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El capitalismo financiero ha cooptado todos los espacios de la vida contemporánea y la política no ha encontrado caminos certeros para enfrentar sus desafíos.
Revista NUEVA DEMOCRACIA
Aquello que eran deformaciones fragmentarias, penetraciones puntuales a través delobbies, de actos de corrupción y de «puertas giratorias» entre el sector público y el privado, pasó a cobrar un mayor volumen y se convirtió por ósmosis en poder político articulado dentro del cual el interés público es algo que aflora solo por momentos, y siempre a raíz de los prodigiosos esfuerzos de las manifestaciones populares, o de frágiles artículos en la prensa alternativa, o de algún que otro político independiente. El poder corporativo se sistematizó, capturó una a una las variadas dimensiones de la expresión y el ejercicio del poder, y esto dio lugar a una nueva dinámica o una nueva arquitectura del poder realmente existente.
Lo primero a tener en cuenta es que se trata de gigantes corporativos, y ya no de millones de unidades pequeñas y medianas cuyo poder se diluye. En el capitalismo del siglo XXI, posterior a la crisis de 2008, 737 grupos controlan 80% del mundo corporativo y solo 147 de ellos controlan un 40%; tres cuartas partes de estos últimos son bancos. Un grupo de 16 especuladores (traders) que operan a escala planetaria controlan lo esencial del mercado de intermediación de commodities, la sangre de la economía mundial. Las 28 instituciones financieras de importancia sistémica (systemically important financial institutions, SIFI) disponen, como orden de magnitud, de unos 50 billones de dólares, cuando el PIB mundial es del orden de los 75 billones. Cada una de esas 28 instituciones maneja en promedio 1,8 billones de dólares; para hacernos una idea de su magnitud, el PIB de un país como Brasil es de 1,5 billones. Y Brasil es la séptima potencia económica del mundo. Como dice Octavio Ianni, la política cambió de lugar.
Un segundo eje de análisis para este proceso es el cambio radical en las formas de apropiación de la renta y la riqueza. En el viejo capitalismo explotador, el capitalista explotaba pero también invertía, producía y generaba empleo. Había un adversario contra el cual luchar. Hoy, con un sistema financiero globalizado, la apropiación de la plusvalía obedece a mecanismos centrados en la especulación con derivados (más de 600 billones de dólares de outstanding derivatives, cerca de ocho veces el PIB mundial), con deuda pública (52 billones de dólares para el conjunto de los países endeudados), con impuestos que recaen sobre personas físicas y jurídicas, y con incontables tasas sobre tarjetas de crédito, seguros y otros productos cada vez más complejos que drenan las economías mundiales. Hoy, tal como afirma el dicho, la cola mueve al perro. En esta era de financiarización global, la plusvalía financiera se ha convertido en la forma dominante de apropiación de la renta y la riqueza. Joseph Stiglitz lo resume así: «Mientras que antes las finanzas constituían un mecanismo para inyectar dinero a las empresas, hoy sirven para extraer dinero de ellas».
Este capitalismo disfuncional en términos económicos necesita cada vez más del Estado para compensar con poder político toda la legitimidad que pierde en la esfera económica. De este modo el poder económico, predominantemente bajo la forma financiera, conduce con rapidez a la deformación del sistema político. Martin Wolf, periodista jefe de la sección económica del Financial Times, sintetiza muy bien esta transformación: «Los incrementos ampliamente distribuidos de la renta real jugaron un papel vital en la legitimación del capitalismo y en la estabilización de la democracia. Hoy, sin embargo, al capitalismo se le hace cada vez más difícil generar un incremento similar en la prosperidad. Por el contrario, lo que se pone en evidencia es una creciente desigualdad y una reducción en el ritmo de crecimiento de la productividad. Esta combinación nociva vuelve a la democracia intolerante y al capitalismo ilegítimo».
El poder financiero de los gigantes corporativos mundiales es avasallador. Y es difícil hacerse a la idea de que tal máquina económica ha de abstenerse de ejercer el correspondiente poder político. En los hechos, la apropiación del poder se produce de modo acelerado en las más diversas áreas, y basta conectar un hilo con otro para percatarse del impacto en todo el sistema. Para lo que sigue vamos a considerar, dentro del marco limitado de este artículo, solo algunas de las principales tendencias.
Una de ellas es la expansión misma de los lobbies tradicionales. Solo en Europa, Google tiene contratadas ocho empresas de lobby, además de financiar de manera directa a parlamentarios y miembros de la Comisión. La empresa posiblemente deba pagar 6.000 millones de euros por ilegalidades cometidas en Europa. Los gastos de Google en este área ya se acercan bastante a los de Microsoft. En Brasil se está negociando una propuesta de enmienda de la Constitución que legitimaría la interferencia política directa por parte de las empresas en todas las esferas de gobierno (PEC 47/2016).
En tanto que el lobby todavía se puede considerar como una forma externa de presión, mucho más importante es el financiamiento directo de las campañas políticas, llevado a cabo a través de los partidos o como inversión directa en determinados candidatos. En Brasil, una ley promulgada en 1997 autorizó a las empresas a financiar candidatos, lo que causó un impacto desastroso en el comportamiento de diputados y senadores, que acabaron creando bancadas corporativas. En 2010 Estados Unidos tomó el mismo camino, tras lo cual se hizo habitual el comentario «tenemos el mejor Congreso que el dinero puede comprar». En Brasil finalmente el Supremo Tribunal Federal decretó en 2015 la ilegalidad de tal práctica, aunque se esperan nuevas presiones.
La cooptación del ámbito jurídico adquirió una enorme importancia. Una forma particularmente dañina de este proceso se dio a través de los llamados «settlements», acuerdos por los cuales las corporaciones se someten a pagar una multa pero no quedan obligadas a reconocer sus culpas, y así evitan que el proceder penal recaiga sobre los responsables. De este modo los administradores corporativos y los financistas se quedan tranquilos ante la certeza de que no serán procesados. Stiglitz afirma: «Hemos observado en varias oportunidades que ninguno de los responsables de los grandes bancos que llevaron al mundo al borde del colapso fue hallado responsable de su nocivo accionar. ¿Cómo es posible que no haya responsables, sobre todo teniendo en cuenta la magnitud de los acontecimientos de los últimos años?». La senadora estadounidense Elizabeth Warren ha presentado informes donde describe de manera precisa estos mecanismos, identificando por su nombre a las empresas y sus formas de apropiación.
Corporaciones de Internet y nuevas dinámicas capitalistas
Sally Burch
ALAI AMLATINA, 14/10/2016.- Hace varias décadas que los movimientos sociales tienen en la mira a las corporaciones transnacionales, su injerencia en la gobernanza global y sus abusos de poder. Los sectores de la minería, petróleo, agro-alimentación, farmacéutica, finanzas, están entre los grupos que más son objetos de monitoreo, crítica y movilizaciones. Un logro importante al respecto es la decisión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU de crear un instrumento internacional vinculante para las corporaciones transnacionales y otras empresas con respecto a los derechos humanos.
No obstante, la actuación en este plano suele pasar por alto a las corporaciones globales de Internet, tal vez porque se las ve como más ?amigables??, por la utilidad de sus servicios en la vida cotidiana. Toda vez, desde hace una década, este sector es uno de los de mayor crecimiento y concentración monopólica, con nuevas dinámicas capitalistas, cuyo epicentro se ubica en Silicon Valley (California). Sus principales protagonistas, –Google, Facebook, Amazon, Paypal, Uber, Microsoft y similares–, extienden sus operaciones hacia cada vez más áreas de la economía y la sociedad, donde forman alianzas con otros sectores transnacionales, como parte del rápido proceso de transición hacia un nuevo paradigma tecnológico, que va a revolucionar nuestras sociedades, para mejor o para peor.
En toda la historia, la innovación tecnológica ha permitido a las sociedades humanas mejorar sus condiciones de vida. Pero cuando el control de estas tecnologías se concentra en pocas manos, ellas se suelen convertir en herramientas para controlar a la sociedad misma, consolidando el dominio de determinados grupos de poder. Es particularmente el caso cuando se trata de tecnologías aptas para la organización social a gran escala, como sucede con las tecnologías digitales. En manos de la ciudadanía o de sistemas públicos bajo control democrático, podrían traer grandes beneficios; pero la tendencia dominante es a la privatización.
Por ejemplo, las actuales tecnologías de vigilancia, con cámaras, sensores, etc., no solo sirven para precautelar la seguridad de un lugar determinado. Al arrojar datos que permiten identificar a las personas (lectura de iris, reconocimiento de caras), o vehículos (lector de placas), otorgan a quienes almacenan estos datos el poder de rastrear los movimientos y el comportamiento de las personas. En ausencia de un marco adecuado de protección de derechos, son susceptibles de ser utilizados para otros fines, como la publicidad dirigida (según lo que uno mira en los almacenes), la discriminación (por ejemplo para solicitar un empleo) e incluso el hostigamiento o el chantaje1[1].
Estas redes digitales inteligentes cuentan con ciertas características que las distinguen de tecnologías anteriores y que son justamente lo que favorece la concentración de poder.
Primero, el ?efecto red?? (o sea, la concentración de usuarios en torno a las plataformas más populares) favorece a las empresas más grandes que forman monopolios, absorbiendo o eliminando la competencia.
En segundo lugar, la capacidad de estas redes de obviar el tiempo y la distancia permite que sean controladas en forma remota. El individuo que interactúa con su aparato tal vez encuentra más variedad de opciones que con tecnologías anteriores; pero solo puede escoger entre las que el centro de poder remoto le permite. Cuando son comunidades que cedan poder de decisión a estos centros remotos, el problema es mucho mayor. En todo caso, como primera condición, implica entregar a estas empresas el conjunto de datos generados, ya que constituyen su principal fuente de enriquecimiento (especialmente con la venta a anunciantes), pero sobre todo son la materia prima de los sistemas inteligentes que requieren alimentarse de enormes cantidades de datos a procesar y analizar.
Un tercer factor es que estas tecnologías inteligentes cada vez más llevan controles activos incorporados en su sistema mismo, como los algoritmos, que la mayoría de veces son opacos al usuario, y cuya programación tiende a favorecer los intereses de sus dueños. Con la diversificación vertiginosa de aparatos que contienen sistemas inteligentes, cuya explosión veremos en la próxima década, este problema se multiplicará casi infinitamente.
Control corporativo
Todo ello está ocurriendo, a escala mundial, principalmente bajo iniciativa de estas grandes corporaciones y en función de su propia visión del futuro, y ello prácticamente sin aportes desde una óptica de defensa del interés público, y mucho menos supeditado a mecanismos democráticos de decisión o escrutinio. Podría ser un problema manejable si se tratara de una función limitada, como la comercialización digital o los servicios de chat. Pero va mucho más allá, a medida que se abarcan y transforman sectores enteros ?de transporte, educación, agricultura? o incluso comunidades enteras, como es el caso de las llamadas ?ciudades inteligentes??.
En efecto, con la transformación de urbes en ?ciudades inteligentes??, se trata de construir enormes sistemas cuasi-públicos, pero generalmente bajo control corporativo con fines de lucro, para administrar los flujos de tráfico, los sistemas de salud y de comunicaciones, la red eléctrica, el agua potable??. Un sinfín de funciones antes administradas, o por lo menos reglamentadas, por las autoridades públicas. Su ventaja sería mejorar la eficiencia y reducir costos. Su peligro potencial: la falta de control democrático y de garantías de derechos; además, los datos que se recopilan para optimizar la operación muchas veces quedan como propiedad de la empresa, y no son devueltos a la ciudad. Generan, además, vulnerabilidades cuando, para ahorrar costos, la empresa no invierte lo suficiente en mecanismos de seguridad de los sistemas y datos.
En distintos sectores de intervención social surgen diferentes expresiones de esta problemática, que será muy difícil de enfrentar en forma aislada. Para solo nombrar brevemente algunas:
–en lo laboral, la automatización que se ha visto en la industria se va a extender a sectores de servicios, con un impacto en el empleo también de sectores medios;
–con la ?agricultura climáticamente inteligente??, los agricultores se volverán aún más dependientes de las grandes empresas, como Monsanto (que ahora se fusiona con Bayer) que está haciendo grandes inversiones en sistemas de datos e inteligencia artificial (en alianza, entre otros, con la Bill Gates Foundation).
–En transporte, los carros de auto-conducción ya están en la fase de experimentación en calles y carreteras; pronto serán los buses y camiones.
Si hasta ahora se destacan las tecnologías digitales principalmente en la comunicación, dentro de poco abarcarán casi todas las áreas del quehacer humano. De mantenerse bajo el parámetro de control corporativo transnacional, será muy difícil enfrentarlo en forma aislada desde cada sector. No es que estas tecnologías sean malas en sí: al contrario, manejadas por las comunidades humanas, podrían traer grandes beneficios. El reto es cómo recuperar este control, algo que difícilmente se podrá lograr con luchas dispersas o solo en el plano nacional. Requiere un abordaje global y multisectorial, donde uno de los factores ineludibles es cambiar el régimen global de gobernanza de Internet. Pero queda poco tiempo para emprenderlo2[2].
Hace varias décadas que los movimientos sociales tienen en la mira a las corporaciones transnacionales, su injerencia en la gobernanza global y sus abusos de poder. Los sectores de la minería, petróleo, agro-alimentación, farmacéutica, finanzas, están entre los grupos que más son objetos de monitoreo, crítica y movilizaciones. Un logro importante al respecto es la decisión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU de crear un instrumento internacional vinculante para las corporaciones transnacionales y otras empresas con respecto a los derechos humanos.
No obstante, la actuación en este plano suele pasar por alto a las corporaciones globales de Internet, tal vez porque se las ve como más ?amigables??, por la utilidad de sus servicios en la vida cotidiana. Toda vez, desde hace una década, este sector es uno de los de mayor crecimiento y concentración monopólica, con nuevas dinámicas capitalistas, cuyo epicentro se ubica en Silicon Valley (California). Sus principales protagonistas, –Google, Facebook, Amazon, Paypal, Uber, Microsoft y similares–, extienden sus operaciones hacia cada vez más áreas de la economía y la sociedad, donde forman alianzas con otros sectores transnacionales, como parte del rápido proceso de transición hacia un nuevo paradigma tecnológico, que va a revolucionar nuestras sociedades, para mejor o para peor.
En toda la historia, la innovación tecnológica ha permitido a las sociedades humanas mejorar sus condiciones de vida. Pero cuando el control de estas tecnologías se concentra en pocas manos, ellas se suelen convertir en herramientas para controlar a la sociedad misma, consolidando el dominio de determinados grupos de poder. Es particularmente el caso cuando se trata de tecnologías aptas para la organización social a gran escala, como sucede con las tecnologías digitales. En manos de la ciudadanía o de sistemas públicos bajo control democrático, podrían traer grandes beneficios; pero la tendencia dominante es a la privatización.
Por ejemplo, las actuales tecnologías de vigilancia, con cámaras, sensores, etc., no solo sirven para precautelar la seguridad de un lugar determinado. Al arrojar datos que permiten identificar a las personas (lectura de iris, reconocimiento de caras), o vehículos (lector de placas), otorgan a quienes almacenan estos datos el poder de rastrear los movimientos y el comportamiento de las personas. En ausencia de un marco adecuado de protección de derechos, son susceptibles de ser utilizados para otros fines, como la publicidad dirigida (según lo que uno mira en los almacenes), la discriminación (por ejemplo para solicitar un empleo) e incluso el hostigamiento o el chantaje3[1].
Estas redes digitales inteligentes cuentan con ciertas características que las distinguen de tecnologías anteriores y que son justamente lo que favorece la concentración de poder.
Primero, el ?efecto red?? (o sea, la concentración de usuarios en torno a las plataformas más populares) favorece a las empresas más grandes que forman monopolios, absorbiendo o eliminando la competencia.
En segundo lugar, la capacidad de estas redes de obviar el tiempo y la distancia permite que sean controladas en forma remota. El individuo que interactúa con su aparato tal vez encuentra más variedad de opciones que con tecnologías anteriores; pero solo puede escoger entre las que el centro de poder remoto le permite. Cuando son comunidades que cedan poder de decisión a estos centros remotos, el problema es mucho mayor. En todo caso, como primera condición, implica entregar a estas empresas el conjunto de datos generados, ya que constituyen su principal fuente de enriquecimiento (especialmente con la venta a anunciantes), pero sobre todo son la materia prima de los sistemas inteligentes que requieren alimentarse de enormes cantidades de datos a procesar y analizar.
Un tercer factor es que estas tecnologías inteligentes cada vez más llevan controles activos incorporados en su sistema mismo, como los algoritmos, que la mayoría de veces son opacos al usuario, y cuya programación tiende a favorecer los intereses de sus dueños. Con la diversificación vertiginosa de aparatos que contienen sistemas inteligentes, cuya explosión veremos en la próxima década, este problema se multiplicará casi infinitamente.
Control corporativo
Todo ello está ocurriendo, a escala mundial, principalmente bajo iniciativa de estas grandes corporaciones y en función de su propia visión del futuro, y ello prácticamente sin aportes desde una óptica de defensa del interés público, y mucho menos supeditado a mecanismos democráticos de decisión o escrutinio. Podría ser un problema manejable si se tratara de una función limitada, como la comercialización digital o los servicios de chat. Pero va mucho más allá, a medida que se abarcan y transforman sectores enteros ?de transporte, educación, agricultura? o incluso comunidades enteras, como es el caso de las llamadas ?ciudades inteligentes??.
En efecto, con la transformación de urbes en ?ciudades inteligentes??, se trata de construir enormes sistemas cuasi-públicos, pero generalmente bajo control corporativo con fines de lucro, para administrar los flujos de tráfico, los sistemas de salud y de comunicaciones, la red eléctrica, el agua potable??. Un sinfín de funciones antes administradas, o por lo menos reglamentadas, por las autoridades públicas. Su ventaja sería mejorar la eficiencia y reducir costos. Su peligro potencial: la falta de control democrático y de garantías de derechos; además, los datos que se recopilan para optimizar la operación muchas veces quedan como propiedad de la empresa, y no son devueltos a la ciudad. Generan, además, vulnerabilidades cuando, para ahorrar costos, la empresa no invierte lo suficiente en mecanismos de seguridad de los sistemas y datos.
En distintos sectores de intervención social surgen diferentes expresiones de esta problemática, que será muy difícil de enfrentar en forma aislada. Para solo nombrar brevemente algunas:
–en lo laboral, la automatización que se ha visto en la industria se va a extender a sectores de servicios, con un impacto en el empleo también de sectores medios;
–con la ?agricultura climáticamente inteligente??, los agricultores se volverán aún más dependientes de las grandes empresas, como Monsanto (que ahora se fusiona con Bayer) que está haciendo grandes inversiones en sistemas de datos e inteligencia artificial (en alianza, entre otros, con la Bill Gates Foundation).
–En transporte, los carros de auto-conducción ya están en la fase de experimentación en calles y carreteras; pronto serán los buses y camiones.
Si hasta ahora se destacan las tecnologías digitales principalmente en la comunicación, dentro de poco abarcarán casi todas las áreas del quehacer humano. De mantenerse bajo el parámetro de control corporativo transnacional, será muy difícil enfrentarlo en forma aislada desde cada sector. No es que estas tecnologías sean malas en sí: al contrario, manejadas por las comunidades humanas, podrían traer grandes beneficios. El reto es cómo recuperar este control, algo que difícilmente se podrá lograr con luchas dispersas o solo en el plano nacional. Requiere un abordaje global y multisectorial, donde uno de los factores ineludibles es cambiar el régimen global de gobernanza de Internet. Pero queda poco tiempo para emprenderlo4[2].