JUAN PABLO II, UN A?O DESPU?S. Juan José Tamayo.

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El Correo

El día 2 de abril, hoy hace un año, fallecía en loor de multitudes Juan Pablo II (1920-2005), primer Papa polaco, que dirigió la Iglesia católica durante casi 27 años -fue el segundo pontificado más largo de la historia-. Fue un Papa mediático, que ocupó casi a diario las primeras páginas de los medios de comunicación, rompiendo la tradicional imagen de discreción de otros pontífices. Sus intervenciones públicas fueron seguidas desde el primer momento por el mundo entero. Su muerte se convirtió en un acontecimiento de relevancia internacional sin precedentes. A sus funerales asistieron numerosos jefes de Estado y de gobierno y representantes destacados de los diferentes campos de la cultura. Era la mejor expresión de reconocimiento a una de las personalidades más influyentes durante el último cuarto de siglo.

Recorrió el planeta de principio a fin, hasta los rincones más escondidos, transmitiendo el mensaje moral tradicional y la recta doctrina de la Iglesia católica, sin salirse un ápice del guión de sus predecesores. Ejerció como actor principal en todos los escenarios, políticos y religiosos, sociales y culturales, nacionales e internacionales, junto a los protagonistas más relevantes de la historia en cada momento. Jugó un papel fundamental en la caída del comunismo en los países del Este, empezando por su patria, Polonia, con el apoyo al sindicato Solidaridad, liderado por Lech Walesa.

A través de sus numerosos discursos y de sus encíclicas elaboró un discurso social crítico del capitalismo y del socialismo, en continuidad con la doctrina social de Juan XXIII y de Pablo VI, pero con mayor radicalidad. Un discurso que no se quedaba en la esfera individual o en el solo cambio de mentalidad, ni en el plano benéfico-asistencial, sino que apuntaba derechamente a la transformación de las estructuras y llamaba a actuar en esa dirección a los organismos internacionales y a los dirigentes políticos. Sin embargo, Juan Pablo II no fue coherente con ese discurso en el interior de la Iglesia católica, ya que descalificó, condenó y marginó a movimientos cristianos, teólogos, obispos y líderes cristianos comprometidos en la lucha por la justicia y en la liberación de los excluidos en aplicación del mensaje que él anunciaba. Muchos de ellos dieron su vida por defender esas ideas, como monseñor Romero, Ignacio Ellacuría y los compañeros jesuitas de El Salvador. Sin embargo, no contaron con el apoyo y el reconocimiento del Vaticano. Todo lo contrario: fueron objeto de incomprensión y a veces de persecución en el interior mismo de la Iglesia católica.

Creo que la radicalidad del mensaje social liberador de Juan Pablo II no ha sido seguida por el actual Papa Benedicto XVI, quien se mueve, más bien, en un terreno teológico socialmente neutro, y que el compromiso con los pobres ha decrecido de forma llamativa. Lo que predomina es la instalación en el sistema. Una buena prueba es la reciente encíclica ‘Dios es amor’, donde no se hace ni la más velada crítica del neoliberalismo, calificado por el obispo Père Casaldàliga como «la gran blasfemia de nuestro tiempo».

Durante su largo mandato fue configurando la Iglesia a su imagen y semejanza, en un proceso de universalización del modelo del catolicismo polaco. Para ello renunció a la colaboración con las congregaciones históricas que había sido el motor de la reforma de la Iglesia en épocas anteriores, sobre todo tras el Concilio Vaticano II -jesuitas, franciscanos, etcétera- y se apoyó en los nuevos movimientos eclesiales de corte neoconservador tanto en el aspecto organizativo como en el doctrinal, tanto en el terreno moral como en el social: Opus Dei, Legionarios de Cristo, Comunidades Neocatecumenales, Comunión y Liberación. En ellos tuvo a sus mejores colaboradores, que ocuparon los puestos de dirección más influyentes en el Vaticano y le siguieron en todos sus viajes al grito de ‘Totus tuus’. Dio un giro copernicano a la Iglesia con el nombramiento de obispos y cardenales en su mayoría ajenos al espíritu renovador del Concilio Vaticano II y en sintonía con el enfoque restaurador del pontificado, elegidos cuidadosamente por su fidelidad al Papa más que a su creatividad pastoral. El ideólogo de este proceso involutivo fue el cardenal Joseph Ratzinger, teólogo renovador cuando joven, en la década de los sesenta del siglo pasado, asustado por la contestación estudiantil de adulto e inquisidor de la fe durante casi 25 años.

Tras su muerte, la figura de Juan Pablo II se ha mantenido en un lugar discreto. Yo esperaba que se produjera un proceso de idealización y de exaltación, que felizmente no ha tenido lugar. Quizás el dato más relevante, aunque no inesperado, ha sido el anuncio del inmediato proceso de beatificación, bien acogido en el conjunto de la comunidad cristiana y censurado por algunos sectores críticos, que ya lo fueron de su pontificado en vida.

Un año después de su muerte no se han producido sorpresas en la marcha de la Iglesia católica y apenas se aprecian señales de cambio. Lo cual no debe sorprender ya que el sucesor, Benedicto XVI, fue la personalidad más influyente en el pontificado anterior y escribió el guión de las sucesivas representaciones de Juan Pablo II durante casi un cuarto de siglo, mientras estuvo al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Lo que caracteriza el papado actual es la continuidad en sus líneas fundamentales. La diferencia radica, a mi juicio, en las formas: la actividad de Benedicto XVI es más pausada, su presencia en la esfera pública resulta más discreta, su protagonismo aparece menos mediático, su actitud es más reflexiva y sus apariciones públicas son menos explosivas.

Parece haberse entrado en una etapa de normalidad, sin las concentraciones multitudinarias que tanto gustaban a Juan Pablo II, ni el culto a la personalidad que se había instalado en la Iglesia. Pero sigue la misma orientación ideológica conservadora, quizá menos beligerante, pero igualmente firme. El pontificado de Benedicto XVI está marcado por el discurso que él mismo pronunció como decano del cuerpo cardenalicio antes de entrar en el cónclave del que saldría elegido Papa. En él criticó severamente el relativismo, pero desde posiciones dogmáticas y desde la conciencia indubitable de poseer la verdad. Esa posición dificulta sobremanera el diálogo del cristianismo, al menos del cristianismo oficial, con las culturas de nuestro tiempo, con las distintas cosmovisiones filosóficas y con las otras religiones. La instalación en la verdad, de la que uno se considera poseedor único, es el principal obstáculo para el encuentro con los otros, con los diferentes, con quienes tienen otra jerarquía de valores.

Uno de los momentos más esperados en busca de algunas señales de cambio fue el Sínodo de obispos sobre la Eucaristía celebrado en octubre de 2005 en el Vaticano. Pero no se produjo. Todo lo contrario: buena parte del mensaje sinodal constituía un retroceso sobre el Vaticano II, con los ya emblemáticos noes: a la ordenación sacerdotal de las mujeres, al celibato opcional del clero, al acceso de las personas divorciadas a la comunión, etcétera, a lo que hay que añadir el retorno a la concepción sacrificial de la Eucaristía. Seguía la organización jerarquico-patriarcal, con ausencia de seglares y de mujeres en puestos de responsabilidad: de nuevo el patriarcado y la clerecía gobernando la Iglesia sin concesión alguna a la democratización.

Tras el encuentro de Benedicto XVI con su colega Hans Küng, se esperaban señales de apertura en el campo de la teología, de respeto al pluralismo e incluso de rehabilitación de los teólogos y las teólogas represaliados. Y lo que ha venido ha sido la ratificación del pensamiento único y más sanciones. El caso más reciente ha sido el cese del teólogo jesuita Juan Masiá como director de la cátedra de Bioética de la Universidad Pontificia de Comillas y la prohibición a la editorial Sal Terrae de vender y reeditar su libro ‘Tertulias de bioética’. ¿Razón? Defender el uso del preservativo para evitar un embarazo no deseado y un aborto. Este clima de continuidad y en algunos casos de radicalización de actuaciones excluyentes está generando desesperanza. Aunque, discretamente, la sombra de Juan Pablo II se cierne todavía sobre la Iglesia católica.