La presencia del pueblo de Dios en el gobierno de la Iglesia -- José Comblin, teólogo

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El tema siempre repetido es que la Iglesia no es una democracia y que las decisiones son tomadas por la jerarquía, dado que la jerarquía se renueva por sí misma por cooptación 1.
?Se deben valorar cada vez más los organismos de participación previstos en el Derecho Canónico, tales como los consejos presbiterales y pastorales. Como se sabe, éstos no se rigen por los criterios de la democracia parlamentaria, porque operan por vía consultiva y no deliberativa; pero no por eso pierden su sentido e importancia. En efecto, la teología y la espiritualidad de la comunión inspiran una escucha recíproca y eficaz entre Pastores y fieles?? (Novo millennio ineunte 45a).

?Como se sabe??: el papa habla como si estuviese sometido a una orden superior, ante la cual tiene que someterse, como si ese sistema no fuese decisión de él y solamente de él. Además de eso, aparece también el tema de la comunión. Se insiste aquí en la comunión entre aquel que manda y aquel que obedece, la comunión que existe entre el oficial y el soldado. No puede haber comunión verdadera si todos no tienen el derecho a deliberar.
Por otro lado, no hay ninguna razón que impida la deliberación en la Iglesia. En el Concilio hubo deliberación. ¿Por qué no puede haber deliberación en los niveles inferiores, tratándose de asuntos del nivel considerado? ¿Por qué no podría haber deliberación sobre el presupuesto de la parroquia o de la diócesis? ¿Por qué las cuestiones ligadas al dinero deben siempre ser privilegio de los clérigos? ¿La ordenación presbiteral o episcopal daría una gracia especial en materia financiera?

Se postula que las decisiones de la jerarquía son siempre reveladas por el Espíritu Santo y, por consiguiente, no son susceptibles de discusión. Esta posición no encuentra sustento en el Nuevo Testamento.
Dentro de esos límites se reconoce la ayuda que el pueblo puede ofrecer a la jerarquía. Por esto fueron creados los consejos consultivos que incluyen a laicos, en nivel diocesano o parroquial.
El problema no es esencialmente ése. El problema no está en saber quien debe tomar la decisión final. Democracia o no, es siempre el jefe el que decide. Al final, incluso en la vida política denominada democrática, el poder del presidente es tal que las asambleas no deciden o sólo avalan lo que el presidente ya decidió. La cuestión verdadera se localiza en la falta de discusión. No hay debate. No hay apertura del diálogo, no hay comunicación de los argumentos, no hay tiempo para debatir.

Las asambleas o los consejos son más o menos superficiales porque nunca se pueden discutir seriamente las cuestiones. Más aún, las decisiones son tomadas por la jerarquía de modo secreto, como si el secreto fuese una marca divina. Todo funciona como si la jerarquía recibiese directamente del cielo las decisiones que deben ser tomadas. Ellas se comunican mediante la oración. No se supone que intervengan mediaciones naturales. Los argumentos dados en las reuniones son puramente decorativos porque la decisión no es tomada en virtud de los argumentos, sino en virtud de una revelación divina secreta y la regla del secreto todavía es el alma del gobierno eclesiástico.
Eso quedó muy claro cuando fueron levantadas las cuestiones de los anticonceptivos artificiales o de la ordenación de las mujeres.

En los sínodos diocesanos, como en los consejos diocesanos parroquiales, la participación de los laicos es prácticamente nula. Antes que nada los temas más candentes son prácticamente eliminados de la pauta de antemano. Se cita siempre el caso del gran sínodo diocesano de Santiago organizado por el Cardenal Oviedo. Fue publicado enfáticamente que todos los fieles podrían expresar sus opiniones y sus necesidades con toda libertad. De hecho miles de grupos se formaron para debatir y formular propuestas. Sin embargo, en las vísperas del Sínodo vino una instrucción romana, secreta prohibiendo que se hablase del celibato sacerdotal, de los anticonceptivos y de la ordenación de las mujeres. Sucede que casi todos los grupos propusieron como primera preocupación justamente esos asuntos. Eso quiere decir que lo que realmente interesa a los fieles está excluido de la discusión. Solamente se pueden debatir asuntos irrelevantes para los laicos.

Además de eso, lo que se pide a los laicos son consideraciones sobre conceptos generales: cuales son las prioridades pastorales, las preocupaciones, las opciones preferenciales, todo de tal modo vago y general que, en la práctica, no tiene ninguna aplicación. Todos los asuntos prácticos y serios son resueltos secretamente por el obispo o por el párroco. Por eso, después de cada sínodo o asamblea diocesana o parroquial viene el momento de la desilusión. Solamente se quedó en las generalidades sin efecto práctico. En la práctica todo continúa como siempre: ?business as usual??. Lo que justifica el desánimo.

La participación de los laicos en las sugerencias y decisiones en la práctica es nula. En la propia teoría ya hay muchas restricciones. El canon 212, § 2 dice así: ?Los fieles tienen derecho a manifestar a los Pastores de la Iglesia las propias necesidades, principalmente las espirituales, y los propios deseos??. En la práctica, quien se atreve a eso se expone a represalias. Será posteriormente excluído de la convivencia eclesial y tratado como rebelde y desobediente. Los fieles solamente pueden emitir opiniones que combinen con las de la autoridad. El código no enuncia ninguna garantía o defensa para aquellos que exponen sus necesidades o deseos con sinceridad. Ningún tribunal o instancia jurídica vendrá a protegerlos contra el rencor o la venganza de la autoridad. Por eso, muchas personas que tendrían alguna cosa que decir prefieren quedarse calladas.

El canon 212, § 3 dice: ?De acuerdo con la ciencia, la competencia y el prestigio, de que gozan, tienen el derecho y, a veces, hasta el deber de manifestar a los pastores sagrados la propia opinión sobre lo que concierne al bien de la Iglesia y, salvando la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia para con los los pastores, y tomando en cuenta la utilidad común y la dignidad de las personas, den a conocer esa su opinión también a los otros fieles??.
No se determina en qué consiste la ciencia, las competencias o el prestigio. Parece que la multitud de los cristianos comunes está excluida y que solamente algunas personas de elite pueden hablar. Sin embargo, quien siente más las necesidades son justamente las grandes masas o las minorías conscientes de los pueblos dominados.
Toda la evolución política de los tiempos contemporáneos tendió a buscar medios de expresión para los pobres con el fin de que puedan emitir su voz en la sociedad. En la Iglesia, no parece haber esta preocupación de que los pobres puedan levantar la voz y ser oídos por los pastores. No obstante, conforme al evangelio, los pobres tendrían más derecho de hablar que algunas elites poco conscientes de los problemas de las grandes masas.

No es extraño que la participación real de los fieles sea tan limitada porque sucede la misma cosa en cuanto a la participación del clero y, sobre todo, en cuanto a la participación de los obispos. Las asambleas episcopales o los sínodos romanos fueron cada vez más manipulados. Ya no se permite a los obispos ninguna iniciativa relevante. Su única función consiste en aplicar los decretos romanos, sean formulados de modo jurídico o como simples sugerencias. Porque cualquier sugerencia es una orden que los nuncios se encargan de fiscalizar. Si los obispos son tratados así, no es de admirar que los laicos lo sean igualmente.

La cuestión de la participación suscita el problema del extraordinario crecimiento de la Curia romana. Este es un hecho reciente, fundamentalmente del siglo XX. Antiguamente el papa estaba rodeado de un pequeño grupo de cardenales y algunos secretarios. Actualmente son miles los miembros de la Curia. Ahora bien, en ese nivel, la Curia comienza a seguir las leyes de cualquier gran administración. En muchos casos ella es más fuerte que el papa, a quien puede imponer sus exigencias o impedirle la aplicación de su voluntad, como sucede en cualquier gobierno burocrático. Teóricamente la Curia estaría al servicio del papa, pero muchas veces sucede lo contrario: el papa está al servicio de la Curia para legitimar sus decretos. ¿Cómo saber, en cada caso, lo que sucedió? ¿Se puede afirmar que el poder petrino se extiende a toda la Curia? ¿Se puede decir que los privilegios de Pedro se aplican a todas las decisiones de todos los funcionarios de la Curia? Es verdad que el papa firma. ¿Pero el papa siempre sabe el alcance de aquello que firma? Sería sorprendente porque eso no ocurre en ninguna otra administración. Entre el papa y la Iglesia existe una administración que limita la expresión del pueblo de Dios. Solamente llega a los oídos del papa lo que la Curia decidió que debía llegar. El resto queda eliminado o no existe. En la práctica ¿no sucede frecuentemente que el papa decide lo que la Curia quiere?

Además de eso, está claro que ninguna administración, por ser anónima, puede ser evangélica, o buscar soluciones evangélicas. Una administración tiene una sola finalidad: mantenerse en el poder, salvar sus empleos, aumentar el poder de la institución sin límites con todos los recursos disponibles. Todas las administraciones son así. ¿Por qué una administración religiosa sería diferente?

Precisamos volver a lo propio del poder petrino: Es el poder del papa actuando personalmente, en contacto directo con una realidad humana, directamente relacionado con las personas de las cuales determina la suerte temporal o eterna. Lo que pasa por la mediación de la Curia no es más privilegio petrino, porque siempre es influenciado por las preocupaciones propias de la administración.
La propia Curia postula que su función consiste en ayudar y agilizar la actividad del papa, que no podría hacer todo el trabajo solo. Sin embargo, se puede preguntar si realmente ayuda al papa o deforma su ministerio. De modo particular la Curia limita y casi impide la comunicación entre el papa y la Iglesia. En la ausencia de asambleas elegidas por el pueblo para equilibrar un poco el poder de la administración, ésta domina sin restricción.

¿Esta situación tendría solución? Claro que sí. Bastaría restituir a las Iglesias locales todo lo que ellas podrían resolver solas: las cuestiones de catequesis y enseñanza, de sacramentos, de dispensa de los sacerdotes y religiosos, los nombramientos episcopales, y del 90% del Derecho Canónico por lo menos. Los problemas sociales serían mejor orientados por asambleas episcopales reunidas en Roma para los problemas universales de la humanidad, y en cada continente para los problemas locales. El papa podría ejercer su privilegio petrino con algunas decenas de colaboradores y dejar todo el trabajo cotidiano a las Iglesias locales. Por consiguiente, no hay argumento para justificar la mantención del actual sistema, a no ser que la administración luche con uñas y dientes hasta la muerte para mantenerse. Quien está ahí tiende a defender su carrera.
El nuevo Código abrió una brecha para los laicos reconociendo el derecho de asociación. En el derecho antiguo todas las asociaciones dependían del clero. Sin embargo, los católicos están tan acostumbrados a la dependencia, que poco aprovechan la libertad de asociación. Muchos ni saben que ella existe.

En la práctica, las asociaciones no dirigidas por el clero o por los religiosos no son bien acogidas. Los intelectuales aprovechan más porque tienen más autonomía personal, pero en el pueblo de la base aun no hay madurez suficiente para la emancipación, no está siendo formado para la libertad.
Las CEBs podrían facilitar la emanación del pueblo, pero permanecieron en la dependencia del vicario, reproduciendo el esquema elaborado por él. La sacralización del padre es tan fuerte que, estando él presente, no puede dejar de mandar. Si el vicario reconociese en las CEBs una legítima autonomía, podrían adquirir personalidad propia. Hoy eso ya no es tan frecuente. De modo general las CEBs son especies de mini-parroquias y funcionan con las mismas actividades de la parroquia. En poco tiempo imitan el estilo parroquial y se cierran sobre sí mismas, aisladas del barrio.
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Dentro de la problemática de la participación del pueblo de Dios en el gobierno de la iglesia hay una cuestión central. Muchos teólogos, observadores y analistas contemporáneos creen que aquí está el nudo del problema actual de la Iglesia y la clave de la solución: la elección de los obispos.
El nombramiento de los obispos por el papa, sin interferencia de otras personas, es la base del sistema actual de la centralización romana. No habrá cambios relevantes en la Iglesia si no se comienza con un cambio radical en el sistema de nombramiento de los obispos por el papa, es decir, por la administración curial.

En este proceso de nombramiento hay casos embarazosos. Todos conocen ejemplos en este sentido. Algunos de esos casos son tan fuertes que solamente se explican por una voluntad decidida de romper la unidad del episcopado o de romper una tradición episcopal o eclesial en determinada diócesis. Tan claras fueron las arbitrariedades que las heridas provocadas permanecen años después.
Este tipo de nombramiento es contrario a toda la tradición antigua de la Iglesia. La regla siempre fue aquella enunciada por el papa san Celestino I (422-432): ?Nadie sea dado como obispo a los que no lo quieren (nullus invitis detur episcopus). Procúrense el deseo y el consenso del clero, del pueblo y de los hombres públicos. Y solamente se elija alguien de otra Iglesia cuando en la ciudad para la cual se busca un obispo no se encuentra nadie que sea digno de ser consagrado (que no creemos pueda suceder)?? 2

Durante 1000 años la Curia romana luchó con el fin de que el papa nombrase a todos los obispos destruyendo todas las costumbres contrarias. Fue una lucha larga y persevante. Hasta mediados del siglo XIX el papa nombraba pocos obispos. Sin embargo, después del Vaticano I la Curia luchó para centralizar en Roma todos los nombramientos episcopales.

El instrumento fundamental de esa lucha fue el Código de Derecho Canónico de 1917, hecho por el Cardenal Gaspari con la colaboración decisiva de don Pacelli, futuro Pío XII, que dedicó sus mejores años a la confección de ese código. El alma del código es el artículo que reserva los nombramientos episcopales al papa, esto es, a la Curia, ya que, el papa no tiene condiciones para apreciar las cualidades de todos los candidatos. Después de 1917 Roma luchó dramáticamente para que el Código fuese aplicado en todos los países. Fue demostrado que lo que motivó el caso trágico del Concordato firmado con Hitler en la Alemania de 1934, fue la voluntad de imponer a la Iglesia alemana el nombramiento de los obispos por Roma. Para conseguir ese fin la Curia hizo acuerdo con Hitler y, de esa manera, desmovilizó a la Iglesia alemana, sacándole todos los medios de combate contra el régimen nazista. Para defender el Código, los católicos alemanes fueron condenados a la sumisión. Por otra parte, decenas de miles de militantes católicos fueron muertos por causa de su militancia, no recibiendo apoyo de la jerarquía condenada al silencio, para ser coherente con el Concordato.

Ese fue uno de los dramas provocados por la voluntad de poder de la Curia romana, representada en aquel tiempo por el secretario de Estado Pacelli 3
La Curia sabe que el nombramiento de los obispos es la base de todo el sistema de centralización. La Curia escoge como obispos a las personas que incondicionalmente se someten a ella y están dispuestas a practicar esa manera de ejercer la función episcopal.
Si los obispos fuesen escogidos por las Iglesias locales, todo cambiaría. Esos obispos se sentirían responsables delante de las Iglesias que los escogieron, serían representantes de su pueblo, con sus defectos y cualidades. Ellos traerían hacia dentro de la Iglesia los problemas del mundo tales como ellos son sentidos localmente, de modo concreto y no abstracto, a través de periódicos y comunicados de prensa. La clave de la aproximación de la Iglesia con el mundo está en el nombramiento de los obispos 4.

La elección de los obispos por las iglesias locales sería inevitablemente un primer paso en la descentralización de los poderes en la iglesia. Es justamente eso lo que la Curia más teme. Por eso la cuestión fundamental para el futuro del pueblo de Dios en la circunstancia actual es el nombramiento de los obispos.
Puede ser que en otras épocas los obispos nombrados por Roma fuesen mejores que los obispos electos localmente ¿Sería éste el caso hoy? Lo que vimos de los nombramientos escandalosos ya constituye una advertencia. Pero lo que nos permite un discernimiento más equilibrado es la observación de los resultados: ¿qué hacen y no hacen los obispos nombrados por Roma? ¿Cuál es, en el momento actual, el sistema de nombramiento episcopal que más responde a las exigencias de los tiempos? Para nosotros el principio es: ¿cuáles serán los obispos más inclinados a defender las causas de los pobres y de los oprimidos, a hacer la opción evangélica por los pequeños y humildes, incluso sacrificando para eso posibilidades de poder o de grandeza temporal?
Ahora bien, a lo largo del último siglo los obispos nombrados por Roma no fueron mejores que los otros. Por el contrario. Citemos, por ejemplo, el trágico caso de Alemania, donde la defensa de los nombramientos episcopales llevó a un desastre: la Iglesia alemana estaba dispuesta a luchar contra el nazismo, pero fue desautorizada por la política romana que quería el poder romano antes de todo. Los primeros obispos nombrados en virtud del Concordato fueron justamente más débiles frente al nazismo. Es lícita la pregunta: ¿Será éste un caso único?

Tomemos, por ejemplo, otro caso proveniente de América Latina. Es verdad que Roma nombró una serie de obispos que más tarde protagonizaron Medellín. Sin embargo, esos obispos fueron combatidos, desautorizados y substituidos por otros, que seguían exactamente el camino inverso. El caso de Recife es ilustrativo, pero también el caso de Sao Paulo, Santiago, Lima, San Salvador. Todos los obispos que constituyeron la generación de los Santos Padres de América Latina fueron reprendidos, advertidos, castigados, desautorizados o simplemente despedidos. Recordemos Riobamba, Cuenca, Puno, Puerto Montt, San Cristóbal de Las Casas, Valdivia, Sao Felix do Araguaia, Mariana, Catanduva, Blumenau para citar algunos casos más notorios.
No falta quien encuentre que, en estos últimos años, Roma intensificó el nombramiento de obispos que son buenos agentes de la centralización romana, buenos administradores según el Código de Derecho Canónico. Su programa es, en el mejor de los casos, administrar, sirviéndose también de un marketing modernizado. Es evidente que aun hay excepciones porque los nuncios pueden errar, como ellos mismo reconocen 5.

En el pasado reciente Roma buscó alianza con todos los gobiernos que se decían católicos, por más opresores que fuesen, y escogió obispos en función de ese criterio. Por ejemplo, la Curia romana hizo alianza con Pinochet. El sistema actual lleva a eso. Son las exigencias diplomáticas: El Estado del Vaticano no puede emitir críticas abiertas contra cualquier régimen junto al cual mantiene una representación diplomática. Y los obispos ¿cómo quedan? Deben quedarse callados para no complicar la diplomacia.

De esto podemos concluir que el sistema actual no ayuda a los pobres; muy por el contrario. En la actualidad la gran preocupación de la Curia romana parece que no son los pobres, pero sí el poder de la Iglesia, poder adquirido especialmente por los acuerdos con gobiernos o con las elites económicas. En Europa ya no importa mucho lo que viene sucediendo, porque todo está consolidado y no va a cambiar más. Pero en el tercer mundo, donde el gobierno es el enemigo mayor de los pobres, eso tiene repercusiones. Se impide que la Iglesia pueda hablar, así como Pacelli impidió que los obispos alemanes hablasen contra el nazismo cuando aún era tiempo.
La administración vaticana no puede desear que sea escuchada la voz de los pobres. Ella quiere la preservación del statu quo eclesial y de la colaboración con los poderes. El sistema de nombramientos procede de ese principio. Una condición para ser obispo es no haber tenido nunca un conflicto con las autoridades, por más opresoras que sean, y tener buenas relaciones con los poderes establecidos, aunque atenten contra todos los derechos humanos.

Claro que si el modo de escoger a los obispos fuese otro, el clero o el pueblo de América Latina podrían errar y escoger obispos incapaces. Sin embargo, dada la situación actual, hay menos probabilidad de que eso pueda acontecer con un nuevo sistema, toda vez que el sistema actual se reveló un desastre. Por esto, la cuestión de las elecciones episcopales es el centro, el punto crucial, el test decisivo que permitirá juzgar desde el inicio el futuro pontificado.
Que no se diga que la Iglesia no es democrática. No se quiere proponer que se haga la elección de los obispos como se hace la elección de los gobernadores. Hay un amplio consenso en reconocer que el método actual de elegir la representación nacional en la sociedad civil no funciona bien y necesita ser corregido. No se trata de introducir en la Iglesia métodos de la sociedad civil que se revelan deficientes, sino de partir de la propia experiencia eclesial.

El obispo de Roma es elegido y no nombrado por el antecesor. ¿Por qué los otros obispos no pueden ser también elegidos? Existen varios métodos de preparación y de realización de una elección. Antes que nada es indispensable que el proceso sea abierto y transparente: el pueblo debe saber cuáles son los candidatos y debe poder presentar candidatos. Antes del nombramiento se pueden hacer sondajes, examinar los méritos de cada candidato. Puede haber también una instancia de electores; así como hay cardenales para el papa, puede haber cardenales en cada diócesis. Finalmente, la elección sería sometida al consenso de la Santa Sede para saber si hay objeciones y para colocar el nuevo obispo electo en la comunión de la colegialidad episcopal 6.
Todas las etapas del proceso deben ser abiertas, claras, sin secretos. El secreto al cual la Curia romana parece tan apegada no combina con la mentalidad de un pueblo ya formado, desarrollado. El secreto es el arma de todas las dictaduras que lo practican y lo defienden con celo. Exigir secreto en la Iglesia es señal de dictadura. El secreto no fue instituido por Jesús. Fue introducido para imitar los métodos de las dictaduras. Por eso otro test que permitirá conocer la orientación del nuevo papa será el test del secreto. 7