Polvos, lodos y estilo -- Jaime Richart, Antropólogo y jurista

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Enviado a la página web de Redes Cristianas 
 
Por ser propia de países poco evolucionados y de gentes poco des­pejadas, resulta bochornosa la exaltación histérica del nacionalismo de cartón piedra por parte de políticos que al mismo tiempo deni­gran habitualmente el nacionalismo nacido de una inveterada aspira­ción colectiva y de una reseñable incompatibilidad de su espí­ritu con el espíritu del Estado dominante. Propio también de ig­norantes que creen que el amor, lo mismo que la confianza, pueden exigirse por precepto. Pues sólo una personalidad belicosa, desqui­ciada o fascista desconoce que el amor a la nación a la que se perte­nece, en tiempos de paz, es un sentimiento o un impulso que, si no está viciado por algún interés subrepticio, tiene mucho más que ver con el entendimiento mutuo y la reciprocidad entre el ciudadano y la tierra en que nacido o le ha acogido que con el desinteresado amor de madre.

Máxime cuando, de esos políticos alborotadores en­vueltos en la bandera de su nacionalismo exacerbado que apesta a patrioterismo, unos vienen precedidos de la corrupción metódica durante años de incontables miembros de su mismo partido, y otros esperan réditos políticos y de toda clase de su bronca oposición -más bien enemiga- al otro nacionalismo sometido.
 
Esto viene de lejos. Pues más allá de aquel régimen político que en España duró casi medio siglo, las diferencias profundas entre la po­blación española en general y la de las demás naciones de la Eu­ropa Vieja, estuvieron marcadas y casi fomentadas precisamente por la dictadura, cuyo fundamental objetivo fue compactar a una na­ción al precio que fuese, compartiendo su poder militar sobre ella con el poder eclesiástico.
 
Entonces, ese régimen consideraba como quintaesencia de lo espa­ñol y del español cualquier actitud que de algún modo recordase al espíritu cuartelero o mojigato. Me refiero a esos gestos, ademanes, proclamas o ideas que aún hoy tanto alaban políticos de signo bien conocido, mucho más cerca de la hipocresía o el cinismo según los casos, de la agresividad, del hablar recio y del insulto a la inteligen­cia, que de la caballerosidad y elegancia en los modales. Diferen­cias respecto a los países de la Vieja Europa que, para la dictadura y sus turiferarios, eran un marchamo y una reafirmación de los ras­gos españoles por antonomasia, frente a la educación y mentalidad de los europeos que el régimen entre castrense y beato tildaba de blandengues.  
 
Y ahora, que se supone compartimos con los demás europeos el mo­delo político, las diferencias persisten no ya tanto en las formas como en el fondo, y además a menudo vergonzosa o grotesca­mente. Diferencias que, por ejemplo, se concretan en la facilidad con la que los gobiernos españoles que representan a la españoli­dad de libro, incumplen la mayor parte de las directivas europeas. In­cumplimientos que siguen poniendo en evidencia a este país co­mo nación atrasada. Pues intentando la Unión Europea homogenei­zar en materias de calado a los países miembros, España, más allá de recibir los fondos de cohesión primero y luego los fondos estruc­turales de la Unión, nunca acaba de mostrar especial interés por su verdadera integración en la filosofía comunitaria, resistiéndose a cumplir aquellas directrices con un incumplimiento tras otro.
 
Pero tampoco en otros asuntos de carácter sociológico y moral Es­paña está a la altura del tiempo y de las circunstancias. Por ejem­plo, el español medio no huye tanto de ser engañado como de ser perjudicado por el engaño. Por eso tampoco detesta en rigor el em­buste, sino las consecuencias perniciosas del embuste. Desea las con­secuencias agradables de la verdad, pero es indiferente al cono­cimiento puro de las verdades. Ocurre algo similar con la apropia­ción de lo ajeno. Aborrece el despojo de lo que le pertenece a él o de lo que pertenece a otro, pero es indulgente con quien se apropia de lo que pertenece a la colectividad.

Pues bien, esta lacra también procede de aquel entonces. En la segunda fase de la dictadura había un cierto equilibrio entre lo público y lo privado, y aunque el colecti­vismo y sus formas estaban prácticamente proscritos existían algunas cooperativas, pero ni ellas ni los cooperativistas estaban bien vistos por el régimen, que prefería lo que llamaba ?cogestión?? entre el empresario y el obrero. Esto por un lado. Pero, por otro, tam­poco importaba entonces menospreciar los bienes públicos salvo los sagrados, y era común la idea de que un bien público era del primero que se lo apropiaba.
 
Con la irrupción de la democracia, el valor de lo público se devalúa aún más: justo por la irrupción, a su vez, del capitalismo ne­oliberal. Una clase de capitalismo que exalta el valor de lo pri­vado por encima de lo público y a costa de lo público: la única sa­lida, que sin duda debieron ver la Thatcher y los ensayistas mediáti­cos estadounidenses, hermanos Kaplan, introductores del ne­oliberalismo, para un capitalismo moribundo tras haberse pro­bado sobradamente que los principales enemigos del capitalismo no son los colectivistas que no tienen más remedio que soportarlo para no ir a la guerra, sino la desmedida ambición de los propios ca­pitalistas.  
 
Por eso, en un país tan proclive a la picaresca, donde los políticos mienten y se acusan de mentir todos entre sí, donde prometen lo im­posible con descaro, donde se predica nuevamente el naciona­lismo hipercentralista como un ucase del zar pese a la apertura de la Constitución española al reconocimiento de las nacionalidades, no extraña que España no acabe nunca de sacudirse de encima una permanente crisis política. Desde luego defender con esa vehemen­cia vista y escuchada por parte de los partidos de la derecha que se disputan el liderazgo el Estado de Derecho muestra su debilidad y la del Estado.

Un Estado de Derecho consolidado no necesita que sus políticos y periodistas estén a todas horas recurriendo a la cita de él para replicar a los discrepantes, pues eso es, además, una forma de amenaza y de autoritarismo incompatible justo con esa clase de Estado. España está en crisis permanente. Crisis que quizá aquellos no desean superar porque la bronca les sirve para muchas cosas y entre ellas tapar sus miserias, pero que en realidad sólo podrá superarse, primero si el cambio climático lo permite y no la agrava, y segundo, si colectivamente y sin excepciones se coge de una vez el gusto al equilibrio entre lo público y lo privado, al pacto y a la coalición.

Sobre todo si se empieza a mimar ese diálogo al que tan poco está inclinado el español (empezando por quien sus­cribe el presente análisis), que de una vez reemplace los cansinos e inútiles monólogos en el Hemiciclo y fuera de él, que a ni unos ni a otros interesan en absoluto y por eso ni los escuchan. Pese a que to­dos sabemos ya que nadie monopoliza ?la verdad?? en la materia que sea, jamás hemos escuchado en la Tribuna o fuera de ella entre parlamentarios en oposición un: ?estoy de acuerdo con una parte de su razonamiento, señoría, pero…??. Esta expresión que muestra ele­gancia y amplitud de miras, en España es impensable. Por desgra­cia, lo ?políticamente correcto??, que indica que a esta democracia en oratoria le falta por lo menos un hervor, es discrepar en absoluto siempre e ir dialécticamente a degüello. Y ello, cuando no se hacen acompañar las discrepancias broncas de la ofensa personal. Los con­sensos, cuando se logran, es a solas, en los despachos y general­mente a base de bajezas.

Hay muchas cosas y cambios urgentes en España. Pero creo que todo cambio debiera empezar puliendo el estilo y la técnica de la con­frontación política en el Parlamento español…
 

23 Mayo 2019