En el Año de la Fe; ¿Qué es la Fe para los Cristianos? -- Marco Antonio Velásquez Uribe

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Reflexión y Liberación

Más allá del fides latino -que comprende la dimensión de la fe desde el creer- y del pistis griego -que lo enriquece con la confianza, la fidelidad, el compromiso y la verdad, hay aspectos de la fe que la etimología no logra recoger en profundidad. Ello porque las raíces etimológicas de la fe son pre-cristianas, de modo que no expresan la dimensión de la experiencia personal con el Resucitado. Por lo mismo, en el Antiguo Testamento hay escasa referencia a la fe; mientras que, en el Nuevo Testamento es Jesucristo quien integra en su pedagogía los contenidos y las implicancias de la fe.

En tal sentido, el Catecismo ofrece una comprensión enriquecida al enseñar que ?la fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida.?? (Catecismo de la Iglesia Católica 26).
Siendo la resurrección un hecho determinante de la revelación cristiana, el catecismo supone la respuesta kerygmática del hombre y la mujer cristiana.

Mientras la visión pre-cristiana parece recoger los elementos culturales de la fe, como la creencia y la tradición; la kerygmática adquiere una implicancia distinta, en cuanto supone la transformación personal que produce la conversión. Luego, si la antigua fe implica la propagación de una cultura recibida, asegurando su continuidad histórica; la nueva implica necesariamente la transformación de la cultura. Por lo mismo, la primera es una fe mas bien pasiva; mientras la nueva refiere a una fe activa, que comienza con una experiencia personal de encuentro, continúa con la transformación individual y, consecuentemente, condiciona la tarea de la transformación social, renovando la cultura. Luego la fe kerygmática, siendo igualmente un don, implica la colaboración humana en la acción.

Si bien en la fe renovada necesariamente convergen elementos indispensables del fides y del pistis, que se expresan en El Credo, la evidencia deja al descubierto que la experiencia de la fe cristiana sigue, en muchos aspectos, recluida en una dimensión pre-cristiana, en cuanto se manifiestan con mayor visibilidad los elementos pasivos de la creencia y de la herencia cultural.

Entonces el llamado del papa Benedicto XVI a vivir el Año de la Fe con miras a una Nueva Evangelización (ya anticipado por Juan Pablo II en 1992) parece reconocer implícitamente esta dualidad, impulsando el desafío de alcanzar una evangelización transformadora de la realidad. De ahí, la necesidad de reforzar el andamiaje para una renovación de la fe, sobre el mismo fundamento, Jesucristo.

Siendo Jesucristo el referente de la fe, una cuestión fundamental de la dimensión kerygmática es su indisociabilidad al riesgo de la cruz; de manera que la maduración de una fe renovada implica necesariamente adiestrarse para tomar riesgos en forma consciente y voluntaria.

Aquí radica la complejidad de la Nueva Evangelización, porque la fuerte corriente cultural fluye exactamente en sentido contrario al de una fe renovada. En efecto, mientras se reafirma como virtud la suficiencia humana, la fe kerygmática pone su confianza en la reciprocidad de Dios a la actuación humana. Esta dicotomía entre la suficiencia humana y la reciprocidad de Dios se torna patente ante las temidas consecuencia del ejercicio de una fe activa, como son los riesgos personales.

En el ejercicio de la fe kerygmática siempre habrá un vacío entre la cómoda situación actual y la consecuencia de la acción cristiana; de manera que normalmente la actuación estará rodeada del vértigo que produce el vacío; donde la confianza radica en que del otro lado siempre estará la respuesta de Dios.
Así, en la potencialidad de la fe está la acción liberadora que produce la actuación humana. Luego, la transformación de la realidad torcida por el pecado queda confiada por Dios a la acción humana, cuya efectividad es asegurada por la promesa del Espíritu Santo.

De esta manera, el ?dios mágico?? es vencido y se revela el Dios con Nosotros, el Emmanuel. Y de paso, se recupera también la fe en la humanidad, en la potencialidad transformadora de la acción humana.
Al vivir la fe como ese espacio de riesgo de la acción cristiana, cubierta por la gracia divina, surgen dos elementos condicionantes de esta vivencia de la fe: el miedo y el temor.

Por un lado, el miedo emerge como lo opuesto a la fe, en cuanto anula su potencialidad liberadora y despierta los demonios que inhiben y paralizan la acción. Al respecto, los Evangelios revelan cómo el miedo distorsiona la realidad (Mc 6, 49-50 y Jn, 6, 19-20), provoca la zozobra en la tormenta (Mt 8, 26; Mc 4, 40, Lc 8, 24-25) y el hundimiento (Mt 14, 30); así también el mismo Jesucristo da indicaciones concretas de cómo vencer el miedo para alcanzar fecundidad apostólica (Mt 10, 26-31; Lc 12,5 y Lc 24, 37-38).

Por el contrario, la virtud de la fe ante el riesgo es el temor; aquello que lleva a contemplar el peligro, conocerlo, explorar alternativas y aventurarse hasta enfrentarlo con decisión, ?poniendo todo de sí como si todo dependiera de uno, pero a la vez esperándolo todo en Dios?? (san Ignacio de Loyola). El riesgo visibiliza y hace tangible la debilidad humana, quedando abierto el sustrato fecundo para la acción ineludible de Dios que siempre responde.

Los frutos de la acción así emprendida son inapropiables por el corazón humano, quedando el mérito del lado de Dios, a quien se vuelve la gratitud humana en forma de glorificación. En su defecto, los frutos atribuidos al mérito humano quedan en el ámbito de la vana-gloria.

La experiencia enseña que la fe asumida como riesgo personal es fecunda y liberadora; mientras que la actuación asumida con cálculo es mezquina e infecunda. Pues entonces, el mundo hoy necesita de los cristianos el ejercicio de una fe activa y renovada, que tome riesgos y que favorezca la transformación de la realidad. Esto es la Nueva Evangelización.