Día 1 de noviembre, festividad de «Todos los Santos». Asisto a misa en un templo parroquial. El celebrante, en su homilía, muy en la línea de la festividad que se celebra, predica que todos estamos llamados a alcanzar la santidad. Entre las razones que expone, suelta una frase que me deja perplejo, tremendamente confuso: No se debe trabajar para mejorar y transformar el mundo, sino intentar transformarse y mejorarse a uno mismo para llegar a ser santo. Pienso si no habré oído bien lo que dijo, pero no me pareció oportuno interrumpir la predicación para aclarar la duda; los asistentes al culto podrían interpretarlo como un acto de hostilidad, llevan más de 17 siglos guardando silencio durante las predicaciones religiosas, pero tomo la resolución de preguntarle al sacerdote, tras la terminación de la misa, si dijo lo que yo creo haber oído.
Si dijo lo que yo creo haber oído, resulta que yo estuve perdiendo toda una vida intentando transformar el mundo para mejorarlo en vez de intentar mejorarme a mí mismo para ser santo. Puesto que vi que había mucha injusticia y desigualdad en el mundo, entre las personas y entre los pueblos, en vez de intentar mejorarme a mí mismo me apliqué a intentar ponerle fin a esa situación de explotación del hombre por el hombre militando en un partido de izquierda y teniendo una actividad sindical en el centro fabril donde trabajaba. Como ví que el problema lingüístico era un factor de división e incomprensión entre los pueblos, me impliqué como activista en el movimiento esperantista para promover un idioma común, neutral y de fácil aprendizaje, en vez de dedicarme a mi perfeccionamiento personal. Como vi que en nuestro país había una dictadura fascista que no respetaba los derechos políticos de los ciudadanos, desatendí mi santificación personal y me manifesté contra esa situación política postulando un sistema democrático y en esas lides recibí alguna paliza de la policía franquista. Como vi que había gente con muchas necesidades en el mundo me hice donante de sangre y de órganos y socio de varias ONG y asociaciones asistenciales, es decir, perdí mi tiempo salvando y mejorando vidas humanas en vez de aplicarme a perfeccionarme a mí mismo para alcanzar la santidad que receta nuestra Iglesia. Pero me pregunto: ¿ qué tipo de santidad es esa que para alcanzarla hay que abandonar todos esos objetivos de mejorar la vida humana y social?
Para aclarar esa duda, me dirigí, terminada la misa, al sacerdote que había impartido esa enseñanza desconcertante. Su respuesta me dejó aún más perplejo; a modo de aclaración dijo que no se trataba de sustituir el trabajo de mejorar el mundo por el del perfeccionamiento personal sino que éste debe preceder a aquel. Insistió mucho en este punto y repitió varias veces la palabra antes. Según él, debe ser antes el perfeccionamiento y santificación personal que el ocuparse de mejorar al mundo. Me parece que es el argumento perfecto para aplazar sine die el ocuparse de los problemas del prójimo y de la sociedad. Yo no soy santo y jamás llegaré a serlo; si tengo que esperar a serlo para poder hacer algo por los demás, para mejorar el mundo, nunca podré llegar a ocuparme de la problemática social y mundial. Con esa exigencia de mejorar personalmente antes de ocuparse del mundo, nunca podrá llegar a haber voluntarios de la Cruz Roja, ni de Cáritas, ni donantes de sangre, asociaciones asistenciales, misioneros, sindicalistas, benefactores de todo tipo?? Pero resulta que los problemas del mundo no pueden esperar a que las personas que pueden hacer algo por resolverlos deban antes hacerse santos. El problema del cambio climático, el de la violencia y la desigualdad de género, el de la explotación de las clases oprimidas, el de los inmigrantes que debieron escapar de condiciones inhumanas, el de la escasez de vivienda y el trabajo en precario, el del deterioro de los servicios sociales por los recortes en la sanidad y la enseñanza?? todos esos problemas y otros están ahí esperando una solución urgente aunque quienes pueden hacer algo para resolverlos sean imperfectos y pecadores como yo.
Más grave aún fue que añadió que lo que se pretendía disuadir era el activismo revolucionario. O sea que se trataba de eso, de desmovilizar al personal. Me pregunto en cuantos templos se habrá impartido hoy esa doctrina destinada a proteger al sistema dominante de la acción de la fuerzas sociales que quieren hacer frente a la injusticia que reina en este sistema en el que la Iglesia (su jerarquía) se ha instalado tan confortablemente. Esta Iglesia se define como Santa; puede que lo sea según los criterios de santidad con los que mida y valore ese concepto: mucho templo, mucho lugar de culto y peregrinación, mucha misa, rezo del rosario, adoraciones eucarísticas y cosas por el estilo. Pero está traicionando el Espíritu de Jesús de Nazaret, que era un activista revolucionario y su misión era (es) cambiar el mundo para construir el Reino de Dios, y nos convoca a proseguir esa tarea: Como el Padre me envió, así os envío yo. Aplicarse a construir en el mundo ese Reino que Jesús tenía como objetivo es el verdadero objetivo de sus seguidores, no la persecución de una santidad que se mide como respeto y sometimiento a un sistema que la Iglesia no quiere cambiar.
Faustino Castaño, miembro de los grupos de Gijón que pertenecen a Redes Cristianas
Gijón, 2 de noviembre – 2021