EL PAPA Y EL ISLAM. José Mª Castillo

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Diario de Cádiz

La reciente alusión de Benedicto XVI, en Ratisbona, al Dios de la yihad islámica, contraponiéndolo al Dios de la tradición cristiana, ha provocado bastante indignación en no pocos ambientes musulmanes. Sin embargo, lo que ha dicho el Papa invita a una reflexión sosegada que seguramente nos viene bien a todos.

Quede claro, antes que nada, que yo siento un profundo respeto por el Papa. Como lo siento también por el Islam. Esto supuesto, me limito aquí a decir algo, que, según creo, nos puede ser útil lo mismo a los cristianos que a los musulmanes, precisamente en este momento. Ante todo, me parece evidente que el Papa no ha querido ofender al Islam, a sus creencias y, menos aún, a su Dios.

Antes que nada, porque al propio Papa no le interesa ni le conviene hacer eso. Semejante insensatez, a quien primero dañaría sería al mismo Benedicto XVI, a su imagen pública, a su credibilidad como dirigente religioso que, desde el día que tomó posesión del cargo, viene defendiendo y predicando la paz y el entendimiento entre los pueblos, las culturas y las religiones. Además, ponerse ahora a insultar y, por tanto, enfrentar a unos mil millones de musulmanes, que tienen que convivir, en nuestro mundo globalizado, con casi otros tantos millones de cristianos, recurriendo al burdo argumento de que el Dios de unos es mejor que el Dios de los otros, sería una estupidez de tal magnitud que un hombre inteligente y en sus cabales, como es el caso de Benedicto XVI, ciertamente no hace.

Eso perjudicaría gravemente, no sólo a su persona y a su cargo, sino a la religión que preside y defiende. No es posible. El Papa no ha podido decir lo que, en algunos medios, se nos dice que ha dicho. Semejante disparate no cabe en cabeza humana, sobre todo si tenemos en cuenta la sensibilidad que hoy tenemos la gran mayoría de los ciudadanos del mundo.
Entonces, ¿qué ha pasado? Es importante recordar que el Papa no ha hablado del Dios del Islam, sino del Dios de la yihad islámica.

La palabra yihad significa «esfuerzo, lucha». Y se la considera un concepto clave en el Islam, que propone la acción (y no la sola paz espiritual) como vía hacia la realización de los valores a los que aspira. Ahora bien, si pensamos en todo este asunto desde ese punto de vista, lo primero que tendríamos que reconocer es que, no sólo muchos musulmanes, sino igualmente muchos cristianos llevamos dentro de nosotros nuestra propia yihad, es decir,
nuestro «esfuerzo» y nuestra «lucha», precisamente a partir de creencias religiosas.

Y conste que no hablo de lo que ocurrió en tiempos pasados, cuando, por ejemplo, san Bernardo, al predicar las cruzadas, dejó escrito que matar al infiel sarraceno no era cometer un «homicidio», sino llevar a cabo un «malicidio». No me refiero a nada de eso. Es verdad que, en nuestro tiempo, no existe entre los cristianos el terrorismo suicida que practican algunos grupos que provienen del islamismo fanático. Pero también es cierto que, puestos a hablar de terrorismo, no deberíamos olvidar que también existe el llamado «terror de Estado», una expresión que empezó a utilizar el ministro turco de Derechos Humanos, al referirse a las enormes atrocidades cometidas contra los kurdos en 1994.

Pienso que a todos nos vendría bien recordar que, como ha escrito Noam Chomsky, el antiguo director de Human Rights Watch en África, hoy profesor de Derecho en la Universidad de Emory, quizá hablando en nombre de muchos otros en todo el mundo cuando, en enero de 2002, se dirigió al Consejo Internacional de Política de Derechos Humanos en Ginebra y declaró: «Soy incapaz de apreciar ninguna diferencia moral, política o legal entre esta yihad por parte de Estados Unidos contra los que llama sus enemigos y la yihad emprendida por grupos islámicos contra aquellos a los que llama sus enemigos» (N. Chomsky, Hegemonía o supervivencia, Barcelona, Ediciones B, 2004, 291).

Quiero decir con esto que, si somos sinceros, tenemos que reconocer que en este mundo hay demasiada gente que lleva en su cabeza y en su corazón un Dios de la yihad, o sea, un Dios del esfuerzo y la lucha. Y, lo que es peor, un Dios de violencia y de muerte. Que semejante Dios está asimilado por determinados grupos islámicos, nadie lo duda. Pero que ese Dios es el Dios al que le rezaba Bush en sus desayunos de oración cuando se puso a tirar bombas sobre Iraq, es cosa que tampoco debemos olvidar. Y bien sabemos que el Dios de Bush es el Dios cristiano. También contra ese Dios ha hablado el Papa en Ratisbona. Pienso que Benedicto XVI lo debería haber dicho así de claro.

Con lo que se habría evitado la indignación de unos y la sorpresa de otros en medio mundo. Pero, sea de esto lo que fuere, lo que resulta evidente es que la religión, en la conciencia y en manos de gente fanática y fundamentalista, es un asunto muy peligroso. Porque, a gran escala, desencadena guerras y atentados mortales. Y, a escala doméstica y casera, provoca indecibles sufrimientos, humillaciones y destrozos humanos de sobra conocidos por psiquiatras, terapeutas y personas de buena voluntad. Honestamente pienso que eso es lo que el Papa ha querido denunciar. Y en eso, quien tenga las manos limpias que tire la primera piedra.