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(.. y, por tanto, alejándose del Evangelio)
Prometí el otro día escribir la 3ªparte de este largo artículo, y lo anuncié con el siguiente contenido, que bien puede ser el título, aunque lo tendré que recortar: «momentos cruciales en los que se ha ido dando, o, incrementando, ese viraje a la religiosidad natural». La tesis fundamental de este artículo, siguiendo la lúcida crítica-denuncia de Aradillas sobre «esta» Iglesia que se acaba, es que en los momentos cruciales de cambio de los «signos de los tiempos», la Iglesia, no como «Misterio de salvación en el mundo», sino en su lado Institucional y organizativo, es decir, en el ejercicio desarrollado por la Jerarquía de la Iglesia, ésta no fue virando en la dirección del Evangelio, es decir, respetando en la realidad, no en la teoría, la Revelación, sino hacia el lado de la Religión, de la religiosidad natural Lo vamos a ver en los siguientes pasos, o momentos.
1º Paso: Salida de la persecución, e inicio de la organización eclesial (siglos IV-V)
Como recordé en la primera parte de esta entrada, la Iglesia dejo de ser perseguida a partir del Edicto de Milán, del emperador Constantino, año 303, y fue declarada religión oficial del Imperio Romano en el Edicto de Tesalónica, de Teodosio, el año 390. En ese momento sí que «los signos de los tiempos» cambian radicalmente para la Iglesia.
Hasta ese momento la comunidad cristiana había sido mas que razonablemente fiel al evangelio, y acabó convirtiendo a la mayoría de las gentes del Imperio por esa fidelidad, sobre todo en dos puntos: la defensa de su fe, hasta el martirio, y el cumplimiento del amor al prójimo, hasta ser motivo de comentarios favorables y admirados por parte de los gentiles, hasta terminar éstos por reconocer con admiración, «¡mira cómo se aman!». en los momentos de persecución y de zozobra habían practicado hasta el heroísmo uno de los polos de la antinomia que más arriba señalé: el hacer la ruptura con la cultura y los valores mundanos de la época, unos tiempos, no lo olvidemos, de esclavitud, de brutalidad, y de desprecio por la vida de los demás. Con el amor al prójimo y el martirio los cristianos consiguieron encajar los dos lados aparentemente contradictorios: la fidelidad a los signos de os tiempos, y la denuncia, hasta llegar ala ruptura, de los valores sociales dominantes. Y en ese estilo de vida no hicieron ninguna concesión a una deriva hacia la religiosidad natural, sino fueron enormemente coherentes con los principios de su Revelación.
Esa actitud ejemplar y coherente con la fe se empieza a agrietar al final del siglo IV. Hay que reconocer, en honor a la verdad y a la lógica de los acontecimientos, que los encargados de las comunidades, los jerarcas de un incipiente clero, se encontraron con un problema de difícil solución: el decreto de Teodosio, él mismo cristiano, y miembro activo de la comunidad, pretendió ser constituirse en un gran favor para la nueva Religión oficial, pero significó un tremendo escollo y obstáculo.
Nadie podía ser bien visto si se mantenía, públicamente, ajeno a las nuevas creencias, y, lo que era peor, nadir podía pretender ser funcionario romano sin bautizarse. Y no había ni mucho tiempo, ni personal suficiente, para esa tarea. Así que fue decayendo una de las joyas de la comunidad cristiana de los primeros tres siglo y medio: la catequesis, y la plena consciencia con la que los catecúmenos llegaban al Bautismo. Esto significó un escollo insalvable, que, desgraciadamente, ha llegado, con diversos altibajos y alternativas, hasta nuestros días.
En esos largos años, casi un siglo, hasta la muerte del San León Magno, año 461, las dificultades anunciadas en el párrafo anterior fueron derivando, hasta los que yo llamo la gran traición: los cristianos fueron adaptándose a los «signos de los tempos» sin provocar el enfrentamiento contra los valores dominantes del esos siglos turbulentos, cayendo, poco a poco, en una relajación cada vez ma´s alejada de los valores evangélicos.
Y, no sabemos exactamente en qué fecha, pero es por esta época, cuando «seducidos por las facilidades de este mundo» , como había alertado San Pablo a sus comunidades el siglo primero por muchos menos motivos, y admirando el brillo social del aparato religioso clásico, cuando en todo el Nuevo Testamento (NT), ni un solo cristiano había sido denominado sacerdote, -calificación reservada a los sacerdotes judíos del templo de Jerusalén, y a los paganos de las diferentes dioses del Imperio, y título reservado exclusivamente a Jesucristo, «Sumo y Eterno Sacerdote» (esta es la tesis de toda la carta a los Hebreos), por fin en la comunidad cristiana entra el concepto, y oficio, y control, y poder de los «sacerdotes», hasta ese momento llamados, simplemente, «presbíteros», presidentes de las comunidades, o «epískopos», encargados y responsables de las mismas. Por fin se había perpetrado la gran traición, con el resultado del nacimiento de un aparato clerical cada vez más poderoso, hasta llegar a serlo del todo, es decir, verdaderamente «todopoderoso».
Este proceso culminó en la figura de San León Magno, gran pontífice desde los postulados históricos convencionales, pero nada coherente con la predicación y los hechos de Jesús, con su famosa observación, «los que gobiernan las naciones dominan a las gentes, y abusan de ellas, y viven en los palacios: con vosotros, que no sea así». Es decir, que no caigáis en la tentación del poder.
Con León Magno el matrimonio de la Iglesia Institución con el poder se consuma: se impone a los Patriarcados (Jerusalén, Antioquía, Alejandría, y Constantinopla), que hasta entonces habían sido considerados iguales en jurisdicción y servicio al de Roma, siendo éste homenajeado cortésmente, pero sólo con cortesía, como «primus inter pares», (primero entre iguales), impulsando el primado de la sede romana; se convierte, desde su encuentro con Atila, y después en Roma con los vándalos de Genserico, en la principal referencia del poder político en Europa, y, para rematar el parecido y la grandeza de su pontificado, asume el título de «Pontifex máximus», que ya había sido abandonado por los emperadores. Y si es verdad que el Imperio Romano de occidente no cae hasta el año 476, con Odoacro, el pontificado del papa romano ya se había auto proclamado su guardián y sucesor.
(Lo siento, pero tendré que continuar).
Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara