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Dios: ¡El escándalo diluido y negado! -- Jung Mo Sung, teólogo

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Adital

La Semana Santa me hizo recordar que el cristianismo tiene en su corazón una afirmación extraña y, en cierto modo, escandalosa: Jesús, el crucificado, el derrotado y maldecido, es el Hijo de Dios.
Tanto repetir la afirmación de que Jesús, el crucificado, es Dios, no nos produce ninguna o casi ninguna reacción de extrañeza, nos resulta normal. Decir que Dios fue colgado, clavado y muerto en la cruz no nos causa espanto. ¡Es extraño que esto no nos sea extraño!

La fe cristiana nació con la afirmación de que el crucificado resucitó; que Dios estaba con aquel que fue condenado por los sumos sacerdotes de la religión del condenado y que lo resucitó. Los apóstoles fueron perseguidos no porque predicaban la resurrección de los muertos, sino por predicar que Jesús-crucificado había resucitado. Esto era un escándalo para los judíos, griegos y romanos. Todos ellos, como «buenos religiosos», esperaban la manifestación de la gloria y el poder de Dios en la persona del Emperador, de los sacerdotes, sabios o poderosos, pero no en la cruz.

La novedad o la especificidad del cristianismo no es la predicación de la vida después de la muerte o de la victoria final de Dios sobre los males del mundo. Pues todas (o casi todas) las religiones predican esto. La novedad consiste en el anuncio de un «Dios escandaloso». Tan extraño que es inútil para los Imperios (Romano y todos los otros que aparecieron) que necesitan un Dios omnipotente con su ley absoluta; o para las iglesias que se vanaglorian de la gloria y del poder manifestado en grandes catedrales o en la fuerza de sus leyes morales y religiosas.

Un Dios que viene al mundo «vaciado de su poder divino» (cf. Filipenses 2,6) y que muere en la cruz es demasiado escandaloso y necesitó ser «domesticado». A partir de la cristiandad, cuando el cristianismo se vuelve la religión oficial del Imperio, la profusión de crucifijos se encargó de diluir lo que es escandaloso. El exceso de crucifijos termina por diluir y, por fin, invertir el mensaje de la cruz.

Ese Dios-crucificado, «el escándalo de la cruz», tampoco es muy útil para los pensadores que buscan «naturalizar» la discusión sobre Dios en el mundo para que ésta sea aceptable para los ilustrados que hacen de la razón lógica el último criterio. Pues un Dios así no cabe en ningún sistema filosófico o racional. Así como tampoco sirve de mucho para los que buscan en la armonía y en la belleza de la naturaleza el fundamento para su discurso religioso-espiritual. Tampoco es muy útil para las personas que buscan encontrar o construir un denominador común para todas las religiones como punto de partida para el diálogo interreligioso.

El «Dios escandaloso» (título de un libro muy incitante escrito recientemente por Vitor Westhelle, Ed. Fortress Press, 2006) no encaja en ningún sistema teórico -sea éste lógico, económico-político, ecológico. Por más «progresista y abierta» que sea una teología, no es capaz de dar cuenta de este misterio. Incluso una teología construida a partir de la lucha y de la esperanza en la resurrección de todos los crucificados del mundo, no es capaz de construir un sistema teológico que encuentre un lugar «ajustado» a ese Dios de Jesucristo. Yo pienso que esa noción de Dios-escandaloso sólo sirve como «punto de contradicción», como una piedra que no deja que ningún sistema ideológico o teológico (sea conservador o progresista) se cierre. Pues cuando un sistema se cierra completamente, siempre hay sufrimientos y vidas humanas dejadas fuera, excluidas del sistema. Los dioses que se dejan capturar por sistemas teológicos o cualquier otro no pasan de ídolos que sirven para alimentar el deseo humano de vanidad y justificar sacrificios de vidas humanas.

Con estas reflexiones, no estoy proponiendo que el cristianismo no debería dialogar con otras religiones o con sectores no-religiosos de la sociedad. ¡Todo lo contrario! Pienso que sólo podemos contribuir realmente a la co-construcción de un mundo mejor en la medida en que asumimos lo que es específico de nuestra fe o de nuestra tradición espiritual y la realidad humana tal como es, en toda su ambigüedad de muerte y resurrección, sufrimiento y alegría, misterio y relámpagos de verdad y esperanza.

Traducción: Daniel Barrantes – barrantes.daniel@gmail.com

* Profesor de Post Grado en Ciencias de la Religión de la Universidad Metodista de San Pablo y autor, entre otros, de «Competencia y sensibilidad solidaria: educar para la esperanza» (con Hugo Assmann)

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