionales sobre este asunto, como algo propio de la esfera de lo divino, quedando lo humano relegado a lo que el cristiano debe despreciar o por lo menos dominar y someter, en esa misma medida la espiritualidad es vista y vivida como «la ciencia que enseña a progresar en la virtud y particularmente en el amor divino» Es decir, se trata lógicamente de lo más sublime y elevado que puede asimilar y vivir el hombre. Pero, en-tonces y con la misma lógica, el que tiene conciencia de vivir una alta «espiritualidad», por eso mismo, tiene también el serio peligro de no darse cuenta de los errores, desviaciones y engaños que puedan haberse instalado en su vida.
Si él piensa que su vida está centrada en la «virtud» y en el «amor divino», eso mismo es la venda que lleva en sus ojos y que le impide ver la realidad de muchas cosas que tendría que ver, pero que no puede ver. Ahí está el gran peligro que entraña la espiritualidad.
La cuestión está en caer en la cuenta de que, por vivir la más elevada espiritualidad que uno se pueda imaginar, no por eso las personas se liberan necesariamente, automáticamente, de incli-naciones, deseos y apetencias muy humanas, a veces «demasiado humanas», en el peor sentido que pueda tener esta expresión.
Me refiero concretamente a la apetencia de acumular y retener bienes. Y a la apetencia de acumular y retener poder, dignidad, influencia y buen nombre. Yo he conocido, por desgracia, gentes profundamente’ «espirituales» y, al mismo tiempo, gentes a quienes no se les podía tocar en sus bienes (y en la seguridad que dan los bienes) o en sus pre-tensiones de poder y de ocupar cargos de importancia. Pero, entonces, lo que ocurre es que la espiritualidad no les permite ver la contradicción en que viven. En tal situación, la salida es ponerles a esas apetencias otros nombres y justificarlas con otros argumentos.
Los bienes y el poder se apetecen, claro está, pero se apetecen por el bien, que se puede hacer con todo eso y que hay que hacer con esas cosas. El bien para las almas, para la Iglesia, para la propia familia, para la institución a la que uno pertenece, para lo que sea. En cualquier caso, lo que el sujeto «espiritual» cuida y consigue es no asumir la contradicción en que vive. Porque eso, precisamente eso, es lo que en ningún caso está dispuesto a aceptar. No se lo permite su elevada «.espiritualidad».
Ahora bien, en la medida en que lo que acabo de decir es cierto, en esa misma medida resulta evidente hasta qué punto la espiritualidad se puede constituir en un obstáculo, probablemente insuperable, para que las personas más religiosa y más eclesiales puedan hacer efectiva y real la utopía de Jesús. Porque, en el mejor de los casos, tales personas podrán tener el convencimiento y hasta la seguridad de que ellos realizan la utopía del Evangelio. Pero es seguro que ese convencimiento y esa seguridad les servirá, en muchos casos, como venda que les ciega para no darse cuenta de lo lejos que están de la utopía evangélica. Se. trata, en tal caso, de la espiritualidad que «entontece» a la gente, que la aleja de los grandes problemas de la vida y de la sociedad.
La espiritualidad que centra a los sujetos en sí mismos y que, por eso mismo, los aleja del dolor del mundo, del sufrimiento de los pobres y de la opresión de los ricos, de la irracionalidad del sistema y de lo más absurdo y contradictorio que se vive en esta tierra envenenada por el demasiado sufrimiento de los más débiles.