Se ha dicho muchas veces que la Iglesia está siempre necesitada de reforma. Pero la experiencia histórica nos enseña que tal necesidad de reforma se ha puesto, con demasiada frecuencia, más en la conversión personal de los cristianos, que en la renovación y cambio de las estructuras organizativas de la misma Iglesia.
Al decir esto, no se trata de establecer una disyuntiva, en el sentido de optar o por lo uno o por lo otro. Por supuesto, ambas cosas son necesarias.
Pero es importante caer en la cuenta de que, cuando todo el problema de la Iglesia se pone en la conversión de los individuos, con eso se está indicando que el centro de las preocupaciones de la Iglesia tiene que ser la conversión del pecado y la santidad de sus miembros.
Y eso es evidente que le tiene que preocupar a la Iglesia y por eso se tiene que interesar. Pero, si la Iglesia se queda sólo o principalmente nada más que en eso, tiene el peligro de incurrir en un error que le ha costado muy caro a ella misma y a los pueblos y culturas en los que la Iglesia ha estado o sigue estando implantada.
Se trata del error que consiste en anteponer el tema del ?pecado??, que ofende a Dios, al problema del ?sufrimiento??, que hace desgraciados a los hombres. Como es lógico, cuando hablamos de conversión y santidad, nos estamos refiriendo al asunto del pecado y de las ofensas a Dios.
Ahora bien, una Iglesia centrada en ese asunto es una Iglesia que se centra y se concentra en administrar sacramentos. Porque para eso están los sacramentos, desde el bautismo ?para el perdón de los pecados??, hasta la eucaristía en la que recibimos el cuerpo ?que se entrega por vosotros?? y la sangre ?que se derrama para el perdón de los pecados??.
De ahí que, a partir de esta mentalidad, todo el sistema sacramental de la Iglesia está pensado y organizado para resolver el problema del pecado, no para humanizar este mundo y aliviar el dolor humano.
· El bautismo, para limpiarnos del pecado original y darnos la gracia que santifica.
· La confirmación, para complementar el compromiso bautismal en esa misma dirección.
· La penitencia, como sacramento específico y propio para perdonar los pecados.
· La eucaristía, para unirnos al sacrificio de Cristo que murió por nuestros pecados.
· La unción de los enfermos, por más que se diga que es para darnos vida y salud, de facto, es un sacramento que se administra a los moribundos para que Dios les perdone los pecados que no se les han perdonado mediante el sacramento de la penitencia.
· El matrimonio, como sacramento a partir del cual las personas se pueden expresar su amor sin pecar.
· Y el orden sacerdotal, como el sacramento que confiere el poder de consagrar la eucaristía y el poder de perdonar sacramental-mente los pecados, como afirma el canon primero de la sesión XXIII de Trento (DS 1771).
Con esta sencilla enumeración de los sacramentos de la Iglesia, cualquiera se hace una idea aproximada de la centralidad avasalladora que el tema del pecado tiene en la teología sacramental de la Iglesia.
Ahora bien, si los sacramentos de la Iglesia están concebidos así y administrados pastoralmente a partir de semejante mentalidad, eso es el indicador más claro de que la Iglesia, toda entera, está presente en este mundo como la institución que tiene como tarea y misión gestionar y resolver el problema del pecado.
Un problema que los dirigentes eclesiásticos se han encargado de argumentar y presentar de forma tan desproporcionada, que, por evitar pecados o por perdonarlos cuando ya se han cometido, no se ha dudado en causar sufrimientos indecibles a personas y grupos enteros en este mundo.
Las consecuencias, que se han seguido de semejante teología, han sido destructivas para la misma Iglesia. Porque una institución que se presenta para eso (resolver el pecado), interesa cada día menos al común de los mortales cuya preocupación central en la vida es distinta (sufrir lo menos posible)
Además, porque una Iglesia empeñada en esa tarea, no ha tenido más remedio que presentar a un Dios que poco tiene que ver con el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, del que nos hablan los evangelios.
Y, sobre todo, porque una Iglesia organizada para gestionar de esa forma el tema del pecado, ha terminado por organizar una liturgia, unos rituales, una pastoral y hasta una legislación, que se ha convertido en una carga pesada para muchos y en un oscuro conjunto de ceremonias arcaicas que la gran mayoría de los fieles apenas entiende.
Todo esto nos viene a decir que, si la Iglesia quiere tomar en serio su propia reforma en estos tiempos, lo primero que tendría que revisar es su teología sacramental. Y revisarla a partir de su eclesiología.
Es verdad que la teología de la Iglesia, tal como quedó formulada en el Concilio Vaticano II, no es ya una teología obsesivamente centrada en el perdón de los pecados. Eso es cierto. Pero no es menos verdad que la teología de los sacramentos, tal como se venía enseñando desde Trento, quedó intacta en el Concilio.
Con lo que la afirmación de la Iglesia como sacramento no ha pasado, de facto, de ser una afirmación novedosa, pero sin consecuencias prácticas y renovadoras, ni para la misma Iglesia, ni para la renovación de la vida sacramental de los cristianos.
Es verdad que después del Concilio se han traducido y renovado los rituales de sacramentos. Pero ha sido una renovación tímida, indecisa y que, en todo caso, se ha hecho a partir de la teología y de la pastoral sacramental que se venía practicando desde siglos antes del Vaticano II.
No cabe duda que, en este orden de cosas, algo se han mejorado. Pero el fondo del problema ha quedado tal como estaba. Y el resultado ha sido el masivo abandono de las prácticas sacramentales por parte de amplios sectores de la población, sobre todo en las sociedades avanzadas del primer mundo.
La conclusión, que cabe deducir de lo dicho, es que si la Iglesia pretende asumir en serio su propia reforma, tal empeño tiene que empezar por afrontar el problema de los sacramentos.
De hecho, como es bien sabido, el indicador más claro de la crisis que padece la Iglesia, en las sociedades avanzadas, es precisamente el abandono de las prácticas sacramentales en grandes sectores de la población que, hasta hace sólo algunos años, venían siendo cristianos ?practicantes??. Esto viene a decir que si la crisis se nota, antes que nada, en el abandono de las prácticas sacramentales, la reforma vendrá mediante la recuperación de tales prácticas.
Precisamente, si algo nos ha enseñado la experiencia del post-concilio, ha sido que la Iglesia no se renueva o se reforma mediante la sola renovación ideológica de su teología. El Vaticano II elaboró una teología renovada de la Iglesia. Pero tal teología, por sí sola, no ha renovado a la Iglesia.
De ahí que, a estas alturas y después de cuarenta años, la ?recepción?? del Concilio está, no sólo frenada en buena medida, sino que se puede decir, sin exageración, que la recepción del Vaticano II se ha hecho, hoy por hoy, inviable.
Para tal recepción, la teología conciliar no basta. Las leyes eclesiástica y la gestión de gobierno de la Iglesia no parecen estar hoy decididas a que se ponga en práctica tal recepción por parte del pueblo cristiano.
Quizá todo esto nos viene a decir que, de la misma manera que la primera percepción de la crisis religiosa actual se advierte sobre todo en el abandono sacramental, la renovación o reforma de la Iglesia tendrá su manifestación más obvia cuando los cristianos celebren los sacramentos menos dependientes de la mera ejecución de las normas establecidas. Y más atentos a los símbolos que hoy puede asimilar nuestra cultura, nuestros valores, nuestros intereses y, sobre todo, nuestros problemas. Porque, si los sacramentos no responden a todo eso, no serán los signos y los símbolos mediante los que los hombres de nuestro tiempo pueden vivir la experiencia de la comunicación de Dios y del encuentro con Dios.
La razón de ser de este protagonismo de las prácticas sacramentales en la reforma de la Iglesia está en que, como sabemos, los sacramentos son la manifestación, en los momentos más determinantes de la vida, del sacramento primordial que es la misma Iglesia.
Lo cual quiere decir que la crisis de las prácticas sacramentales es, en definitiva, la manifestación más visible de la crisis de la Iglesia en su totalidad.
Por otra parte, no conviene olvidar que los sacramentos (y la forma concreta de celebrarlos) son la dimensión más inmediatamente visible de la Iglesia. Por lo general, el pueblo cristiano no tiene a su alcance el conocimiento de los complicados estudios y análisis teológicos de la Iglesia. Lo que la gente ve y oye son bautizos y misas, confesiones, bodas y ordenaciones de clérigos. Así se hace presente (o ausente) la Iglesia para la mayor parte de la población cristiana. De ahí, la importancia determinante de una renovación y actualización de tales celebraciones, para conseguir así una reforma a fondo de la Iglesia.
Concretando más, es urgente que los sacramentos dejen de ser meros actos sociales, como de hecho lo son para muchos ciudadanos. Esto se nota especialmente en determinados sacramentos, como es el caso de bautizos, comuniones y bodas.
Más importante aún es que los sacramentos dejen de ser utilizados como ocasiones privilegiadas para determinadas manifestaciones de carácter político.
La eucaristía y el matrimonio son, en este sentido, insistentemente adulterados en actos eclesiásticos que se utilizan para satisfacer los intereses de determinados grupos políticos o de instituciones públicas. Es evidente que, en tales ocasiones, la sacramentalidad de la Iglesia queda seriamente dañada. Con lo que estamos afirmando que ese tipo de actos sociales o políticos pervierten, no sólo la celebración del sacramento, sino además el ser mismo de la Iglesia, que no es ni una institución social, ni un grupo de presión política.
Por otra parte, si recordamos que, como ya se ha dicho, las grandes experiencias de la vida solamente se pueden comunicar simbólicamente, es decir, mediante los símbolos que vehiculan tales experiencias, resulta evidente que una Iglesia que transmite ideas y verdades, normas, mandatos y prohibiciones, tal Iglesia, por mucho que se afane en semejante tarea y por muchos medios de comunicación que tenga para tal efecto, si no hace presentes en la sociedad y en la intimidad de las personas las experiencias que pueden dar sentido a la vida, será una Iglesia con muy poca presencia en la sociedad y en la vida de la gente.
Porque, a fin de cuentas, las verdades y las normas que impone la religión son cosas que interesan menos cada día. Seguramente en esto radica el fracaso creciente de la Iglesia en su empeño por comunicarse con las gentes de la cultura de nuestro tiempo.
A la gente le interesa poco y le preocupa menos la ideología que pueda difundir el hombre ?religioso??. Lo que la gente espera y necesita son experiencias que den sentido a sus vidas. Y eso, o se hace mediante la celebración comunitaria y la experiencia religiosa en el silencio y la paz del retiro interior o no se hace de ninguna manera.
Por esto, en definitiva, es tan decisiva la reforma de la Iglesia-sacramento. Y tan urgente es una renovación en profundidad de todos y cada uno de los sacramentos de la Iglesia.
( LA IGLESIA, SACRAMENTO DE SALVACI?N )