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La educación para la ciudadanía como educación en valores -- Ramón Gil Martínez

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Ramón Gil Martínez es miembro del Seminario Permanente del Foro Ignacio Ellacuría,
doctor en Ciencias de la Educación y catedrático de Filosofía en el I.E.S. «Mariano Baquero Goyanes» de Murcia. Es autor de diversas obras sobre educación en actitudes y valores

1. LA EDUCACIÓN EN VALORES UN RETO EDUCATIVO ACTUAL

La educación en valores no sólo es función del sistema educativo. Se hace en la familia, en las asociaciones políticas y culturales, en las comunidades religiosas, en los movimientos y asociaciones juveniles, en los medios de comunicación social, etc. Pero lo cierto es que el sistema educativo no puede desentenderse hoy de la formación de buenos ciudadanos, y por ello de la educación en actitudes positivas a unos valores que promueven la autonomía personal, la pluralidad y la convivencia democrática.

En la educación para la ciudadanía, desde la educación en valores, se trata de hacer viva y real una ética cívica de mínimos que comprenda los valores básicos que toda persona debe tener ya que, de lo contrario, manifiesta un déficit de humanidad, y que en toda sociedad tienen que estar presentes porque su ausencia impide el respeto a la dignidad humana y vulnera el ejercicio de los derechos humanos.

Es obvio que en la actualidad los padres y los profesores no tienen el poder y la influencia para transformar en moral una sociedad inmoral; es ingenuo pensar así. Pero también es cierto que los padres, el sistema escolar y cada uno de los profesores son corresponsables en la construcción de una sociedad más humana y más justa, y a ello tienen que comprometerse con ánimo renovado y con tesón.

En la convivencia familiar los padres y en la tutoría y en el aula los profesores pueden generar acciones para que los alumnos clarifiquen sus valores o para que desarrollen su juicio moral, o para que estén dispuestos a dialogar con los demás cuando con ellos tengan un conflicto de intereses, buscando entre todos la norma más justa para resolver el conflicto, o para que efectivamente sus actos sean coherentes con sus juicios sobre lo que debe ser hecho. Si se consigue que algunos alcancen cualesquiera de esas metas, entonces todos los esfuerzos de padres y profesores se verán compensados, pues no podemos olvidar que desde las personas concretas han de ser cambiadas las anónimas estructuras sociales.

Pero, ¿qué entendemos por valores y por actitudes? Hemos de afirmar, en primer lugar, que los valores no son ficciones, objetos de la imaginación, pertenecientes, por tanto, al mundo de la fantasía. Pertenecen, ciertamente, al mundo de lo real. Son realidades enraizadas en nuestra cultura. Desde ellos pensamos, actuamos, decidimos y damos explicación y coherencia a nuestra vida. Real no es sólo lo empíricamente observable, medible o cuantificable. Hay otras realidades que sin ser materiales no dejan de ser reales y existentes. Así la cultura, los ideales, el amor y el odio, la solidaridad y la insolidaridad, la justicia y la injusticia…

En esta misma línea el profesor Escámez (1998) sostiene que los valores son cualidades reales de las personas, cosas, instituciones y sistemas. «Cualidades reales como la veracidad en una persona o en un periódico, la belleza en un cuadro o en un paisaje, la eficacia en una universidad o en una empresa, la imparcialidad en un juez o en un sistema judicial. Son cualidades reales, y por eso nos atraen, las preferimos, y exigimos su presencia cuando no están o se manifiestan las cualidades contrarias. Son cualidades reales, aunque inmateriales, como también son reales, aunque inmateriales, los problemas, las teorías científicas, los números o la temática de una novela».

El término valor significa todo aquello que es capaz de romper nuestra indiferencia; aquello que responde a nuestras tendencias e inclinaciones; y lo que destaca por su perfección o dignidad. Los valores y los sistemas de valores son siempre dinámicos y plurales, con la misma dinamicidad y pluralidad que el hombre concreto y real a quien hacen referencia. Los valores los entendemos como formas ideales de vida, como creencias básicas que en última instancia explican la conducta de un individuo y de una sociedad. Realidades inmateriales, pero tan reales como el aire que respiramos. Sin ellos no podría entenderse la multiplicidad de culturas en sus costumbres, tradiciones e instituciones, como distintas formas de realización personal y colectiva.

Entendemos pues los valores como cualidades que nosotros ponemos en las cosas y, además, como creencias básicas a través de las cuales interpretamos el mundo y damos significado a los acontecimientos y a nuestra propia existencia.

A nuestro juicio, los valores son el punto de partida y el resultado de un proceso prioritario de interpretación significativa de la realidad; son el origen del sistema articulado y armónico de los motivos, criterios y normas, modelos y proyectos personales de vida; son, en definitiva, las premisas inspiradoras, los polos de referencia unificadores de la conducta madura a la que tiende la educación.

Por su parte las actitudes, en cuanto disposiciones relativamente estables a realizar determinadas conductas, expresan los distintos modos de situarse el individuo ante los valores de la realidad y de la vida. Una actitud es un sistema estable de percepciones y evaluaciones, de sentimientos y emociones, de tendencias a la acción, organizado en relación a una situación significativa o a un objeto propuesto.

Las actitudes se derivan, de alguna manera, de los valores e inspiran, dinamizan y orientan la conducta, comunicándole precisamente dirección, sentido, tensión y fuerza. Y tienden a que el educando realice todo esto de modo autónomo (capacidad de decidir y escoger la conducta, sin depender necesariamente de las circunstancias del momento); coherente y constante (capacidad de mantener en la conducta una dirección y un sentido constante de cara a los objetivos fijados); oportuno (capacidad de evaluar, decidir y reaccionar con economía de tiempo y medios, evitando la indecisión y la insignificancia operativa); fácil (capacidad de aprovechar la aportación de los recursos internos en la dirección deseada, con rapidez y coherencia). Constituyen, por así decirlo, la «vía operativa» de plasmación de los valores en una determinada conducta.

El paso a la acción desde los valores no se produce de modo directo, sino a través de la mediación que proviene del desarrollo de actitudes fundamentales y derivadas. Estas constituyen el momento del paso de la consideración de los valores al desarrollo de modelos privilegiados de conducta. Tales actitudes están constituidas y sostenidas por percepciones orientadas, por evaluaciones y reacciones afectivas, por opciones racionales y por conatos volitivos fijados en modelos precisos de conducta.

¿Por qué educar en valores? Los valores juegan un papel central en el dinamismo de la personalidad como metas de autorrealización personal, como ideales que regulan los comportamientos individuales o colectivos, como marcos de conocimiento desde los que nos percibimos a nosotros mismos y a los demás, o como análisis de las situaciones en las que vivimos para decidirnos por un tipo de acción o por otro.

Tanto la familia como las instituciones educativas deben plantearse, en una época de confusión valoral como en la que vivimos, ayudar a los jóvenes a identificar y clarificar sus propios valores para que tomen decisiones auténticamente suyas. Consideramos que éste es uno de los grandes retos de la educación de nuestro tiempo.

La prosperidad económica no es suficiente para alcanzar el bienestar personal y social. Éste sin la justicia, la tolerancia, la solidaridad, sin la presencia operativa de los valores fundamentales es una quimera. La vertebración afectiva que se produce en los educandos, a través de los procesos de enseñanza-aprendizaje de los valores, es más importante que la modificación informativa producida con la sola transmisión de los conocimientos.

El ser humano no sólo es un animal racional y un ser pensante. También es un ser que sufre y goza; es afecto, emoción, y no sólo inteligencia. Contemplar el mundo de los valores como componente esencial de la acción educativa no significa ninguna condescendencia o moda pasajera, sino reivindicar una educación de la totalidad de la persona.

En el ámbito escolar es preciso aclarar que educar en valores no puede confundirse con la simple inculcación y, menos todavía, con el adiestramiento, con la adoctrinación o la manipulación. A nuestro juicio, son los propios alumnos quienes han de formar su propio sistema de valores. Los profesores y demás educadores, a través de diversas actividades, tienen la función de ser facilitadores del proceso para que cada alumno clarifique y organice sus preferencias, reflexione y analice si son compatibles entre sí y descubra las consecuencias que se derivan de sostener unas y no otras.

La enseñanza-aprendizaje de actitudes positivas hacia los valores no debe identificarse de manera exclusiva con la mera transmisión de ideas, conceptos y saberes. Es otra cosa, reclama y exige la referencia a la experiencia. Si no podemos acompañar con la experiencia la enseñanza de los valores nuestra acción no dejará de ser como un discurso vacío e inoperante.

En consonancia con lo que acabamos de exponer, entiendo que la función principal de la escuela, en nuestros días, no debiera ser la de una mera reproducción mecánica de la sociedad y de la cultura establecida, sino la creación de actitudes críticas y transformadoras, generando valores de convivencia, tolerancia y solidaridad. Aceptado este principio general, es evidente que maestros, profesores y educadores se convierten en agentes privilegiados, no únicos, en la creación de valores y de actitudes positivas para la convivencia democrática. Los educadores deberían ser textos vivos de valores cívicos y agentes primordiales de esa tarea socializadora en actitudes solidarias y tolerantes. El niño y el adolescente tienden a identificar la experiencia de un valor con el modelo más cercano, padres, educadores, maestros y compañeros de su entorno. Se sentirán más atraídos para la adquisición de una conducta valiosa si la ven asociada a referentes significativos como son, sin duda, sus educadores.

Descendiendo al terreno concreto que nos ocupa, el de «la educación para la ciudadanía», tanto en el ámbito familiar como en el escolar, considero que su finalidad básica ha de ser la de formar buenos ciudadanos y personas que sepan vivir en comunidad, con una idea clara de los valores que se sustentan en los Derechos Humanos y que están presentes, de alguna manera, en nuestro ordenamiento constitucional democrático, que respeten las normas justas de convivencia, que sepan razonar críticamente sobre los problemas éticos y sociales que nos afectan y participen activamente en el logro del bien común.

2. LA EDUCACIÓN PARA UNA CIUDADANÍA CRÍTICA Y PARTICIPATIVA

El objetivo prioritario de la educación para la ciudadanía debería ser el logro por parte de los educandos de un sentimiento profundo de unión con los demás individuos, en el reconocimiento de una misma condición humana con unas exigencias fundamentales.

Conseguir que los educandos se sientan ciudadanos implica la superación de una aceptación pasiva de la ciudadanía. El ciudadano no puede ser un simple sujeto pasivo, acreedor de unos derechos cuyo responsable y garante único sea el estado. El ciudadano tiene una serie de obligaciones que se hacen imprescindibles para una convivencia pacífica y justa y para que los mismos derechos puedan llegar a todos los individuos (Camps y Giner, 2000).

Los derechos individuales sólo pueden protegerse si los ciudadanos, además de presentar exigencias, también están dispuestos a la aceptación de sus responsabilidades. La única forma de conseguir el respeto a los propios derechos individuales es participando activamente en la comunidad política a la que se pertenece y en la comunidad internacional. Sólo así es posible superar las patologías de una ciudadanía débil y transformarla en una ciudadanía con poder suficiente para exigir lo que le corresponde frente a los poderes económicos y políticos, ya sean nacionales o internacionales.

Sólo a través de la construcción de una opinión pública civil es posible pasar de un mundo de preferencias individuales a la voluntad común de quienes afirman: «queremos que nuestro mundo sea así». La defensa de los derechos individuales resulta imposible si los ciudadanos se aíslan de los demás y no construyen redes sociales en las que se produzcan la deliberación y la acción en común.

A pesar de los obstáculos, el futuro de nuestra vida y de nuestras comunidades depende, en gran medida, de lo que cada uno vayamos haciendo. Es necesario implicarse porque la tarea es volver a tejer el tejido social que el neoliberalismo está desgarrando. «Cada uno de nosotros puede convertirse en la urdimbre de la trama. Cada puente que se construye, cada canal que se excava, cada sendero que se pisa va hacia alguna parte y contribuye a volver a crear el paisaje humano» (Escámez y Gil, 2002).

La dignidad humana, tan querida de la ética moderna, implica el deber de dirigirnos desde la condición de súbditos a la de ciudadanos, pasar de ser manipulados a ser actores de nuestro propio futuro. Todo el mundo puede participar en el refuerzo de la democracia local, nacional y estatal, en la creación de instituciones y redes sociales diversas para el análisis de los problemas sociales y la acción conjunta de los miembros de la sociedad, en el establecimiento o apoyo de economías alternativas a los circuitos comerciales de las grandes empresas, en la promoción de asociaciones ciudadanas para el ocio, la cultura, el deporte, el acondicionamiento del barrio y, en definitiva, para la consecución de todas las metas que las necesidades o la creatividad de los ciudadanos puedan proponer.

La tarea más difícil probablemente seguirá siendo crear una globalización alternativa, lo que se está empezando a llamar globalización cooperativa. Tal concepto significa no un regreso ni una huida a lo local, sino un esfuerzo por reconstruir una economía y una política de abajo arriba, con el objetivo de unas sociedades más saludables y equitativas.

La identidad de todos los seres humanos en estar dotados de Logos o Razón y la diversidad en los demás aspectos originan la pertenencia de cada ser humano a dos comunidades, la comunidad local y la comunidad de todos los hombres, la pertenencia a una comunidad política, dotada de unas leyes y unas costumbres, y la pertenencia a una comunidad universal. La doble pertenencia por la que somos ciudadanos de una determinada patria y a la vez ciudadanos del mundo.

El primer valor en el que tiene que centrarse la educación para una ciudadanía crítica y participativa es la dignidad humana, que hoy se emplea en sentido universalista e igualitario. Cuando se habla de la dignidad de los seres humanos, el supuesto subyacente es que todas las personas, sean cualesquiera sus condiciones individuales, culturales, étnicas o económicas comparten tal dignidad. ¿En qué consiste esa cualidad o valor que llamamos «dignidad» de la persona?

En la condición de agente racional capaz de dirigir su vida. En otros términos, la persona humana tiene la capacidad de encontrar la verdad por sí misma y la capacidad de dirigir su vida según principios morales. De ahí que las personas humanas, cada persona humana, tengan dignidad y no precio (de acuerdo a la conocida expresión Kantiana). La dignidad como valor consiste en esas capacidades que comparten todos los seres humanos, al menos potencialmente.

El descubrimiento de la humanidad en cada persona significa reconocer su dignidad como un valor que le pertenece y que impone la obligación moral a los demás y a las instituciones sociales de respetar la integridad de su vida, al igual que su autonomía moral y política. La dignidad de cada una de las personas, el acercamiento individual que hace a la verdad y la dirección que imprime a su vida y a la construcción de su personalidad, hace de cada sujeto humano un ser único e irrepetible. El respeto a la realidad de cada persona, como alguien insustituible, necesariamente tiene que conducir al cuidado propio y de las demás personas como objeto de nuestros desvelos.

La educación política tiene que alcanzar su verdadero rostro haciendo que todo ciudadano, por modesto que sea el papel social que desempeña, se sienta responsable del destino futuro de la humanidad y de toda vida en este planeta que llamamos Tierra. Actualmente es necesario superar la visión de la soberanía nacional de los Estados en aquellas cuestiones que afectan a la supervivencia del género humano. Desde el valor de la solidaridad entre los pueblos y las generaciones se está articulando una teoría de la ciudadanía del mundo, que pone de manifiesto que los bienes del universo son propiedad de las personas que lo habitan y, por lo tanto, tienen que ser universalmente distribuidos, sin la exclusión de nadie.
El respeto auténtico a la vida, especialmente a la vida humana, se tiene cuando en cada persona se percibe la presencia de la humanidad entera.

En un planeta de más de seis mil millones de habitantes, con ciudades enormes, tenemos el peligro de reducir las personas a un número molesto. Frente a ello, la dignidad humana en cada persona muestra su carácter de única, no permutable por ninguna otra, que nos demanda el cuidado responsable por ella. Mi responsabilidad por el otro es la responsabilidad de una persona única por otra persona única. Me vea o no, sea pariente o no, sea de mi país o no, tiene que ver conmigo, tengo que responder de ella. Esa es la actitud moral de respeto a la persona que ha sido denominada «compasión». Es la actitud del cuidado ante el sufrimiento de cada individuo, con un dolor intransferible, ajeno a toda abstracción.
El PNUD afirma que el consumo desenfrenado aumenta las diferencias entre ricos y pobres. Esta «grosera desigualdad de oportunidades de consumo ha excluido a más de mil millones de personas, que ni siquiera pueden satisfacer sus necesidades básicas». Alguna inversión de hábitos tendremos que hacer quienes nos llevarnos la parte del león, si de verdad queremos ser solidarios con quienes se reparten la parte del ratón.

El ejercicio de una ciudadanía responsable abierta al bien de la humanidad exige ponerse en el lugar del otro (Escámez y Gil, 2003). Esta habilidad consiste en la capacidad de penetrar en el mundo subjetivo de los demás y poder participar de sus experiencias. Se trata de ver el mundo como el otro lo ve. Para ello hay que captar no sólo el nivel verbal de contenido intelectual, sino lo que hay detrás de las palabras y los gestos: la situación personal afectiva y emotiva del otro. Tenemos que ver a los demás como portadores de sentimientos, además de portadores de ideas.

Se trata de la comprensión y aceptación del otro, quien no es evaluado desde fuera, sino desde dentro de él; como él se ve y se siente. Cuando lo aceptamos positivamente tal como es, entonces estamos reconociéndole como persona, y no como un objeto o cosa. Es captar y aceptar la subjetividad del otro sin reducirla a nuestra experiencia, es eliminar los juicios previos que podamos tener hacia los demás. Nuestra mirada al otro, sincera y limpia de prejuicios, hará que él no nos vea como una amenaza. Así, permitimos al otro reconocer que el centro de responsabilidad de su vida recae sobre él y le pertenece. Se trata de acercarse al otro sin intención posesiva, respetando todas sus potencialidades como individuo autónomo.
La ausencia del reconocimiento del otro, tal como él se siente, imposibilita la genuina comunicación humana, la comprensión mutua y la cooperación en proyectos y acciones conjuntas que solucionen la convivencia.

Aquel con quien nos comunicamos y vivimos no es un algo que podamos diseccionar, estudiar, guiar y, a veces, manipular; es un alguien con sus pensamientos, sentimientos y proyectos de vida únicos, a quien tenemos que comprender y con quien tenemos que colaborar en la búsqueda del significado de todo aquello que nos rodea, en la toma de decisiones y en las acciones para encontrar la solución a los retos de nuestro medio.

En definitiva, construir una ciudadanía crítica y responsable, abierta al bien de la humanidad, implica un serio compromiso de todos y de cada uno en nuestra vida cotidiana, en nuestra familia, en nuestro trabajo, en nuestra comunidad y en nuestro país para:

— Respetar la vida y la dignidad de cada persona sin discriminaciones ni prejuicios.
– Rechazar la violencia. Practicar la no-violencia activa en todas sus formas.
— Practicar la generosidad. Compartir nuestro tiempo y nuestros recursos materiales con espíritu de generosidad, para acabar con la exclusión, la injusticia y la opresión política y económica.
— Escuchar para comprender. Defender la libertad de expresión y la diversidad cultural, dando siempre preferencia al diálogo y la escucha, en lugar del fanatismo, la difamación y el rechazo de los otros.

— Preservar el Planeta. Fomentar un comportamiento responsable de los consumidores y el desarrollo de unas prácticas que respeten todas las formas de vida y preserven el equilibrio de la naturaleza en todo el planeta.
—Reinventar la solidaridad. Contribuir al desarrollo de nuestra comunidad con la plena participación de hombres y mujeres y el respeto de los principios democráticos, para crear entre todos nuevas formas de solidaridad.

En la actualidad observamos una situación social preocupante debido al fortalecimiento de un individualismo radical, la valoración creciente de las cosas y de las personas de acuerdo a su rentabilidad y la pérdida del sentido de pertenencia a una vida en común de bienes, relaciones afectivas y proyectos compartidos. Por ello, y en consonancia con lo escrito en las páginas anteriores, hemos de tomar conciencia de que somos conciudadanos fortaleciendo un doble vínculo: el de la comunidad hacia sus miembros, protegiendo realmente sus derechos individuales, y el de los ciudadanos hacia su comunidad, ejercitando sus competencias para el bien común.

Y puesto que somos conciudadanos:
– Tomemos conciencia de que vivimos en un mismo mundo y debemos trabajar por la justicia, la libertad, la paz y la felicidad de todos.
– Aceptémonos como diferentes, pero iguales en dignidad y derechos.
– Construyamos un mundo sin barreras ni fronteras.
– Pongamos los cimientos de una humanidad de la que se erradiquen para siempre la explotación, la opresión y la discriminación.

– Convirtamos nuestras manos cerradas en manos tendidas para ayudarnos y para trabajar juntos.
– Aprendamos a respetar y a proteger el medio ambiente.
– Alentemos la esperanza de llegar a ser un día más libres e iguales.
– Aliviemos el sufrimiento humano y pongamos cuanto esté de nuestra parte para que las lágrimas se tornen sonrisas, la tristeza se torne alegría y las amarguras se tornen ilusiones.
– Aparquemos de una vez la injusticia, el egoísmo, la ambición y la codicia, viviendo intensamente los valores de la solidaridad, la tolerancia y el diálogo.
– Integremos adecuadamente los derechos de los individuos que han de ser protegidos y los deberes que todos tenemos para con la comunidad.

3. VALORES Y ACTITUDES PARA LA EDUCACIÓN DE LA CIUDADANÍA

La reflexión ética de nuestro tiempo ha puesto de manifiesto que determinados valores y actitudes son los anclajes de una ciudadanía vigorosa y competente. He aquí algunos de los valores y actitudes que a mi juicio tienen especial relevancia en la educación para la ciudadanía:

Los valores y las actitudes que acabamos de explicitar constituyen los mínimos para garantizar una convivencia democrática de verdadero rostro humano en la vida social y política. De tales valores podemos dar una fundamentación racional, desde la dignidad de la persona, y podemos exigir su respeto y promoción sean cualesquiera los otros valores que nos diferencien a unos ciudadanos de otros, de tal manera que pueden ser considerados como verdaderos valores sociomorales.

A nuestro juicio ninguno de los contenidos expuestos entra en conflicto con la moral cristiana. Se trata de planteamientos respetuosos que permiten una adaptación a las creencias de las familias y a los diversos idearios de los centros educativos. Desde esta perspectiva entendemos la educación para la ciudadanía como un apoyo a la insustituible labor de los padres en la educación de ciudadanos responsables, que sepan vivir en comunidad y sean capaces de situarse críticamente ante los modelos de vida consumistas, individualistas y excluyentes en los que hoy nos movemos.

En un contexto social, como el nuestro, en el que se generan mentes y voluntades sumisas y pasivas, en el que los individuos corren el peligro de convertirse en clientes y consumidores, resulta evidente la urgencia de emprender una educación en valores y actitudes que genere, como pilar básico de la convivencia, un tipo de ciudadano:

Con vocación a ser, más que a poseer; que actúe y sea reconocido como sujeto.
Situado en un proceso de construcción personal y de concienciación progresivo y permanente.
Crítico y reflexivo, que analice en profundidad la realidad en la que vive.
Situado en un proceso de liberación personal y estructural; que conozca, acepte y supere sus propios condicionamientos, y que se comprometa en el cambio y construcción de una sociedad más justa y más solidaria.

Para el cual la liberación de los demás sea el punto de referencia de la suya propia.
Que sea sujeto y protagonista de la Historia en lugar de ser arrastrado por ella.
Solidario, enraizado en su comunidad inmediata que da sentido a su personalidad y a su esfuerzo, y comprometido en la construcción de relaciones de igualdad y reciprocidad con los demás; y, dada nuestra interdependencia, abierto al bien de la humanidad.
Comprometido en un estilo de vida por el que ha optado libre y conscientemente a partir de las actitudes y valores que la historia humana va descubriendo como creadores de persona y de comunidad.

Consciente de su poder de transformar la naturaleza, pero con una actitud vital de respeto que impida su destrucción.

4. LA TOLERANCIA COMO RESPETO ACTIVO A LA DIFERENCIA

La educación para la ciudadanía deberá promover la actitud de la tolerancia en los educandos, colaborando a que descubran, al enfrentarse al hecho de la diferencia, la radical igualdad y dignidad entre los seres humanos. Y en consonancia con ello rechacen toda forma de discriminación por razones de sexo, etnia, estatus social, etc., integrando y valorando a aquellas personas cuyas características peculiares les hacen diferentes. Se hace del todo preciso que tomen conciencia de cómo marginan a los grupos de personas frente a los que sienten prejuicios y de los que se han formado estereotipos, con la finalidad de rectificar y de combatir toda actitud injustamente discriminatoria.

La diferencia es un hecho que está ahí. Fácilmente podemos encontrar individuos y grupos discriminados, marginados o etiquetados en función de un factor diferencial. Todos encontramos en las personas rasgos que las diferencian y en ellos nos fijamos, sin darnos cuenta que por encima de cualquiera de estos rasgos diferenciales sobresale el que define a la persona, su dignidad como ser humano. Dignidad que, desde la perspectiva ética de la Declaración de los Derechos Humanos, compartimos por igual todos los seres humanos. Pero, ¿en qué rasgos nos fijamos para considerar a un individuo o grupo distinto?

DIFERENCIAS POR RAZÓN DEL SEXO.

Circunstancias históricas y culturales han propiciado que mujeres y hombres hayan asumido unos papeles sociales muy arraigados en nuestra sociedad. Pero el que una sociedad haya asignado un papel determinado a un sexo no implica que no se pueda cambiar. La forma tradicional de sexismo en nuestra sociedad es el pensamiento machista que reserva al hombre ciertos trabajos y le otorga más poder y una sensación de superioridad.

En el lenguaje familiar, en los medios de comunicación, en revistas, libros de texto, películas, en los juguetes, etc., se transmiten estereotipos de comportamiento diferenciales, como el varón protector, la mujer guapa y temerosa. Es necesario sacar a la luz todos esos estereotipos, analizarlos y sensibilizamos para poder defendernos de la cantidad de mensajes que nos llegan y que no nos permiten desarrollarnos de manera integral como personas.

DIFERENCIAS FÍSICAS.

Las diferencias físicas se establecen principalmente en función de criterios estéticos. En nuestra sociedad se concede una importancia desmedida a la imagen externa. Los medios de comunicación potencian un cierto ideal físico de hombre y de mujer para triunfar en la vida, según los cánones de belleza del momento, inspirados en el mundo ficticio de las estrellas, que oculta todo lo negativo y está lejano de las dificultades reales de la vida cotidiana. En este marco no es difícil encontrar excesiva ansiedad por el propio atractivo físico en los adolescentes y ciertas actitudes de rechazo a las personas que no reúnen las exigencias de la imagen tipo.

DIFERENCIAS PSÍQUICAS.

Las diferencias psíquicas más frecuentes en la convivencia diaria entre compañeros y compañeras son las que se producen en función del desarrollo intelectual y de la salud mental. Quizá sean las personas que tienen estas diferencias las más etiquetadas por la sociedad, ya que palabras como «tonto», «imbécil», «idiota», «subnormal», etc., se oyen frecuentemente. Las personas con discapacidades psíquicas o físicas requieren de la sociedad algo más que tolerancia, requieren una actitud solidaria por parte de todos para que puedan llevar una vida digna y se les garanticen sus derechos como personas.

DIFERENCIAS POR RAZÓN DE EDAD.

Está de moda lo juvenil auspiciado por los medios de comunicación que genera un culto artificial a lo joven como dinamismo, belleza, energía, éxito, vitalidad y suerte. Se trata de un fenómeno social que utiliza el hecho joven para incitar al consumo y al ocio alienante. Dos consecuencias importantes: Primera, ser viejo no está de moda. El culto a la juventud propicia un rechazo a la vejez, que es ignorada y presentada como un residuo social, improductiva, limitada y triste, algo no deseable. Segunda, la misma juventud adulada es, por otra parte, marginada y su protagonismo se asocia frecuentemente al consumo de drogas, de alcohol, conducción temeraria, etc.; estereotipos que favorecen, sin duda, un considerable rechazo social.

DIFERENCIAS POR ETNIA Y CULTURA.

Etnia y cultura nos permiten hablar de las diferentes culturas, sociedades, religiones, etc., y en especial de las personas gitanas por ser uno de los colectivos con los que nuestra sociedad se muestra más intolerante. Es muy posible que la mayoría de nosotros no considere inferiores a las personas de otras etnias y culturas, pero si profundizamos un poco podemos ver que existen cantidad de prejuicios. Frecuentemente nos fijamos en casos aislados para reafirmar nuestros prejuicios.

DIFERENCIAS POR LUGAR DE PROCEDENCIA.

En este apartado cabe destacar los complejos problemas del fenómeno de la inmigración. Son muchos los prejuicios que se tienen sobre los inmigrantes considerándolos como una amenaza, que quieren quitarnos los pocos puestos de trabajo que hay . Se tiende a mirar sólo los rasgos que nos diferencian, sin darnos cuenta muchas veces que lo más importante son los rasgos comunes que poseemos como seres humanos, independientemente del lugar de procedencia.

Los medios de comunicación, por su parte, más que favorecer la integración contribuyen a reforzar los prejuicios. La inmigración y los inmigrantes se ven asociados casi exclusivamente con sucesos negativos o aparecen vinculados a problemas. La redacción de las noticias propicia la identificación de colectivos enteros con conductas individuales
.
DIFERENCIAS EN FUNCIÓN DE LA TENDENCIA U OPCIÓN SEXUAL.

La discriminación que se sufre por tener una tendencia sexual diferente sigue estando muy extendida en la actualidad. Muchas son las etiquetas, la mayoría despectivas, con las que se señala a estas personas. Existen numerosos chistes que ridiculizan a las personas homosexuales. Ser tolerante implica entender la tendencia sexual desde la privacidad del individuo y desde el respeto a su libertad sin rechazo ni discriminación. De esta manera, muchas personas dejarán de sentirse raras y vivirán sin miedo al rechazo de la sociedad.

DIFERENCIAS POR EL ESTADO DE SALUD.

Ante personas con enfermedades contagiosas como el SIDA se constatan, especialmente, actitudes de miedo y de rechazo. Los prejuicios que se tienen están marcados casi siempre por falta de información, así se suele creer que el SIDA es una enfermedad de drogadictos y homosexuales, que el peligro de contagio es altísimo, etc., generando un rechazo social irracional.

DIFERENCIAS POR CREENCIAS Y OPINIONES.

Encontramos actitudes provenientes de mentalidades cerradas que manifiestan un alto grado de rechazo hacia las ideas en que el sujeto no cree, incapacidad para distinguir entre quien dice las cosas y qué es lo que dice, esto es, tendencia a rechazar a otras personas a causa de sus convicciones. Mentalidades de este tipo se cultivan en grupos integristas y fundamentalistas muy especialmente.

5. A MODO DE CONCLUSIÓN

Sería muy interesante que todos y cada uno de los participantes en los programas de educación para la ciudadanía llegasen a identificar sus actitudes más frecuentes para con los distintos grupos que acabamos de describir, preguntándose por los criterios que utilizan para establecer diferencias sociales discriminatorias. Desde el ejercicio de la empatía moral, poniéndose en el lugar de las personas y colectivos injustamente tratados, deberían revisar las consecuencias de sus actitudes y conductas.

La raza, el sexo, la edad y la apariencia no son criterios válidos para hacerse un juicio de las personas. El reconocimiento de la dignidad en cada persona implica respetar su conciencia, su intimidad y sus características diferenciales, así como el rechazo a toda forma de violencia y a toda clase de instrumentación de la misma. Como hemos escrito en páginas anteriores, el respeto a la realidad de cada persona, como alguien insustituible, necesariamente tiene que conducir al cuidado propio y de las demás personas como objeto de nuestros desvelos. En ningún caso estamos legitimados para causar daño físico ni moral a los otros.

Desde esta perspectiva toda forma de discriminación resulta injusta, por lo que todos deberíamos asumir el firme compromiso de no atribuir jamas comportamientos negativos, de forma generalizada, al conjunto de los miembros de otras culturas, a los inmigrantes o a los grupos diferentes al propio.

La educación para la ciudadanía deberá implicar a los educandos en la elaboración de propuestas viables de acción que hagan efectiva la igualdad básica de todas las personas, sean cuales fueren su situación económica, raza, edad, sexo, apariencia física y formación cultural; haciendo efectivo el reconocimiento de la dignidad en cada uno de los seres humanos, respetando sus derechos, renunciando a la violencia y rechazando toda forma de discriminación.

En una sociedad plural como la nuestra, el respeto a la singularidad cultural de los individuos y grupos, a los distintos modos de pensar y de orientar la propia vida, la defensa y promoción de los valores comunes son objetivos irrenunciables en una educación democrática. Y en estos momentos en los que es fácil percibir manifestaciones de discriminación, de xenofobia y de racismo, una propuesta educativa que promueva, prioritariamente, la tolerancia como base de una convivencia civilizada, se hace del todo imprescindible y urgente.

La educación para la ciudadanía deberá abordar los temas de la lucha por la libertad, la lucha por la justicia y la resolución pacífica e inteligente de los conflictos. Pero uno de sus objetivos irrenunciables es el de aprender a convivir. Y lograr una buena convivencia con los conciudadanos se traduce en promover la felicidad de los participantes. Nadie se une para ser desdichado, nos decían los pensadores ilustrados (Marina, 2006).

En diversas ocasiones he afirmado ante mis alumnos que no podemos ser felices solos. Hemos de ser conscientes de que todos tenemos un papel que realizar en la transformación de nuestro mundo, que todos participamos de las injusticias con nuestros comportamientos individuales y sociales y que todos podemos, de igual manera, participar en las soluciones. Para ello será preciso recuperar esa mínima sensibilidad que nos libere de nuestra apatía y pasividad, que nos hace sentirnos indiferentes ante las desgracias y sufrimientos ajenos. Mirar hacia otra parte o cerrar los ojos a los estragos contra la vida digna de las personas, causados por la intolerancia, por la injusticia, por el hambre y la miseria, no contribuye en modo alguno a resolver los inquietantes problemas que nos afectan.

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