El desafío parece ser el de dotar al Pueblo de Dios de una nueva manera de relacionarse, haciendo… (Marco Antonio Velásquez).
Puede ser prematuro sacar conclusiones de la contundente manifestación que significó el protagonismo del papa Francisco en la JMJ de Río. Aún a riesgo de ello, es evidente que el papa ha salido fortalecido; tiene desde ahora, a su haber, el respaldo abrumador de la «Iglesia militante». Seguro que aquello le dará audacia para emprender reformas de mayor profundidad.
Sus gestos y mensajes -que han tenido la mayor cobertura mediática de los tiempos- han buscado impulsar una gran transformación en el seno de la Iglesia. Sin exagerar, se acumula evidencia de estar en presencia de una verdadera revolución eclesial.
Con su protagonismo en Río, el papa ha sentado las bases para impulsar una nueva cultura eclesial, la que ha confiado -como es lógico- no a la jerarquía, sino al Pueblo de Dios y, particularmente, a la juventud. Desde allí espera que se produzcan cambios de hábitos y costumbres en la vida de la Iglesia. En tal sentido apunta aquello de ?salir a la calle??, ?armar lío??, ?no dejarse excluir??, ?cuidar los extremos de la vida??, etc. Toda una retórica orientada a empoderar a la Iglesia militante, facultando a los contingentes juveniles y posicionándolos en la primera línea de la transformación social de la Iglesia.
Es evidente que el diagnóstico del papa respecto de la crisis actual de la Iglesia, pasa más por cuestiones pastorales que teológicas.
El desafío parece ser el de dotar al Pueblo de Dios de una nueva manera de relacionarse, haciendo operativa la comunión eclesial. De esta forma busca establecer un nuevo sustento en la vida de la Iglesia para superar aquella funcionalidad de tipo monárquico-piramidal, que en la práctica ha hecho inoperante el espíritu del Concilio Vaticano II.
Todo indica que Francisco se ha empeñado en remover, definitivamente, la pesada piedra que durante siglos ha dejado como anclada a la Iglesia en la cristiandad. Para imprimirle nueva vida, con la gracia de Dios, está dando un paso estratégico clave al orientar sus esfuerzos y creatividad en superar los vicios ancestrales de la jerarcología y del clericalismo, que tanto han dañado la vida de la Iglesia.
La estrategia pareciera querer desinstalar a la «Iglesia docente» y confiar a la «Iglesia discente» un rol catalizador fundamental. Con ello parece empujar a toda la Iglesia en la dirección de la parresía apostólica.
Y para mayor consistencia, el mismo papa comienza por dar el ejemplo, asumiendo un paso personal determinante para desencadenar esta transformación. En virtud de ello, en Río, él se despoja definitivamente de uno de los atributos más propios que la cristiandad fue confiriendo al papado, quitándole irreversiblemente esa aura de sacralidad. Muere así definitivamente aquella cripto-herejía que por muchos siglos dificultó el caminar de la Iglesia. La renuncia de Francisco en Río a la seguridad y su confesión a los periodistas, que le acompañaban en su regreso a Roma, de «habituarnos a ser normales», constituyen la prueba lapidaria del término de la papolatría.
Como un signo de los tiempos, el anhelo de Dios nacido en Asís hace 800 años, parece encontrar un fuerte impulso en el Francisco de hoy, quien escuchando aquel llamado de ?ve y reconstruye mi Iglesia?? pone en marcha una gran revolución eclesiológica de tipo copernicano.