El purgatorio del cura Antonio que pagó una «extorsión» por su hijo con 300.000 euros de su parroquia: «No me arrepiento de nada…» -- Chema Rodríguez

0
357

Enviado a la página web de Redes Cristianas

Admite que usó parte del dinero, pero para pagar a los extorsionadores que le amenazaban con deportar a su hijo africano adoptado. Carga contra el obispo de Cádiz que, asegura, le persigue y lamenta haber confiado «en quien no debía»
«Y cantaré de aquel segundo reino / donde el humano espíritu se purga / y de subir el cielo se hace digno»
Purgatorio. Canto I. Divina Comedia. Dante Alighieri

Siete años lleva el cura Antonio Casado en el purgatorio, en ese punto intermedio entre el infierno y el paraíso donde se purgan los pecados y el sufrimiento es el camino. El de Dante Alighieri tenía siete niveles, siete grados. El del párroco expulsado de Vejer de la Frontera tiene tantos que ha perdido la cuenta. El último, una sentencia del Tribunal de la Rota -que él ha recurrido a Roma- que pretende inhabilitarle durante tres años y otro, pendiente como espada de Damocles, en forma de la investigación judicial en la que está acusado de apropiarse de más de medio millón de euros de las cuentas de la parroquia y que podría conducirle al infierno de ocho años de prisión, que es lo que pide para él la Fiscalía.

Antonio, suspendido por la Diócesis de Cádiz desde hace siete años, cuando estalló el escándalo, oficia cada día solo para él en la ermita de la barriada de El Colorao, en Conil de la Frontera, que él mismo reconstruyó y que ha sido, y es, su único techo después de perderlo todo. Allí expía sus pecados, pero también señala con el dedo acusador a quienes, afirma, le han traicionado y perseguido. Por encima de todos, el propio obispo de Cádiz, Rafael Zornoza, a quien acusa de perseguirle y buscar su ruina solo por una razón, por dinero.

Porque el padre Antonio, 61 años, reconoce sus pecados. Admite que cogió varios cientos de miles (él calcula que unos 300.000 euros) de la parroquia de Vejer de la Frontera y se los entregó a una mujer, Miguela Domingo, pero que no lo hizo por enriquecerse ni porque, como se ha insinuado, lamenta, tuviera ninguna relación sentimental con ella.

Confiesa pero no se arrepiente, porque este sacerdote nacido en Sevilla dice que volvería a hacer exactamente lo mismo. «De lo único que me arrepiento es de haber confiado en quien no debía», apostilla.

Pero, ¿qué es lo que hizo, lo que volvería hacer, el padre Antonio?

Según su versión, la que esgrime ante los tribunales penales y eclesiásticos en los que pelea por salir de su particular purgatorio, el dinero lo empleó para pagar a extorsionadores/estafadores en los que confió para salvar a un niño guineano al que terminó adoptando y que hoy es, con todas las de la ley, su hijo Juan.

Miguela Domingo, la mujer a cuya cuenta corriente transfería los fondos que, antes, retiraba de la caja parroquial, es la gran estafadora en su relato, una especialista en Derecho que se ofreció a gestionar en su nombre el procedimiento de adopción de su hijo africano y que le habría engañado durante años pidiéndole distintas cantidades de dinero para trámites que resultaron ficticios, abusando de su confianza y azuzando el miedo a que las autoridades pudiesen deportar al pequeño.

El principio de la historia
El final de esta historia dantesca aún no se ha escrito, pero el principio lo cuenta a Crónica, harto de que se le tilde de ladrón, el protagonista desde su retiro de El Colorao, desde su purgatorio.

Juan, su hijo, tiene ahora 24 años y cuando lo vio por primera vez y lo rescató tenía poco más de uno. Tenía raquitismo y su vida corría serio peligro. Fue en Guinea Ecuatorial, donde hace más de dos décadas Antonio Casado fue enviado para ser el capellán del orfanato Nuestra Señora de la Almudena de Malabo, la capital, que gestionaban las Hermanas Misioneras de María Inmaculada.

Fue al poco de llegar, cuando las monjas le advirtieron de la llegada al orfanato de un pequeño en situación extrema y le rogaron que hiciese lo posible por evacuarlo a España para salvarle la vida. Con la ayuda del entonces cónsul español, envía al niño a Córdoba, donde vivía su madre, Juana, a la que encomienda su cuidado. Tras pasar un mes en el hospital de la Cruz Roja, Juan sale adelante.

Pero su visado tenía fecha de caducidad, dos años máximo, y viendo el panorama en Guinea Ecuatorial y lo bien adaptado y feliz que estaba en España, el cura Antonio, que había vuelto a África entretanto, decide iniciar los trámites de adopción. Ahí entra en escena Miguela Domingo, a la que conoce, precisamente, en Guinea, en una visita de una delegación de profesores de la Universidad de Alcalá de Henares de la que formaba parte. Ella se ofrece a librarle del papeleo y él acepta encantado y aliviado.

Casado, en la ermita de Conil donde vive actualmente.
Casado, en la ermita de Conil donde vive actualmente.
A lo largo de los años siguientes, el sacerdote le va ingresando en su cuenta el dinero que ella le va pidiendo para tramitar, impulsar o preservar el proceso de adopción. Se cruzan decenas de correos electrónicos, en poder de este periódico, en los que Miguela le va requiriendo mil euros, 1.500… Cuando, en realidad, dice ahora, la adopción culminó en solo dos años.

«Al principio saqué el dinero de mis ahorros, luego hipotequé la casa de mi madre, que acabé perdiendo», recuerda, y fue entonces cuando echó mano a los fondos, cuantiosos, de la parroquia de Vejer a la que había sido trasladado, desde Conil, unos años antes por el obispo Zornoza.

El dinero procedía del arriendo de tierras que, a su vez, habían sido legadas a la parroquia y que generaban, apunta, pingües beneficios. Todo lo iba anotando «porque sabía que tendría que rendir cuentas algún día» y también, admite, dispuso de dinero en efectivo o en cheques al portador para pagar a trabajadores. Todo eso suma el más de medio millón de euros.

Dice el padre Antonio que al cabo de unos años ya empezó a sospechar de tanta petición económica y que, si aguantó hasta 2017 fue porque estaba esperando a que su hijo cumpliese los 18 años y tuviese garantizado quedarse en España. Entonces lo primero que hizo fue acudir al obispo Zornoza y le contó la estafa de la que había sido víctima. Pero «no me creyó».

Se presentó a continuación en el cuartel de la Guardia Civil y volvió a contar su historia, pero, se queja, echaron poca cuenta de las extorsiones y mucha al dinero que había cogido para pagarla, iniciándose entonces la investigación que amenaza con meterle entre rejas. ?l se defiende asegurando que tenía todo el derecho a disponer de los fondos y que fue doblemente víctima. Una, de los estafadores, y, dos, del obispo que le exigió poner todo ese dinero a su disposición. «Para el obispo todo son negocios», denuncia, grabada en su mente lo que le dijo su superior tras su confesión: «El niño te ha costado su peso en oro».

Juan estudió Ciencias del Deporte en Sevilla, quiso ser guardia civil y ha acabado siendo militar. Es un joven de 24 años «estupendo, buenísimo», con una «vida normal» y un padre lleno de orgullo para el que todo esto bien vale un purgatorio.