Hace una hora que se han despertado. Sólo están cinco de los diez que conforman el grupo y se han desplazado a una pradera de césped del viejo cauce del Turia junto al puente de Aragón, en busca de algún rayo de sol, que ayer nunca llegó a despuntar. Se sientan sobre una tela andrajosa. Van bien abrigados. El frío todavía atenaza sus músculos, aún por despertar tras otra noche fría, (unos cuatro grados), entre mantas y cartones.
«Vivimos aparcando coches. Y esta noche se ha notado mucho el frío», explica Marcin. «Para notarlo menos, utilizamos dos mantas y cartones. Yo duermo con otros compañeros junto al puente. Otros un poco más lejos», señala este polaco que lleva más de tres años en Valencia.
Junto a él, Mitea Vasile apura un chato de vino improvisado. En este caso ni es en botella ni crianza, pues para mitigar el frío sólo se necesita el clásico tetrabric. No tiene vaso de cristal ni de plástico, y utilizan el tapón de un bote de nata montada, que se van pasando entre ellos. En su caso, es el mayor y apenas habla. «¿Quieres vino?», ofrece amablemente. Sin tener nada, no ve problema en compartir tabaco o su preciado líquido rosado.
«Yo llevo en España más o menos cinco años. He estado en Alicante, Elche, Castellón y en varios lugares de Rusia, pero nunca he encontrado un buen trabajo», explica Jouzas, otro de los inquilinos del puente. Con este currículum parece difícil que le afecte demasiado el frío, pero lo nota. Tiembla al hablar, y el césped húmedo bajo su pelvis cala la ropa. Señala que se ganan unos seis euros diarios aparcado vehículos en el centro, y es poco para sobrevivir. «Con eso no llega para comer, para tabaco y para el vino», dice luciendo una enorme sonrisa, por difícil que parezca. «El vino da calor», se explica.
Apenas habla español (lleva menos de un año en Valencia), por lo que lo que la voz cantante la lleva Marcin. «Tenemos más mantas guardadas entre los arbustos» explica. «Nos las da la policía», señala, en referencia a las patrullas del X4. Se trata de agentes de la Policía Local cuya labor se basa en asistir a personas que duermen en la calle, ofreciéndoles asistencia y plazas de albergue. «La Policía no nos da problemas. Algunos chiquillos sí, porque nos tiran piedras, pero son chiquillos», explica Marcin.
Resulta extraño que existiendo plazas de albergues para transeúntes, (personas sin techo), haya quienes prefieran la calle. Las adicciones suelen ser el principal escollo, como es el caso del vino y el alcoholismo, pero tampoco gusta estar sujeto a los horarios.
Ellos alegan otras cuestiones. «Hay mucha gente en los albergues y prefieren no mandar más. Además, sólo puedes estar tres días y luego fuera», añade Marcin mostrando un carné de la casa de la Caridad. «Con seis euros no nos llega a nada. A veces comemos lo que podemos de las basuras.», dice este ciudadano de Polonia que, según relata, llegó a Valencia tras ser avisado de su pareja de que había nacido un hijo suyo. «Y estoy viviendo en la calle», lamenta, sin querer profundizar más sobre sus cuestiones familiares.
Aunque el viejo cauce es zona de refugio de indigentes, tras el desalojo del campamento de Ademuz en verano apenas se ve a nadie en las inmediaciones, ni tampoco en cerca de las torres de Serrano. «Tras el desalojo, cuando aparece alguno viene la Policía», apunta un jardinero de la zona.
En los primeros tramos del cauce se encuentra Juan José. Es un vagabundo español que dice dormir en un banco. Rechaza los albergues porque no le dejan «vivir con libertad». La calle ha endurecido su semblante, surcado de arrugas. «Cuando hace frío es duro, pero haces amigos y conoces a gente», señala sonriendo, como riéndose de las jugadas de la vida.