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EE.UU. – Haití -- Noam Chomsky

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Recuperamos este texto, ya veterano (2004), del siempre bien documentado Noam Chomsky, para conocer mejor la historia reciente de Haití.

Es natural que aquellos que se preocupan por Haití busquen comprender cómo es que se ha desarrollado su tragedia más reciente. Y para aquellos que han tenido el privilegio de tener contacto con la gente de este torturado país, no resulta únicamente natural, sino inevitable. Sin embargo, cometemos un serio error si nos centramos en los sucesos del pasado reciente o, incluso, solo en Haití. El tema crucial es qué deberíamos estar haciendo en relación a lo que está pasando. Esto debería ser así, incluso si nuestras opciones y nuestras responsabilidades fueran limitadas; mucho más si son tan inmensas y decisivas como en el caso de Haití. E incluso más aún porque se predijo, años atrás, que si fallábamos y no actuábamos para prevenir las consecuencias, ocurriría esta terrible historia. Y fallamos. Las lecciones son claras y tan importantes que podrían ser el tema principal de artículos de primera plana en diversos diarios de una prensa libre.

Revisando lo que sucedió en Haití poco después de que Clinton “restaurara la democracia” en 1994, me vi empujado a concluir en la revista Z que, desgraciadamente, “no sería sorprendente que las operaciones en Haití se convirtieran en otra catástrofe” y, de ser así, “no sería difícil volver a las frases familiares para explicar el fracaso de nuestra misión de benevolencia en esta sociedad fallida”. Las razones eran evidentes para cualquiera que quisiera verlas. Y las frases familiares volvieron a resonar, tristemente y tal como uno podía imaginarlo.

Hoy en día existen debates serios que explican, correctamente, que democracia significa más que apretar un botón cada cierta cantidad de años. Para que una democracia funcione existen prerrequisitos. Uno es que la población debería tener alguna manera de saber lo que sucede en el mundo. El mundo real, no la imagen auto-servil que ofrece la “prensa del establishment”, desfigurada por su “sometimiento al poder del estado” y “la acostumbrada hostilidad hacia movimientos populares”, como dice acertadamente Paul Farmer, cuyo trabajo sobre Haití es, a su modo, quizás tan notable como lo que ha conseguido hacer en el país. Farmer escribió en 1993, después de revisar los comentarios y reportajes de la corriente de opinión principal sobre Haití, un triste recuento que se remonta a los días de la cruel y destructiva invasión de Wilson en 1915 hasta el presente. Los hechos están extensamente documentados, son abrumadores y vergonzosos. Y parecen irrelevantes por las razones usuales: no se ajustan a la auto-imagen requerida, de modo que son eficientemente enviados hacia lo más profundo de la memoria, si bien pueden ser desenterrados por aquellas personas que demuestran tener algún interés en el mundo.

Sin embargo, es muy raro encontrar estos informes en la “prensa del establishment”. Hasta en la prensa más liberal e informada, la versión estándar es que en “estados fallidos” como Haití e Irak, Estados Unidos se tiene que involucrar en la benevolente “construcción-de-naciones” para “promover la democracia”, una “noble meta”, pero que estaría más allá de nuestras posibilidades por las inadecuaciones de estos países. En Haití, a pesar de los dedicados esfuerzos de Washington, desde Wilson hasta Roosevelt, y estando el país bajo la ocupación de la infantería de marina, “el nuevo despertar de la democracia haitiana nunca llegó”. Y “ni todos los buenos deseos de Estados Unidos ni la infantería de marina pueden instaurar (la democracia hoy en día) si los haitianos no lo hacen ellos mismos” (H.D.S. Greenway, Boston Globe). Cuando el corresponsal del New York Times R.W. Apple hizo un recuento en 1994 de dos siglos de historia, reflexionando sobre el intento de Clinton por “restaurar la democracia”, en aquel entonces en vías de ejecución, dijo: “Como los franceses en el siglo XIX, como los infantes de marina que ocuparon Haití de 1915 a 1934, las fuerzas norteamericanas que están tratando de imponer un nuevo orden tendrán que confrontar una compleja y violenta sociedad sin ninguna historia de democracia”.

Aparentemente, Apple va un poco más allá de lo esperado al relatar el salvaje ataque de Napoleón contra Haití, que dejó el territorio en ruinas en su afán de prevenir que la población cometiera el crimen de buscar la libertad en la colonia más rica del mundo, la fuente de gran parte de la riqueza de Francia. Pero quizás esta empresa también satisface el criterio fundamental de benevolencia: Francia tenía el apoyo de Estados Unidos que, por supuesto, estaba indignado y atemorizado ante “la primera nación del mundo que discutía el tema de libertad universal para toda la humanidad, revelando así las limitadas definiciones de libertad adoptadas por las revoluciones francesa y norteamericana”. Así pues, el historiador haitiano Patrick Bellegarde-Smith describe acertadamente el terror del vecino estado esclavista, que no sintió alivio ni siquiera cuando la exitosa batalla de liberación emprendida a un altísimo costo en Haití, le abrió las puertas a la expansión hacia el oeste, al obligar a Napoleón a aceptar la Compra de Louisiana. Estados Unidos siguió haciendo cuanto pudo para estrangular a Haití, incluso apoyar a Francia que obligaba a Haití a pagar una enorme indemnización por el crimen de liberarse a sí misma, una carga que nunca se ha podido quitar de encima. Francia, por supuesto, rechazó con elegante desprecio el pedido de Haití, hecho recientemente bajo el régimen de Aristide, de devolver al menos la indemnización, olvidando las demás responsabilidades que cualquier sociedad civilizada debería aceptar.

Los sucesos básicos que llevaron a Haití a la reciente tragedia resultan bastante claros. No bien Aristide salió elegido en 1990 (en un marco de tiempo demasiado apretado), Washington se mostró horrorizado por la elección de un candidato populista con un electorado de origen rural, al igual que se había mostrado horrorizado dos siglos atrás ante la idea de que el primer país libre del hemisferio estuviera prácticamente a sus puertas. Los tradicionales aliados de Washington en Haití están de acuerdo, por supuesto. “El temor a la democracia existe, por definición, entre grupos élites que monopolizan la economía y el poder político”, observa Bellegarde-Smith en su perspicaz historia de Haití; ya sea en Haití, en Estados Unidos o en cualquier otro lugar del mundo.

La amenaza de democracia en Haití en 1991 era incluso más ominosa por la reacción favorable de los organismos financieros internacionales (Banco Mundial, BID) frente a los programas de Aristide, que despertaron la tradicional preocupación sobre el efecto “virus” del desarrollo independiente exitoso. Estos temas son comunes en el campo de asuntos internacionales: la independencia americana suscitó preocupaciones similares entre líderes europeos. Los peligros suelen percibirse como particularmente graves en un país como Haití, que ha sido saqueado por Francia y luego reducido a la absoluta miseria durante un siglo de intervención norteamericana. Si incluso aquellas personas que se encuentran en circunstancias tan terribles son capaces de tomar el destino en sus manos, sabe Dios qué podría pasar en otros lugares a medida que el “contagio se propague”.

La administración de Bush I reaccionó ante el desastre de la democracia, trasladando el apoyo que daba al gobierno democráticamente electo, a las llamadas “fuerzas democráticas”. Se trataba de la rica élite y el sector empresarial que, junto a asesinos y torturadores dentro de las fuerzas militares y paramilitares, fueron felicitados por los funcionarios de Washington de entonces, en su fase “pro-Reagan”, por su progreso en el “desarrollo democrático” justificando, además, el derroche de nueva ayuda. “La ovación fue en respuesta a la ratificación por parte del pueblo haitiano de una ley que otorgaba al títere asesino y torturador de Washington, Baby Doc Duvalier, la autoridad de suspender los derechos de cualquier partido político sin razón alguna. El referéndum fue aprobado con una mayoría de 99.98%”. Por ende, marcó un paso positivo hacia la democracia, en comparación al 99% de aprobación que obtuvo una ley de 1918, que otorgaba a las corporaciones norteamericanas el derecho de convertir al país en una plantación de Estados Unidos, ley que fue aprobada en realidad por el 5% de la población después de que el Parlamento haitiano fuera disuelto a punta de pistola por la infantería de marina de Wilson, cuando se negó a aceptar la “medida progresiva”, esencial para el “desarrollo económico”. Esta reacción frente al avance de Baby Doc hacia la democracia era típica, a nivel mundial, entre visionarios que ahora se ganan a la opinión culta mostrando un dedicado interés por instaurar la democracia en un mundo que sufre, si bien sus hazañas actuales se están volviendo a escribir, de manera que satisfagan las necesidades presentes.

Los refugiados que llegaban a Estados Unidos huyendo de los dictadores apoyados por el propio gobierno norteamericano fueron obligados a volver a sus países, en abierta violación a la ley internacional humanitaria. La política fue revertida cuando un gobierno democráticamente elegido tomó el poder. Si bien el flujo de refugiados se redujo a casi nada, se otorgaba a la mayoría asilo político. La política volvió a la normalidad cuando una junta militar derrocó a Aristide después de siete meses de gobierno y las atrocidades terroristas del estado cobraron nuevo realce. Los perpetradores fueron el ejército, herederos de la Guardia Nacional dejada atrás por los invasores de Wilson para controlar a la población, y sus fuerzas paramilitares. La más importante fue FRAPH, fundada por el funcionario de la CIA, Emmanuel Constant, que ahora vive felizmente en Queens; Clinton y Bush II han descartado pedidos de extradición porque, según se cree, él revelaría los lazos norteamericanos con la junta asesina. Las contribuciones de Constant con el estado de terror fueron, después de todo, algo exiguas; la responsabilidad por el asesinato de 4,000 a 5,000 pobres negros.

Recordemos el elemento central de la doctrina Bush, que “ya se ha convertido en una regla de las relaciones internacionales de facto”, según lo que escribe Graham Allison en Foreign Affairs: “aquellos que protegen a terroristas son tan culpables como los mismos terroristas”, según las palabras del presidente, y deben ser tratados como corresponde, con bombardeos a gran escala e invasiones.

Cuando Aristide fue derrocado por el golpe militar de 1991, la Organización de los Estados Americanos declaró un embargo. Bush I anunció que Estados Unidos lo violaría para exonerar a las compañías norteamericanas. Estaba, por lo tanto, “mejorando” el embargo para beneficio de la sufrida población, según reportó el New York Times. Clinton autorizó violaciones aun más extremas: el comercio entre Estados Unidos y la Junta y sus millonarios partidarios aumentó significativamente. El elemento crucial del embargo era, evidentemente, el petróleo. Mientras que la CIA testificaba solemnemente ante el Congreso que la Junta “probablemente se quedaría sin petróleo y sin energía muy pronto” y que “los esfuerzos de nuestra inteligencia estaban centrados en detectar las amenazas de frustrar el embargo y en investigar su impacto”, Clinton autorizaba en secreto a la Texaco Oil Company el envío de petróleo a la Junta de manera ilegal, en violación de las directrices presidenciales. Esta sorprendente revelación fue la historia principal de los cables de AP el día anterior a que Clinton enviara a los infantes de marina a “restaurar la democracia”. La noticia difícilmente pasó desapercibida –resulta que yo estaba monitoreando los cables de AP ese día y la vi repetirse una y otra vez– y, claramente, tenía enorme importancia para cualquiera que quisiera entender lo que estaba ocurriendo. La información fue eliminada con una disciplina impresionante, pero a pesar de ello fue publicada en revistas sobre la industria y aparecieron artículos menores, medio escondidos, en algunas publicaciones de negocios.

Asimismo, la prensa dejó de mencionar las condiciones cruciales que Clinton impuso para el regreso de Aristide: que éste adoptase el programa del candidato norteamericano vencido en las elecciones de 1990, un ex funcionario del Banco Mundial que obtuvo el 14% de los votos. Nosotros llamamos a esto “restablecer la democracia”, el perfecto ejemplo sobre cómo la política extranjera de Estados Unidos había ingresado a una “fase noble” con un “resplandor angelical”, según se explicó en la prensa nacional. El duro programa neoliberal que Aristide estaba obligado a adoptar virtualmente garantizaba el aniquilamiento de lo que quedaba de la soberanía económica, extendiendo la legislación progresiva de Wilson y medidas similares impuestas por Estados Unidos desde entonces.

De ese modo, al ser restaurada la democracia, el Banco Mundial anunció que “el estado renovado debería enfocarse en una estrategia económica centrada en la energía y la iniciativa de la sociedad civil, especialmente del sector privado, tanto nacional como extranjero”. Al menos esta declaración tiene el mérito de ser honesta: la sociedad civil haitiana incluye a la diminuta y millonaria élite y a las corporaciones norteamericanas, más no a la gran mayoría de la población, los campesinos y los habitantes de barriadas, quienes habían cometido el gravísimo pecado de organizarse para elegir a su propio presidente. Los funcionarios del Banco Mundial explicaron que el programa neoliberal beneficiaría a la “clase empresarial más abierta y progresista” y a los inversores extranjeros, pero nos aseguraron que el programa “no afectaría a los pobres al punto como lo había hecho en otros países”, siempre y cuando hubiesen ajustes estructurales, pues los pobres haitianos habían carecido, desde antes, de la mínima protección por parte de una política económica apropiada, como podría ser el subsidio de bienes básicos. El ministro encargado del desarrollo rural y la reforma agraria de Aristide no fue notificado de las medidas que se impondrían sobre esta sociedad básicamente campesina, con el fin de que retornara, gracias a los “buenos deseos de Norteamérica”, a la senda de la cual se había alejado brevemente luego de la lamentable elección democrática de 1990.

Todo transcurrió entonces de manera predecible. Un reporte de USAID de 1995 explicaba que la “política de comercio e inversión orientada hacia las exportaciones” que Washington imponía “estrujaría despiadadamente al agricultor doméstico de arroz”, quien se vería obligado a volverse agroexportador, con beneficios adicionales para los empresarios e inversores del agro norteamericanos. A pesar de su extrema pobreza, los agricultores de arroz son bastante eficientes, pero resultaba imposible competir con la industria agropecuaria de los Estados Unidos, aun si el 40% de sus ganancias no proviniera de subsidios del gobierno, bruscamente aumentados bajo los discípulos de Reagan, que están nuevamente en el poder y que siguen fabricando retóricas progresistas sobre los milagros del mercado. Ahora leemos que Haití no puede alimentarse a sí misma, otra señal de que es un “estado fallido”.

Algunas industrias menores podían seguir funcionando, por ejemplo, comercializando partes de pollos. Sin embargo, los conglomerados norteamericanos tienen un gran excedente de carne oscura y, por lo tanto, exigieron el derecho de colocar dicho excedente en Haití. Habían intentado hacer lo mismo en Canadá y México, pero en estos países se pudo prohibir el dumping ilegal. Pero no en Haití, obligado a someterse a los eficientes principios de mercado del gobierno de Estados Unidos y de las corporaciones a las que sirve.

Alguien podría notar que el procónsul del Pentágono en Irak, Paul Bremer, ordenó instituir un programa bastante similar en ese país, teniendo en mente beneficios parecidos. A eso también se le llama “mejorar la democracia”. De hecho, el antecedente, bastante revelador e importante, viene del siglo XVIII. Programas similares tuvieron un importante papel en la creación de lo que es hoy el tercer mundo. Mientras tanto, los poderosos ignoraban las reglas, excepto cuando se podían beneficiar con ellas y, así, lograron convertirse en sociedades desarrolladas y ricas; especialmente Estados Unidos, que definió el camino del proteccionismo moderno y que, sobre todo desde la Segunda Guerra Mundial, se ha apoyado crucialmente en el sector dinámico del estado para la innovación y el desarrollo, nacionalizando riesgo y costo.

El castigo de Haití se hizo mucho más severo bajo el mandato de Bush II –existen diferencias en el estrecho espectro conformado por la crueldad y la ambición. Toda ayuda se cortó y las instituciones internacionales fueron presionadas para que hicieran lo mismo, bajo pretextos demasiado descabellados para ser discutidos. Aparecen extensamente desarrollados en los Usos de Haití, de Paul Farmer, y en algunos comentarios actuales de prensa, particularmente los de Jeffrey Sachs (Financial Times) y Tracy Kidder (New York Times).

Dejando los detalles de lado, lo que ha ocurrido desde entonces resulta inquietantemente similar al derrocamiento del primer gobierno democrático de Haití en 1991. El gobierno de Aristide, una vez más, fue socavado por planificadores norteamericanos que entendieron, bajo el gobierno de Clinton, que podía disminuirse el riesgo que representaba la democracia si eliminaban su soberanía económica. Probablemente también entendieron que el desarrollo económico no sería sino una tenue esperanza bajo dichas condiciones; una de las lecciones mejor aprendidas en la historia de la economía. Los planificadores de Bush II están aún más dedicados a socavar la democracia y la independencia de Haití y desprecian a Aristide y a las organizaciones populares que lo llevaron al poder, tal vez con más pasión que sus predecesores. Las fuerzas que reconquistaron el país son, en su mayoría, herederos del ejército norteamericano invasor y de terroristas paramilitares.

Aquellos que buscan desviar la atención del papel jugado por Estados Unidos argumentarán que la situación es más compleja –cosa que es siempre cierta– y que Aristide también era culpable de numerosos crímenes. Correcto, pero aunque hubiese sido un santo, la situación difícilmente hubiera sido distinta, como resultó evidente en 1994, cuando la única esperanza real era que una revolución democrática en Estados Unidos hiciera posible cambiar la política para tomar una dirección más civilizada.

Lo que está ocurriendo en la actualidad es terrible, tal vez irreparable. Y existen muchas responsabilidades a corto plazo en todos lados. Sin embargo, la manera correcta en que deberían proceder Estados Unidos y Francia es clara. Deberían comenzar pagando una enorme reparación a Haití (Francia es tal vez más hipócrita y desgraciada en este sentido que Estados Unidos). Esto, sin embargo, requiere la construcción de sociedades democráticas que funcionen y en las cuales, al menos, la gente tenga una idea de lo que está sucediendo. Los comentarios sobre Haití, Irak y otras “sociedades fallidas” están en lo cierto cuando subrayan la necesidad de superar el “déficit democrático” que le resta importancia a las elecciones. Sin embargo, el corolario no resulta evidente: la lección se aplica contundentemente en un país donde “los grandes negocios hacen de la política una sombra que se cierne sobre la sociedad”. Con estas palabras describió a su propio país John Dewey, el filósofo social norteamericano más importante, cuando la plaga no se había extendido ni siquiera medianamente como hoy.

Para aquellas personas preocupadas por los fundamentos de la democracia y por los derechos humanos, las tareas básicas en casa también están suficientemente claras. Ya han sido llevadas a cabo antes, con no poco éxito y bajo condiciones incomparablemente duras en otros lugares, incluyendo las barriadas y los montes de Haití. No tenemos que someternos, voluntariamente, a vivir en un estado fallido que sufre de un enorme déficit democrático.

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