Enviado a la página web de Redes Cristianas
A modo de introducción. Tal vez lo sea en teoría, en el papel, y en las explicaciones académicas universitarias. Pero en el día a día, y sobre todo, en la Semana Cristiana por excelencia, la «Semana Santa», la aconfesionalidad salta por los aires. La toma de las calles de las ciudades con los pasos procesionales, y la multitud de encapuchados, con el solemne pretexto de la Tradición, ya sería motivo suficiente de indicio de quiebra de la aconfesionalidad del Estado español.
Pero si a eso sumamos la profusión de uniformes militares, de fusiles, espadas, y exhibiciones legendarias de los legionarios, con el Cristo tumbado volando por el cielo de Málaga, el indicio se convierte en prueba fehaciente. En España no solo se tiene en cuenta la peculiar situación jurídica de la Iglesia Católica, como propugna con esas exactas palabras en el artículo 16 de la constitución, en su apartado 3º, «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguiente relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones», sino que el trato de favor, los convenios y estipulaciones con la Santa Sede, la exención de ciertas obligaciones, como el pago del IBI, la facilidad de matriculaciones de inmuebles históricos y artísticos convierten dicho artículo en una caricatura, y en una piadosa intención, superada con creces por la realidad y la dinámica de la Historia. Y ahora concretaré el tema en diversos casos ejemplares:
1. Ministros militarizados contando el himno «El novio de la muerte». Ya choca, sin entrar en los terrenos movedizos de la singularidad religiosa católica, que cuatro ministros civiles, entonen con entusiasmo el más que polémico himno «El Novio de la Muerte», al paso del Cristo de la Muerte, trasportado con enérgica decisión por los nervudos brazos de los legionarios. Pero si nos trasladamos al campo de la fe y de la tradición cristiana, el despropósito es monumental. No sé, ni se me ocurre, aun empleando la más calenturienta imaginación, qué relación, parentesco, afinidad, o proximidad, puede haber entre el señor de la Pasión, entre el Crucificado, y un cuerpo militar caracterizado, ¡sobre todo!, por su delicadísima y singularísima sensibilidad cristiana, tipo amor, perdón del enemigo, etc.
En este punto mis reproches van dirigidos a dos estamentos institucionales destacados, y muy importantes, en la vida de nuestro país: a), al Gobierno de la nación, que debería atender con finura y precisión el carácter neutral del Estado en asuntos religiosos, y b), a la Conferencia Episcopal Española, (CEE), o a alguna comisión de la misma, o a algún obispo, como el de la diócesis donde se perpetra esa escena, que podemos describir, por lo menos, como sorprendente y chocante. Y todavía voy a precisar más: entiendo la actitud de los políticos, y de los militares, en su ilusión por contentar al pueblo, acatando y cumpliendo sus tradiciones, (¡díganme si esto no es populismo, y del barato!), pero no puedo entender, ni defender, ni alabar, el silencio de los obispos, ante tamaña mezcla desafortunada de símbolos cristianos, y evangélicos de la Pasión, con actitudes políticas y militares.
2. Las banderas a media hasta por la muerte de Jesús. A la ministra de Defensa, y a los militares, en general, y a los políticos, habrá que recordarles que Jesús, constituido «Señor y Cristo», después de su muerte, como nos dice Pedro en su discurso la mañana de Pentecostés, («Sepa entonces con seguridad toda la gente de Israel, que Dios ha hecho Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros crucificasteis». Hech, 2, 36) Y que Jesús ha muerto por todo el mundo, también por los mahometanos, los comunistas, los terroristas, los sirios y los afganos, y que no es unos de los nuestros, por su protección a los malagueños, o a los legionarios, ni a lo españoles, sino que es uno de los nuestros como cristianos, Y como el Cristianismo no es la Religión oficial del Estado español, no hay por qué ondear las banderas a media hasta. (Además, no es a partir del Jueves Santo, sino, exclusivamente, el viernes Santo, cuando la litúrgica cristiana celebra la muerte de Jesús).
3. Trato especial de la jerarquía de la Iglesia a las autoridades. Los medios de comunicación, las redes sociales, y los mentideros de la villa, y del medio rural, y de las ciudades, comentaron ampliamente un incidente de gran altura, sucedido entre abuela, nuera, marido y padre, e hija y nieta, todo muy normal dicho así, como si de solas relaciones familiares se tratase. Pero el incidente ganaba muchos enteros porque las abuela y la madre son reinas, el padre, rey, y la niña, princesa de Asturias. Pero incauto debería ser yo si me metiera en semejante charco y berenjenal. Pero nadie comentó la imagen, por repetida ano menos chocante para mí, de la familia real esperada a las puertas de la catedral por el señor obispo, y despedida así mismo reverencialmente. Aun remando contra corriente, insistiré en algo que ya he tratado en este blog: los que celebramos los misterios de la fe cristiana, en esa celebración somos absolutamente iguales, y nadie participa en ellas en su, o por, condición social, política o de rango.
Lo dice con claridad meridiana la carta del apóstol Santiago: «Hermanos, si realmente creen en Jesús, nuestro Señor, el Cristo glorioso, no hagan diferencias entre personas. Supongamos que entra en su asamblea un hombre muy bien vestido y con un anillo de oro y entra también un pobre con ropas sucias, y ustedes se deshacen en atenciones con el hombre bien vestido. Le dicen: «Tome este asiento, que es muy bueno», mientras que al pobre le dicen: «Quédate de pie», o bien: «Siéntate en el suelo a mis pies». Díganme, ¿no sería hacer diferencias y hacerlas con criterios pésimos? Miren, hermanos, ¿acaso no ha escogido Dios a los pobres de este mundo para hacerlos ricos en la fe? ¿No les dará el reino que prometió a quienes lo aman?» (Santiago 2, 1-5).
El que se hayan convertido ya en costumbre esas deferencias con reyes, nobles, gobernantes, y personas distinguidas, no invalida, como un hecho consumado, la enseñanza y la luz que nos comunica la Palabra de Dios, y no hace que un Estado deba perder por eso su condición de aconfesional. (Otra alusión que me hizo gracia, -y no me incomodó tanto, solo eso, me resultó jocosa-, fue la precisión con la que algunos medios, televisiones y periódicos, haciendo ostentación de sus conocimientos (¿?) litúrgicos, señalaron que la familia real se colocó en el lado del Evangelio, ubicación espacial que desapareció hace muchísimos años, con la reforma litúrgica, primero de Pío XII, y, después, y sobre todo, con la del Concilio Vaticano II).
4. Y, sobre todo, la supranacionalidad de la última instancia en las relaciones Iglesia-Estado. Considero que lo que más desfigura la aconfesionalidad del Estado, en el caso de España, es la especial relación-subordinación-dependencia de la cúpula de la Iglesia en España con el Vaticano, que arrastra al Estado. El Concilio Vaticano II ya insinuó que el ideal sería, a partir de ese gran acontecimiento eclesial, que las iglesias particulares se entendiesen directamente con sus Gobiernos respetivos, y tratasen y pactasen los asuntos más importantes que concerniesen a ambos. La Curia Vaticana se opuso ferozmente, y las componendas y compromisos e intereses de ambas partes en el tema fundamental de la Educación compromete, real y verdaderamente, el carácter aconfesional que nuestra Constitución proclama. Pero este es asunto es muy largo, amplio y ancho, y en estas líneas solo quiere apuntarlo, para que no se olvide.