FRAGMENTO DEL LIBRO CENSURADO DE JOSE MARIA CASTILLO

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Transcribimos aquí un fragmento del libro «Espiritualidad para insatisfechos», del teólogo Jose María Castillo, que ha recibido recientemente una sentencia negativa de dos censores, según él mismo nos explicó en el Congreso de Teología (ver aquí)
Se trata del Capítulo 5, titulado «Globalización y Cristianismo». Sabemos que es un poco extenso para leerlo en internet, pero quizá os merezca la pena hacer un ‘corta y pega’ para imprimirlo y leerlo tranquilamente.
Lo hemos encontrado en: http://www.elconcilio.cl/Biblio/Biblioteca.php. Agradecemos la aportación del documento a H. Penadés.

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CAPÍTULO 5.
GLOBALIZACI?N Y CRISTIANISMO

El problema

Lo primero que llama la atención, cuando se intenta analizar las conexiones, que existen o pueden existir, entre el complejo fenómeno de la globalización y el hecho religioso (en nuestro caso, el hecho cristianismo), es el silencio que las religiones vienen manteniendo sobre la realidad incuestionable de la «aldea global» y, en general, sobre la globalización. En esta actitud de silencio se vienen manteniendo, según creo, las distintas iglesias cristianas. Y, por supuesto, la iglesia católica. De ahí que, al hablar de este asunto, se tiene la impresión de que esto que llamamos la globalización es un tema que interesa a los economistas, los políticos, los filósofos, los sociólogos, los gestores de los medios de comunicación social, los hombres de la cultura y del derecho. Pero, según parece, todo este complicado asunto interesa poco (a veces, nada) a la mayor parte de los hombres de la religión. Es verdad que, en las últimas asambleas internacionales del Consejo Mundial de las Iglesias (sobre todo, a partir de 1989), se advierte una preocupación creciente por los grandes problemas que se derivan del fenómeno de la globalización También es cierto que, en los documentos sociales más importantes del papa Juan Pablo II, se tratan temas relacionados con la organización económica mundial que, por eso mismo, se refieren a los problemas más graves que nos plantea la globalización. Y, por supuesto, entre los pensadores cristianos, hay quienes muestran una preocupación creciente por estas cuestiones’. Pero, en todo caso, creo que en este momento tenemos derecho a preguntamos: ¿es que los enormes problemas, que plantea la globalización, no interesan a las religiones?; ¿es que las religiones no tienen nada que decir sobre estos asuntos? ¿se trata de que tienen algo que decir, pero no quieren decirlo?; ¿se trata incluso de que tienen algo que decir, pero no pueden decirlo? Más concretamente, ¿en qué medida y en qué sentido conciernen estas cuestiones al cristianismo y, más en directo, a la Iglesia?

Aquí me parece importante hacer notar la gravedad del problema que acabo de apuntar. Quiero decir: creo que es extremadamente grave y preocupante el hecho de que las religiones, en general, y el cristianismo, más concretamente, no hayan afrontado (al menos, hasta este momento), en serio y con todas sus consecuencias, esta situación nueva del globo, de la «aldea global» en la que todos vivimos, cosa que afecta (más de lo que imaginamos) a todos los habitantes del planeta tierra. Como se ha dicho acertadamente, «para bien o para mal nos vemos propulsados a un orden global que nadie comprende del todo, pero que hace que todos sintamos sus efectos»

Como sabemos, son múltiples y muy variadas las teorías que intentan explicar lo que está pasando. No se trata aquí de exponer las diversas explicaciones que se suelen dar acerca de lo que es y de lo que supone la globalización. En cualquier caso, sea cual sea la teoría que cada uno tenga sobre este complejo fenómeno y esta complicada situación, es un hecho que la mayor parte de los debates sobre los efectos de la mundialización giran en tomo a dos grandes temas, el problema económico y el problema cultural’.

Me explico. El profesor Joseph E. Stiglitz, Nobel de Economía en 2001, ha escrito recientemente: «¿Qué es este fenómeno de la globalización, objeto simultáneo de tanto vilipendio y tanta alabanza? Fundamentalmente, es la integración más estrecha de los países y los pueblos del mundo, producida por la enorme reducción de los costes de transporte y comunicación, y el desmantelamiento de las barreras artificiales a los flujos de bienes, servicios, capitales, conocimientos y (en menor grado) personas a través de las fronteras» Es decir, cuando hablamos de globalización, nos referimos a un hecho innegable: el creciente acercamiento y hasta la integración progresiva de los pueblos y los países del globo. Este acercamiento y esta integración de los países del globo se debe a un factor económico: la libre circulación de capitales, especialmente los capitales financieros para los que no existen fronteras, ni leyes, que regulen ese comercio asombroso Pero? este factor económico lleva consigo unas consecuencias que inevitablemente condicionan la vida de las personas y modifican las ideas, las costumbres, las tradiciones y, en ese sentido, la culturas. De manera que nuestra forma de vivir está cambiando rápidamente y de manera mucho más profunda de lo que seguramente podemos imaginar.

Nos encontramos, pues, con dos fenómenos nuevos que, tal como se dan hoy, no se daban hace cincuenta años. Por una parte, y ante todo, la globalización de capitales, debido a la desaparición de fronteras para los mercados financieros. Por otra parte, y como consecuencia inevitable de lo anterior, la creciente globalización de las culturas, que, a través de los mass media, traspasan también las fronteras y se intercomunican en el mundo entero.

Ahora bien, estando así las cosas, resulta enormemente sospechoso que las religiones, en general, y que el cristianismo, más en concreto, no se hayan pronunciado con claridad y firmeza (hasta este momento, al menos) sobre un asunto tan determinante y de tan graves consecuencias para la práctica totalidad de los habitantes del planeta tierra. Y digo que se trata de algo muy sospechoso porque, tal como se van desenvolviendo los acontecimientos en los últimos años, uno no tiene más remedio que admitir la sospecha de que el silencio de los gestores y los responsables de la marcha del cristianismo en el mundo es un silencio cómplice. Quiero decir, cómplice de lo que está ocurriendo. Porque cuando, en esta vida, alguien (sea un individuo, sea una institución) calla, cuando tiene que hablar, sin duda alguna se trata de que ese silencio es un silencio determinado por el miedo o por el interés. Es decir, se trata de un silencio en el que hay complicidad. No digo con esto que se trate de una complicidad consciente y, por tanto, pretendida. Pero, sea de eso lo que fuere, hay datos para pensar que se trata de una complicidad efectiva, por más qué sea tan ingenua como real.

En esto consiste, a mi manera de ver, uno de los problemas más serios que la globalización ha venido a poner al descubierto. Me refiero al problema que hemos detectado en el comportamiento que las religiones y, concretamente, el cristianismo y sus gestores más directos vienen adoptando en los últimos tiempos. Justamente, cuando la globalización se ha hecho más patente, también ahora se han puesto de manifiesto las profundas implicaciones que el cristianismo y los cristianos tenemos en este asunto tan complejo. Un asunto cuyas consecuencias son aún imprevisibles, pero en todo caso, cada día más preocupantes.

Precisando más: he dicho antes que los problemas, que nos plantea la globalización, afectan principalmente a dos ámbitos fundamentales de la vida. El ámbito de lo económico y el ámbito de lo cultural. Pero el hecho es que la globalización se está desenvolviendo de tal manera que, las consecuencias que produce en el ámbito de lo económico son tan sombrías y alarmantes, que están sofocando, y hasta? pueden anular, los efectos positivos y esperanzadores en cuanto se refiere a lo cultural, es decir, al creciente acercamiento de los pueblos y de las culturas con el consiguiente enriquecimiento que esto llevaría consigo, para la vida de las personas y, en general, para la humanización de la vida.

El factor, económico

No se trata aquí, como es lógico, de presentar un análisis de carácter técnico de la globalización desde el punto de vista de la economía mundial. No es ése el tema de este estudio. Ni yo soy la persona competente para acometer semejante tarea. Por lo que se refiere a la economía globalizada, sólo me quiero fijar en dos puntos, que me parecen particularmente relevantes para lo que aquí se trata de estudiar.

El primer punto a tener en cuenta es que la globalización, tal como actualmente funciona, tiene su motor fundamental en el asombroso crecimiento que han experimentado los mercados financieros en los últimos treinta años. Hoy no se discute que en esto reside una de las principales características de la globalización Pero lo más probable es que mucha gente no se haga una idea aproximada de lo que realmente representa este asombroso crecimiento de los mercados financieros. Para que, quienes no estamos familiarizados con estas cifras, podamos aproximamos a la idea de lo que está ocurriendo en este orden de cosas, baste tener en cuenta el dato siguiente: el volumen de flujo diario en los mercados de valores y divisas se situaba en 1973 cerca de unos 45 billones de marcos (alemanes); en 1995 dicho flujo aumentó a la inimaginable suma de 2.500 billones Esto quiere decir que se dedica a la especulación financiera un volumen de capital cien veces mayor que el que se dedica a los negocios en el mercado de mercancías. Dicho de una manera más sencilla: ahora mismo hay en el mundo una cantidad asombrosa de capital, dedicado básicamente a la sola finalidad de acumular más y más ese capital (o sea, dedicado a la finalidad primordial de mantener y amontonar riqueza), que es cien veces más grande que el capital que se dedica al comercio y distribución de los bienes y de la riqueza que produce el planeta tierra.

Quienes invierten en las bolsas y en los mercados de valores (y no digamos quienes invierten en «chiringuitos» financieros, tipo «Gescartera») tendrían que saber que dedican su dinero fundamentalmente, no a producir o a distribuir lo que se produce, sino a acumular, o sea a mantener la propia riqueza y, si es posible, a engrosarla. Y repito que es bueno imaginarse, de alguna manera, lo que esto representa? El conocido sociólogo Anthony Giddens lo explica, al alcance de todos, con este ejemplo gráfico: el volumen de transacciones económicas mundiales se mide normalmente en dólares estadounidenses. Para la mayoría de la gente, un millón de dólares es mucho dinero. Medido como fajo de billetes de cien dólares, abultaría 50 centímetros. Cien millones de dólares llegarían más alto que la catedral de San Pablo de Londres. Mil millones de dólares medirían casi 200 kilómetros, 20 veces más que el monte Everest. Sin embargo, se maneja mucho más de mil millones de dólares cada día en los mercados mundiales de capitales

Como se ha dicho muy bien, la globalización de los mercados arrasa el mundo globalmente. De hecho, se trata más bien de una «totalización de los mercados». Un mundo globalizado es sometido de forma global a una acción mercantil de cálculo lineal medio?fin, que hoy se transforma quizás en el peligro mayor para la supervivencia humana `.

El segundo punto, que nos plantea la globalización, es aún más problemático. Se trata de la desigualdad. El asombroso crecimiento económico mundial, que se ha producido en los últimos 30 años del siglo pasado, se ha visto repartido de una manera muy desigual. Este punto ha sido objeto de discusión en los últimos años. Cosa que llama la atención y resulta sorprendente. Porque, si algo ha quedado patente en los últimos tiempos, es que el crecimiento económico se distribuye de tal manera que la riqueza se concentra cada vez más y más en menos países y, dentro de esos países, en menos personas. La espantosa situación de continentes enteros, como es el caso de África, si se compara con la opulencia y el despilfarro que cualquiera advierte en Estados Unidos, La Unión Europea o Japón, es un hecho que está a la vista de todos. Un autor, tan poco sospechoso de izquierdista o revolucionario social, el multimillonario George Soros, recordaba recientemente los datos que, en diciembre de 200 1, publicaba la Organización Mundial de la Salud (OMS). Según estos datos, el 1 por ciento más rico del planeta recibe tanto como el 57 por ciento de los pobres. Más de mil millones de personas viven con menos de un dólar al día; cerca de mil millones de personas carecen de acceso a agua limpia; 826 millones sufren de malnutrición; 10 millones mueren todos los años a causa de la falta de atenciones médicas mínimas

¿Por qué se ha llegado a esta situación? Hay un hecho que nadie pone en duda: la característica más destacada de la globalización es que permite que los capitales financieros se muevan libremente, mientras que, por el contrario, el movimiento de personas sigue fuertemente regulado y cada día más controlado `. Es decir, de la misma manera que, para los capitales financieros no hay fronteras, la libre circulación y el libre desplazamiento de personas está cada día más vigilado y dificultado. Ahora bien, esto lleva consigo una consecuencia: el evidente crecimiento global en determinadas áreas ha sido simultáneo del aumento de las desigualdades debido esencialmente a que la movilidad internacional no ha sido de trabajo y de personas, sino de capitales, que tienen un efecto corrector muy inferior `. Los capitales se concentran en quien de verdad los maneja, que son contadas personas o instituciones, mientras que la creación y distribución de riqueza, que la hacen las personas, está fuertemente controlada y limitada.

Los resultados están a la vista de todos. El mundo global es el mundo de las desigualdades. Porque, en realidad, ¿qué es lo que se ha globalizado? Se ha globalizado la pasión por el bienestar, el consumo, la satisfacción y el dinero. Pero sólo esa pasión es lo que se ha hecho verdaderamente global. El bienestar real, el consumo real, la satisfacción de vivir bien y la posesión de capitales, todo eso ha sido acaparado por los que han tenido el poder de acapararlo, mantener lo conseguido y acrecentar sus beneficios. Al decir esto, estamos tocando fondo en la complejidad de problemas que nos plantea, en este momento, la globalización.

El factor cultural

¿Qué tipo de sociedad está surgiendo de un mundo que funciona como cabo de apuntar, desde el punto de vista económico? Es evidente que, si el mercado es lo que manda, el mercado impone sus leyes de manera implacable. De donde resulta que el conjunto de las condiciones de posibilidad de la vida humana aparece como una distorsión del mercado Lo cual quiere decir que, si el mercado tiene como finalidad el lucro y la ganancia, lo que rige y determina la vida de la gente es, ante todo y en consecuencia, el lucro y la ganancia. Y lo que de ahí puede brotar: el bienestar, el consumo, la satisfacción, el disfrute inmediato. De manera que todo lo demás, incluidas cosas tan fundamentales como la ética, los valores, el sentido de la vida, la cultura y hasta el amor, todo eso se instrumentaliza en función del logro de la satisfacción y el disfrute, que son la oferta inmediata que constantemente nos hace la sociedad globalizada. Y es decisivo caer en la cuenta de que esto es lo que manda en nuestras vidas, aunque lo más frecuente es que ni nos demos cuenta de lo que realmente nos está pasando y de la transformación que se está produciendo dentro de cada uno de nosotros. Como se ha dicho con toda propiedad, esta totalización del mercado implica no sólo el «imperialismo de los economistas», del que habla Gordon Tullock. Implica un imperialismo de la economía globalizada respecto a todas las dimensiones de la vida humana, transformando la totalización del mercado en totalización de toda la vida, de todo el sistema social, por el mercado `. Aquí debo hacer una advertencia que resulta dura de aceptar, pero que es así: los mercados son amorales, es decir, permiten que la gente actúe según sus intereses. Pero, curiosamente, en esto reside una de las razones más poderosas por las que los mercados son tan eficaces 0 sea, la razón de la eficacia de los mercados radica precisamente en su frecuente inmoralidad.

Por eso, porque lo que se ha impuesto es la fuerza que tiene la oferta de satisfacción inmediata que presenta el mercado, por eso «muchos de nosotros nos sentimos atenazados por fuerzas sobre las que no tenemos poder alguno» `. Por eso, los políticos mienten, los valores éticos más elementales se subordinan al lucro y la ganancia, las instituciones (por ejemplo, la familia) se desmoronan, todo (la cultura, el deporte, la educación …) se pone al servicio de turbios intereses económicos. Y, lo que es más grave, la violencia (en todas sus formas) es, a diario, noticia tan insistente y tan familiar que, para mucha gente, ha dejado ya de ser noticia. Sin duda alguna, hay buenas y objetivas razones par pensar que vivimos un periodo crucial de transición histórica. Además, los cambios que nos afectan no se reducen a una zona concreta del globo, sino que se extienden prácticamente a todas partes

Y con esto, vengo a otro aspecto fundamental del cambio que estamos viviendo a resultas de esto que llamamos la globalización. Me refiero a la intercomunicación de culturas, tradiciones, costumbres, formas de vida y valores éticos en general. He citado varias veces al sociólogo Anthony Giddens, nada sospechoso de innovador. Este autor cuenta lo siguiente: «Una amiga mía estudia la vida rural de África central. Hace unos años hizo su primera visita a una zona remota donde iba a efectuar su trabajo de campo. El día que llegó la invitaron a una casa local para pasar la velada. Esperaba averiguar algo sobre los entretenimientos tradicionales de esta comunidad aislada. En vez de ello, se encontró con un pase de Instinto básico en vídeo. La película, en aquel momento, no había ni llegado a los cines de Londres»

Esta sencilla anécdota no nos debe sorprender. En un mundo en el que las comunicaciones son tan rápidas. Y en el que, por tanto, no sólo las noticias, sino incluso las personas se trasladan de un extremo al otro del planeta en cuestión de horas, resulta inevitable que las fronteras, que separan las culturas, se estén derrumbando. Es verdad que las medidas restrictivas para la libre circulación de personas son todavía muy severas. Pero la misma dinámica de la economía global y las necesidades del mercado van a hacer cada día más incontenible la fusión de pueblos, tradiciones, culturas, valores éticos y, en general, formas de vida. Las oleadas de inmigrantes, que llegan a nuestras cosas, fronteras y aeropuertos aumentan de día en día, no obstante la desesperada vigilancia que ejerce la policía. La globalización (tal como de hecho funciona) ha generado hambre, miseria, desesperación y violencia en continentes enteros. Y está ocurriendo lo que inevitablemente tenía que ocurrir: las gentes de esos pueblos y de esas culturas huyen aterradas de sus propias raíces, que se han convertido en raíces de muerte y exterminio, para buscar desesperadamente el bienestar y la seguridad que han acaparado, en la gran ceremonia de la globalización, quienes se han llevado la mejor parte del pastel. Las oleadas de inmigrantes, que llegan a diario a nuestras costas y fronteras, son vistas por la mayor parte de la población como una amenaza y un peligro. Sobre todo, porque la penetración, en nuestras vidas, de otras culturas, costumbres y formas de vivir asusta a muchas personas y les produce crispación y malestar. Estamos ante una situación nueva, que es un hecho inevitable, que irá en aumento en los próximos años. Un hecho que, si para algunos puede ser fuente de esperanza, para la mayoría de las gentes en nuestras sociedades tradicionales es vivido como un serio peligro, una amenaza. De ahí, la confusión, las tensiones y los conflictos que vivimos en este orden de cosas.

Las religiones ante la globalización

He comenzado haciendo referencia al «sospechoso» silencio que las grandes religiones, y concretamente el cristianismo, vienen adoptando ante el hecho de la globalización. Las religiones hablan de cuestiones relacionadas con el fenómeno de la globalización. Pero del hecho, en su conjunto y en cuanto tal, ni lo suelen mencionar ni, menos aún, afrontarlo con todas sus consecuencias. Se tiene la impresión de que, tanto los problemas económicos como los problemas culturales, que plantea la globalización, no interesan a las religiones. O quizá lo que ocurre es que las religiones consideran que esos problemas (económicos y culturales) no son de su incumbencia. ¿Es esto realmente así? ¿Qué se puede decir sobre este asunto?

De entrada, diré que los dirigentes religiosos, al menos en su gran mayoría, se tienen que dar cuenta de lo que está pasando. Concretamente, por lo que respecta al cristianismo, parece razonable afirmar que obispos y teólogos son conscientes de los profundos cambios que se están produciendo en el mundo globalizado. Pero lo que ocurre es que los problemas, que plantea la globalización, son de tal envergadura, que los responsables de las religiones ? y las gentes religiosas en general ? tienen miedo de plantar cara a tales problemas. De ahí que, a veces, se tiene la impresión de que los «hombres de la religión» andan como perdidos en la situación convulsa que estamos viviendo. 0 también suele ocurrir que los dirigentes religiosos, y los grupos más afectos a ellos, parece que viven como bloqueados en una especie de «burbuja religiosa» y, por tanto, incapacitados para relacionarse con los grandes problemas que hoy está viviendo la humanidad. Y entonces, estando así las cosas, la respuesta que suelen aportar las religiones derivan, con demasiada frecuencia, hacia formas de comportamiento que, por supuesto, no aportan soluciones a los problemas y, sin embargo, lo que hacen es crear más confusión, degenerando, a veces, en auténticos conflictos. De ahí, la impresión que, tantas veces, tiene la gente de que las religiones o no aportan nada eficaz en este momento; o, si aportan algo, no es sino conflictividad y violencia.

Pero este juicio de conjunto necesita un análisis más pormenorizado. Lo haré, estudiando por separado, primero, las religiones y el factor económico; en segundo lugar, las religiones y el problema cultural que se nos plantea en este momento.

Las religiones y el factor económico

Las religiones suelen hacer grandes y generosas declaraciones en defensa de la justicia y de la paz. Como suelen hacer llamamientos en favor de los pobres y de las personas que sufren en general. ?ste es uno de los temas clásicos de casi todas las grandes tradiciones religiosas. Además, la experiencia nos dice que todo eso no se reduce a mera palabrería. De sobra sabemos que siempre ha habido (y sigue habiendo) cantidad de personas que, por motivos religiosos, han entregado lo mejor de sus vidas al servicio desinteresado de los más necesitados y, en general, a aliviar el dolor del mundo. Negar todo esto, o no recordarlo aquí, sería una injusticia grave. En este sentido, me parece exacto afirmar que la cantidad innumerable de personas que, en todo el ancho mundo y desde motivaciones religiosas, se esfuerzan generosamente por conseguir una convivencia más humana y pacífica entre los seres humanos, eso es uno de los elementos que se orientan claramente en la dirección de aliviar lo que justamente se ha llamado «el malestar en la globalización»

Y, sin embargo, si hablarnos de la relación entre las religiones y el factor económico el factor más determinante en la globalización ?, resulta inevitable reconocer que el silencio de las religiones ante el hecho de la globalización económica es complicidad responsable con los desequilibrios que se están produciendo en este orden de cosas. Quiero decir: si es evidente que el abismo entre ricos y pobres es cada día mayor en el mundo, de ese hecho son también responsables las religiones. Y si es cierto que el desarrollo económico, es decir, la producción de bienes privados, está resultando ser más importante que el desarrollo social, esto es, la producción de bienes públicos, de eso también las religiones son inevitablemente cómplices y, por tanto, responsables. ¿Por qué se pueden hacer estas afirmaciones que, sin duda, sonarán fuertes ante mucha gente?

Las religiones, y concretamente el cristianismo, no hablan de los efectos negativos de la globalización económica porque no pueden hablar de ese asunto. Sin duda, habrá quien piense que lo que acabo de decir es falso e incluso es injusto. Porque de sobra sabemos hasta qué punto el papa, los obispos y los teólogos, lo mismo que otros líderes religiosos, han denunciado las injusticias que el mundo rico comete con el mundo pobre. Lo cual es cierto. Pero aquí se debe recordar que el problema no está en eso. El problema está en que las religiones son instituciones culturales integradas en el sistema de sociedad en que vivimos. El sistema (político y económico), no sólo tolera y admite gustosamente a las religiones, sino que además las necesita, como elemento «legitimador» del propio sistema y como instrumento de estabilidad social. Un Estado, un gobierno, que cometiera la enorme torpeza de prohibir la religión o simplemente de no respetarla, quedaría automáticamente «des?legitimado» ante la opinión pública. Y de la misma manera que el sistema necesita a la religión, a la inversa, la religión necesita al sistema. Porque es el sistema (político y económico) el que, mediante sus leyes, su reconocimiento social y, sobre todo, mediante su eficaz ayuda económica, sigue manteniendo a la religión, sus instituciones y sus funcionarios. Desde este punto de vista, es una ingenuidad decir que vivimos en una sociedad secular o que nuestra Constitución es laica. Como sabe todo el mundo, nuestra Constitución reconoce a las religiones y, además, da pie para que el Estado preste ayudas de favor privilegiado a la Iglesia católica, como en otros países se concede gustosamente esa ayuda a la religión «oficial» o a la religión socialmente más reconocida por los ciudadanos.

Por supuesto, el concilio Vaticano II sepultó la cristiandad. Y, en el caso concreto de España, con la muerte de Franco quedó sepultado también el nacional ? catolicismo. Pero, tan cierto como todo eso, es que el «trono» y el «altar» (debidamente maquillados y disfrazados con otros símbolos) se siguen necesitando mutuamente. Y por eso se siguen suministrando mutuamente servicios insustituibles. Además, esto ha sucedido y va a seguir sucediendo, sea cual sea la orientación ideológica del gobierno de turno. Es evidente que los gobiernos de derechas favorecen más generosamente a la religión, en asuntos como la enseñanza o determinados privilegios de carácter estrictamente religioso. Pero también es cierto que, tal como están las cosas, cualquier gobierno de izquierdas no se atrevería hoy a cometer la imprudencia de enfrentarse seriamente a la religión.

Ahora bien, si la religión está así integrada en el sistema y vive de él, ¿cómo le vamos a pedir a la religión que denuncie las contradicciones del sistema o que cuestione la perversión inherente al propio sistema? Esto explica el silencio cómplice de las religiones en todo el mundo, ante el fenómeno de la globalización y sus fatales consecuencias. Porque, si los líderes o los miembros de una religión denuncian, desde sus creencias religiosas, los efectos desastrosos que está produciendo la globalización de los mercados financieros, los gestores de tales mercados les dirán inmediatamente a los «hombres de la religión» que se están metiendo en un terreno que no les corresponde, que están hablando de cosas en las que no son competentes, etc., etc. Lo cual quiere decir que el sistema sostiene y costea gustosamente a la religión. Pero no a cualquier tipo de religión. El sistema tolera y costea la religión que le conviene al sistema. Es decir, es el sistema el que acota los terrenos y marca los límites de lo que puede y de lo que no puede decir o hacer la religión. Sin duda alguna, la religión obtiene enormes ventajas y beneficios del sistema global en el que vivimos. Pero, tan cierto como eso, es que la religión tiene que pagar un coste muy elevado por los beneficios que recibe. Nunca hubo un papa tan popular y tan mundialmente conocido como el pontífice actual. Pero también es verdad que nunca hubo un mundo que haya vivido o viva tan de espaldas a lo que el papa quiere y viene diciendo insistentemente como el mundo global en el que vivimos ahora mismo. Más aún, sabemos que Europa ha sido el continente tradicionalmente más cristiano y el centro desde donde el cristianismo se ha irradiado al mundo entero. Y, sin embargo, sabemos igualmente que, en este momento, Europa es el continente menos religioso del mundo.

Ahora bien, todo esto nos enfrenta a un problema que toca fondo. La religión que permite y tolera la economía global es la religión que no cuestiona las bases de esa economía. Pero sabemos que la economía global no fomenta la igualdad, la justicia y los derechos humanos, sino exactamente todo lo contrario. Ya he recordado antes que el ya citado George Soros reconoce que «los mercados son amorales», en cuanto que permiten que «la gente actúe según sus intereses». De manera que «ésta es una de las razones por las que los mercados son eficaces». Es decir, la eficacia de la globalización se basa precisamente en su inmoralidad. Esto es lo que nos dice uno de los hombres que más saben de este asunto en este momento. Pero, entonces, la pregunta que hay que afrontar es tan clara como brutal: ¿cómo puede el cristianismo (y sus representantes más cualificados) seguir callando ante semejante desajuste y ante tal contradicción con lo que es la matriz misma del cristianismo, el Evangelio que enseñó Jesús de Nazaret?

Las religiones y el problema cultural

Si el motor de la globalización es la economía global, con sus enormes contradicciones, quien manda en la «aldea global? es la eficacia del factor económico. Ahora bien, la economía opera por medio de los mercados. Y los mercados son eficaces en la medida, y sólo en la medida, en que se traducen en consumo. En concreto, esto quiere decir que la moderna sociedad globalizada se ha construido sobre el principio del consumismo. Es decir, se trata de la sociedad de la satisfacción. A la gente se le han creado cantidad de «necesidades». De forma que, si no satisfacen tales necesidades, ya no pueden vivir bien ni sentirse felices. Además, lo que se ha desencadenado ha sido una especie de necesidad compulsiva de satisfacción inmediata. De ahí, la prioridad de lo «práctico» sobre lo «teórico». Y la prioridad también de lo «material» sobre lo «espiritual». Esto explica, entre otras cosas, la cantidad de «adicciones» a las que tanta gente vive «enganchada». No hablo ya sólo de las adicciones de las que siempre se habla: la droga, el tabaco, el alcohol, las ludopatías… Hablo también de la necesidad compulsiva de los jóvenes al «botellón» del fin de semana; de la necesidad de pasarse horas y horas ante la televisión; de la necesidad de huir de la ciudad y de la casa cada fin de semana; de la seducción que ejercen los grandes espacios comerciales, en los que la gente compra lo que necesita y lo que no necesita. Y se gasta lo que tiene y lo que no tiene. Los ejemplos se podrían multiplicar indefinidamente. Y es que esta necesidad compulsiva de satisfacción inmediata se muestra cada día más eficaz y más fuerte que las exigencias éticas más básicas y, por supuesto, que la oferta que nos hacen las religiones.

Ahora bien, en una sociedad así, una religión de carácter ético y profético será siempre mirada con recelo y sospecha e incluso encontrará dificultades muy serias en amplios sectores de la población. Porque no podrá ser nunca una religión socializada en el sistema, es decir, una religión que goza de las ventajas que le aporta el sistema. Porque se trata, por principio, de una religión profética y utópica, o sea una religión que cuestiona y denuncia las contradicciones que entraña en sí mismo el sistema globalizado, que genera tanta desigualdad y tanta violencia. Hay que decirlo con toda claridad: el cristianismo tiene que optar por un modelo o por otro de religión. Es decir, tiene que optar por el modelo de presencia que quiere asumir en nuestra sociedad. Tiene que optar: o bien por una presencia socializada en este sistema injusto y criminal; o bien por una presencia profética que, fiel a la tradición de Jesús, denuncia las contradicciones de todo sistema que genera sufrimiento y muerte. Pero es claro ? está a la vista de todos ? que esta opción no se ha tomado con claridad y coherencia.

Todo esto explica, entre otras cosas, por qué, en los últimos treinta años, la religión del folklore y de la fiesta tienen una presencia creciente en nuestra sociedad. Mientras que, por el contrario, una lectura de lo religioso en clave de exigencia profética y liberadora encuentra cada día menos seguidores. Desde este punto de vista, una de las grandes preguntas, que se tiene que hacer el cristianismo, se refiere a la dirección que quiere seguir y la aportación que tiene que hacer en este momento a nuestro mundo: ¿se trata de tranquilizar las conciencias de los creyentes o de confrontarlos, desde el Evangelio, a las causas que hoy generan más dolor y desesperanza en este mundo atormentado que nos ha tocado vivir?

Globalización y diálogo Inter. ? religioso

Cuando hablamos de los problemas que la globalización genera en nuestra cultura, es necesario afrontar un asunto, extremadamente complicado, que está a la vista de todos. Me refiero al hecho evidente del encuentro constante, inevitable y hasta necesario de las culturas de casi todo el mundo. Las distintas culturas y tradiciones se ven obligadas a encontrarse, a hacerse presentes las unas con las otras, de manera que cada día es más reducido el número de culturas que pueden permanecer aisladas en sí mismas. Los medios de comunicación, por una parte, la revolución informática, por otra, y los flujos de población que se desplazan constantemente de unos países a otros, todo esto hace que, inevitablemente, las distintas culturas se vean obligadas, no sólo a encontrarse y conocerse, sino sobre todo a dialogar y a entenderse.

Ahora bien, las religiones son un componente esencial de las culturas. Lo cual quiere decir que el hecho de la globalización obliga, no sólo al encuentro y al diálogo entre las culturas, sino igualmente (y por eso mismo) al encuentro y al diálogo entre las religiones. Teniendo en cuenta que, cuando hablamos de «encuentro» y de «diálogo», debemos ser extremadamente cuidadosos para no usar frívolamente estas palabras. Digo esto porque el cristianismo ha vivido, durante veinte siglos, una tradición que ha identificado lo cristiano con lo absoluto: la verdad de los cristianos ha sido la verdad absoluta, el Dios de los cristianos ha sido el Dios absoluto, la salvación de los cristianos ha sido la salvación absoluta. Y así sucesivamente. De donde ha resultado una teología que se ha creído (y se sigue creyendo) la única poseedora de la plenitud de la verdad.

Sabemos que esta postura mental no es exclusiva de la tradición cristiana. En buena medida, se puede decir que las tres grandes religiones monoteístas o «religiones del libro» participan de esta manera de pensar. No en vano, las tres han sido denominadas «religiones de confrontación». Y sabemos que, durante siglos, se han perseguido mutuamente, se han descalificado cada una a las demás, han luchado a muerte entre ellas. Es cierto que, a lo largo del siglo XX, se ha promovido un amplio movimiento de diálogo y encuentro entre las distintas religiones. Pero no es menos verdad que, también durante el siglo XX, se ha hecho presente, en nuestro mundo globalizado, el fenómeno del fundamentalismo, que ha agravado las cosas, en el ámbito de lo religioso, desde diversos puntos de vista.

Hay quienes piensan que el fundamentalismo ha existido siempre. Propiamente hablando, eso no es así. El fundamentalismo ha surgido como respuesta a las influencias globalizadoras que las gentes religiosas suelen ver por todas partes, sobre todo en los últimos años. Como sabemos, el mismo término «fundamentalismo» data de comienzos del siglo XX, cuando se empleaba para referirse a las creencias de algunas sectas protestantes en Estados Unidos, particularmente aquellas que rechazaban las ideas de Darwin. Pero ese término se ha generalizado mucho más tarde. A finales de la década de los cincuenta (del siglo pasado), la entrada fundamentalismo no existía en el Oxford English Dictionary. De manera que, hasta los pasados años sesenta, ese término no se acuñó como palabra corriente Por otra parte, y como se ha dicho muy bien, «fundamentalismo» no es igual a fanatismo o autoritarismo. Los fundamentalistas piden una vuelta a las escrituras o textos básicos, que deben ser leídos de manera literal, y proponen que las doctrinas derivadas de tales lecturas sean aplicadas a la vida social, económica y política. De esta manera, el fundamentalismo da nueva vitalidad e importancia a los guardianes de la tradición. Sólo ellos tienen acceso al «significado exacto» de los textos. Así, el clero y otros intérpretes privilegiados adquieren un poder incuestionable. Un poder que es, no sólo religioso, sino además secular

Ahora bien, estando así las cosas en el complejo ámbito de las religiones, ¿qué podemos y debemos decir sobre la relación entre globalización y cristianismo?

Lo primero es afirmar, con todo vigor, que el cristianismo tiene que perder el miedo al diálogo y al encuentro con otras tradiciones religiosas y, en general, con las creencias que provienen de otras culturas. Aquí quiero ser muy claro y muy directo. En las iglesias cristianas y, sobre todo, en la iglesia católica, hay en este momento mucho miedo al diálogo inter?religioso. Lo cual es comprensible. La ortodoxia tradicional, que (durante tantos siglos) ha defendido celosamente que el cristianismo es la única religión verdadera, se ve hoy amenazada. La globalización de la cultura no se puede alcanzar por el procedimiento ingenuo de pretender globalizar la religión cristiana, como la única religión revelada por Dios a este mundo, la única poseedora de la verdad absoluta, la única que es el único medio de salvación para todos los seres humanos que habitamos el planeta tierra.

La pregunta que, al llegar a este punto, se hacen muchas personas es tan clara como inevitable: ¿es que puede el cristianismo renunciar a su absolutez sin renunciar a su esencia?. O sea, ¿podemos los cristianos decir ahora tranquilamente que no somos los poseedores de la única verdad revelada por Dios y que, por tanto, no somos el «pueblo elegido» por Dios?

Para responder a estas preguntas, lo primero que debemos tener en cuenta los cristianos es que la fe en Dios es fe en el Trascendente. Dios nos trasciende a todos los seres humanos. Lo cual quiere decir que Dios no está a nuestro alcance. Más aún, eso quiere decir que a Dios nadie lo puede alcanzar plenamente. Y, por tanto, que ninguna religión puede erigirse con la pretensión de poseer la plenitud de la verdad sobre Dios. Ahora bien, si nadie posee la plenitud de la verdad sobre Dios, nadie posee tampoco la exclusividad de la verdad sobre Dios. Por tanto, todas las religiones son aproximaciones inevitablemente parciales a una verdad y a una realidad que nos rebasa a todos y nos trasciende a todos. Una religión que no tiene conciencia clara de esto que acabo de decir es una religión que vive en la ingenuidad y (lo que es peor) en la falsedad. Porque es una religión que adora a un ídolo (que ella se ha construido), pero que no busca de verdad al Trascendente.

El problema de fondo se plantea cuando se trata de concretar cómo tenemos que buscar al Dios Trascendente. ¿Se trata de que «globalicemos» una idea sobre Dios, que sea aceptada por todos los pueblos, por todas las culturas, por todas las religiones? De entrada, hay que decir que eso hoy no es posible y seguramente no será nunca posible. Por tanto, cuando hablamos de la globalización, aplicada a las religiones, tal globalización no se puede plantear a partir de una «ortodoxia» compartida, sino sobre la base de una «ortopraxis» común. ¿Qué significa esto en concreto para nosotros los cristianos?

En el Evangelio de Jesús se nos dice que el signo de autenticidad de lo cristiano está, no en una determinada doctrina, sino en una determinada praxis: «En esto conocerán que sois discípulos míos, en que os amáis unos a otros» (Jn 13, 35). Ahora bien, hablemos en serio de este asunto: ¿cómo hay que quererse para que ese cariño resulte ser un signo, una prueba, de que realmente somos discípulos de aquel Jesús que hoy es uno de los grandes referentes de lo mejor de la humanidad? El teólogo de Sri Lanka, Aloysius Pieris, ha escrito algo que nos debe hacer pensar: «Propongo que el instinto religioso sea definido como una urgencia revolucionaria, un impulso sico ? social para generar una nueva humanidad… Este nuevo impulso constituye y, por tanto, define la esencia del homo religiosus» Esto se podría traducir, en concreto, por lo que acertadamente ha dicho el teólogo Paul F. Knitter: «mejor que el monasterio o el monte del místico, la lucha por la justicia puede ser el lugar donde hindúes, budistas, cristianos y judíos pueden sentir y comenzar a hablar sobre lo que los une»

Pero aquí me parece necesario advertir que, al decir estas cosas, no estoy haciendo solamente piadosas exhortaciones a la práctica del bien. Al afirmar todo esto, estamos trascendiendo el ámbito de la ética. Porque estamos tocando una de las cuestiones más serias y más determinantes de la teología cristiana en este momento. Los cristianos venimos afirmando, desde hace muchos siglos, que creemos en la «encarnación de Dios», tal como se realizó en aquel hombre que fue Jesús de Nazaret. Al afirmar esto, estamos diciendo que ponemos nuestra fe en un Dios que se ha fundido y confundido con lo humano, con todo lo verdaderamente humano. El prólogo del evangelio de Juan afirma esto con una fuerza que resulta impresionante: O Logos sarx egéneto (Jn 1, 14), es decir, la Palabra (que nos revela a Dios) se hizo debilidad. Tal es el sentido de la «carne» (sarx) en la cultura de entonces. 0 sea, Dios se fundió hasta con lo más débil de la condición humana. La «encarnación» no es sólo la divinización del hombre, sino además de eso (y juntamente con eso) la humanización de Dios. Ahora?bien, eso nos lleva derechamente a la reflexión siguiente: si las actitudes cristianas han evolucionado del eclesiocentrismo al cristocentrismo y de éste al teocentrismo, deben evolucionar ahora hacia lo que en símbolos cristianos podría ser llamado «reinocentrismo» o, dicho con un término más técnico, «soteriocentrismo». ¿Qué significa esto? Significa que, para los cristianos, lo que constituye la base y la meta del diálogo Inter. ? religioso, lo que hace posible el entendimiento entre las gentes religiosas (sean de la confesión que sean), lo que une a las religiones en un discurso y praxis común, no es cómo se relacionan con la Iglesia (invisible a través del llamado «bautismo de deseo»), o cómo se relacionan con Cristo (anónimamente [Rahner] o normativamente [Küng], ni siquiera cómo responden y conciben a Dios, sino más bien hasta dónde están promoviendo el bienestar humano, la felicidad de las personas, la liberación del sufrimiento, la integración de los pobres y las no?personas en una sociedad que sea más humana y más habitable que esta sociedad desbocada que entre todos hemos organizado y en la que los «satisfechos» nos sentimos seguros y a gusto.

Conclusión: el «nuevo Absoluto»

El complejo fenómeno de la globalización, que a casi todos nos ha sorprendido y a muchos los tiene desconcertados, está empujando con fuerza creciente a las religiones, y concretamente al cristianismo, a afrontar uno de los asuntos más serios y profundos que la fe religiosa ha tenido que afrontar a los largo de los tiempos. El cristianismo afirma su fe en el Absoluto. Pero el problema está en saber qué queremos decir cuando hablamos del Absoluto. Es decir, se trata de saber en qué ponemos nuestra fe. Esa fe, ¿la tenemos puesta en la Iglesia? ¿la tenemos puesta en Cristo? ¿la tenemos puesta en Dios? Por supuesto, los cristianos creemos en todo eso. Pero, insisto, ¿todo eso es «lo último», en el orden concreto de las creencias que determinan y organizan nuestra vida? Aquí me limito a recordar lo que dice Jesús en el Sermón del Monte: «Buscad primero (o sea, ante todo) el Reino de Dios y su justicia; y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6, 33). Cuando el Evangelio dice «todo lo demás», ahí tenemos que incluir a la Iglesia, a Cristo, a Dios. Porque una Iglesia, un Cristo y un Dios, que no nos llevan derechamente a aliviar el sufrimiento de este mundo y hacer más dichosa la vida de los mortales, son una Iglesia, un Cristo y un Dios que no se corresponden con el Evangelio, sino con nuestras conveniencias. Y eso ya no sería vivir en el cristianismo, sino en el engaño que nos interesa. Ahora bien, superar este engaño es la tarea más urgente que a todos nos concierne.

Este artículo es parte del trabajo ?Espiritualidad para Insatisfechos??, que incluye los siguientes temas:

1.El centro de la espiritualidad Cristiana
2.¿En qué Dios creemos?
3.Dios entra por los sentidos
4.El Dios de la alegría y la alegría de los cristianos
5.Globalización y cristianismo
6.La utopía de Jesús