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Los que creemos en un Dios de cuyo amor venimos sabemos que lo que hay en este mundo ha brotado entre azar y necesidad. Así nos lo enseña hoy la ciencia y eso nos da una visión del mundo distinta de la visión más ingenua del pasado.
El 21 de septiembre último el periódico «El Mundo» publicó unas declaraciones de Stephen Hawking bajo el titular: «No creo en Dios; soy ateo». Lo que dice Hawking, una eminencia en Física, impacta a la comunidad científica y al público en general. No son declaraciones nuevas; en trabajos precedentes ya Hawking había dicho que Dios no es necesario para explicar el big bang. Ahora añadía su convencimiento de que la ciencia llegará a conocer todo lo que sea inteligible. Desde ahí Hawking, como muchos otros, se declara ateo.
En los medios creyentes he percibido varias reacciones a estas declaraciones. La primera era de otro astrofísico que precisaba que si el big bang resulta ser consecuencia de fluctuaciones del vacío cuántico, el big bang no ha surgido de la nada. Algo que puede fluctuar no es la nada, el no ser. Esto retrotrae la cuestión: Si Dios no es imprescindible para explicar el big bang, lo necesitaríamos en cambio para explicar esas potencialidades del vacío cuántico. Conviene analizar lo que este razonamiento da de sí. Introducir a Dios para explicar lo que encontramos en el confín último del saber, lo que no entendemos, tiene el peligro de que el avance de la ciencia, siempre positivo y deseable, nos hace entender más y mejor el universo y deja cada vez menos terreno a Dios. Basta deslizarse por esa pendiente para extrapolar que, si Dios todavía hace falta para algo, dentro de poco, cuando la ciencia sepa más, no hará falta para nada. En todo caso, si aceptamos que Dios no fue necesario para el big bang, pero lo es para explicar la potencialidad creadora del vacío cuántico, más que reconocer en tonos triunfantes que la naturaleza proclama la gloria de Dios estamos viendo qué hueco dejamos a Dios: cada vez menos espacio, aunque importante, porque es el de origen y fuente de lo que somos y vemos.
Una segunda reacción, espontánea en muchos creyentes, es pensar que todo este universo en que vivimos tiene que venir de una mente creadora y ordenadora. Esa mente habrá dispuesto las leyes de la Física, ha dispuesto que el mundo sea así. A lo largo de toda la historia de la Filosofía, desde los presocráticos, están en pie las dos posiciones extremas: los idealismos ?lo primero es la mente, el pensamiento? y los empirismos que desembocan en el materialismo ?lo primero es la materia?. Desde la posición materialista se piensa que todo, incluido el pensamiento, surge de la materia; y entonces, todo existe porque sí. No estamos aquí porque alguien lo quiso ?hablar de una mente conlleva referencia a una persona?; sino simplemente porque de la materia surgió todo esto en un momento dado: sucedió el big bang y después vino toda la historia del universo: el Sol, los planetas, los vivientes, los dinosaurios, nosotros y vendrá después lo que venga, todo porque sí. Desde la posición materialista nada de eso lo ha querido nadie ni tiene una finalidad. En inglés la palabra que típicamente se utiliza para definir esta situación es pointless: sin finalidad, sin importancia, sin sentido. La postura materialista reclama fortaleza intestinal para aceptar esta dura situación, sin acogerse a creencias piadosas que den consuelo. Desde esa posición materialista, preguntarse por el sentido, por quién quiso esto, por qué o para qué, es una enfermedad de la mente. El materialismo conlleva una negación de la metafísica, un radical positivismo. Esa actitud es compartida por muchos científicos que tienen clara conciencia de que no todo en el mundo físico es ni será inteligible, pero viven en la satisfacción de lo mucho que da la ciencia y aceptan que esto es lo que hay, que no se va ni se irá más allá, que cualquier pregunta no empírica es vana. Sea así, o sea pensando, como Hawking, que llegaremos a abarcar todo lo inteligible, desde ahí solo cabe una posición, a lo más, agnóstica o de declarado ateísmo: no sé, o no interesa Dios, o no existe.
Una tercera reacción delimita que la Física solo debe hablar de lo suyo, de lo que sabe, y no puede hablar de Dios. Cuando Hawking habla de Física habla con más información y más elementos de juicio que otros; pero sus opiniones sobre Dios no pertenecen a la Física. Ahí habla de lo que no domina tanto; otros articulan y matizan más y mejor que él, y él mismo expresa todo eso en el tono más modesto de la opinión. Eso sí; son opiniones de quien sabe mucha Física, de quien dice lo que cree ver desde el borde al que llega la Física asomándose al balcón, fuera ya del dominio de la Física. Tiene prestigio y su opinión pesa.
Estas tres reacciones ayudan a entender algo que escandalizó a quienes una vez me lo oyeron: el big bang no es la creación del mundo. El big bang es una explicación, desde el modelo estándar de la Cosmología actual, de cómo empezó el universo. Otras posibles explicaciones que la Física elabore de algo anterior al big bang serán también una descripción de cómo empezó nuestro universo, y todo eso es muy importante saberlo. Pero cuando los creyentes hablamos de un Dios creador del cielo y de la Tierra hablamos de algo distinto; decimos que todo esto que vemos y somos viene de una mente que lo ve ?así lo decía san Agustín: «las cosas existen porque Dios las ve»?. Sobre todo decimos que todo viene de un amor que se comunica. Esto nunca lo va a descubrir, ni lo va a desmentir, la Física. Decir que en el principio están la mente y el amor, está la persona, es camino de respuesta a las preguntas de sentido, del por qué y para qué. Para nosotros estas preguntas no son delirios, sino voces que vienen de lo humano, de lo que somos, de nuestra identidad y nuestra entraña. Hawking supone que llegaremos a entender todo lo inteligible; nosotros suponemos algo distinto: que nuestra dinámica hacia el ser y hacia el amor no es ilusoria, responde a la verdad que subyace a la naturaleza.
Todo esto exige una mirada atenta a la ciencia. Los que creemos en un Dios de cuyo amor venimos sabemos que lo que hay en este mundo ha brotado entre azar y necesidad. Así nos lo enseña hoy la ciencia y eso nos da una visión del mundo distinta de la visión más ingenua del pasado. Hoy creemos que de Dios viene esa riqueza con la cual la materia, siguiendo las leyes de la naturaleza, despliega una enorme fuerza creadora e innovadora. No tenemos respuestas para todas las preguntas, ni pretendemos que Dios sea la respuesta siempre que no tengamos otra. Creemos, eso sí, que el amor y la inteligencia que estuvieron en el origen acompañan todo el proceso, llegan hasta nosotros, seguirán siendo realidad cuando al Sol se le agote su fuente de energía. Quienes piensan de otro modo son también para nosotros una referencia: nos hacen pensar, nos esforzamos en comprender y discernir sus razones, aprendemos de ellos a reflexionar y a cuidar nuestro lenguaje. En ellos también tenemos pistas que nos ayudan en nuestra búsqueda de la verdad.
Guillermo Rodríguez-Izquierdo es físico y jesuita. Trabaja en la Universidad Loyola Andalucía.