La vida de una persona no cambia ni mejora por la eficacia que puedan tener sobre ella determinados rituales sagrados que, de una manera o de otra, terminan siendo rituales mágicos.
La vida de una persona cambia y mejora cuando esa persona vive experiencias que tocan en el fondo mismo de su ser y que, por eso, modifican sus afectos y sentimientos (su sensibilidad) y, de ahí, cambia también su forma de pensar, sus criterios, los valores que determinan su vida, en definitiva, todo su comportamiento. Se suele decir que las cosas (y entre ellas, la vida) no cambian ?por arte de magia??. Incluso cuando a esa magia le ponemos nombres divinos, ya sea que hablemos de ?signos sagrados??, de ?signos sacramentales?? o de ?eficacia sacramental??.
Todo eso es exactamente aplicable, en igual medida, a todo lo que decimos de la ?institución divina?? que tiene, según se dice en ambientes teológicos, la virtualidad de trasformarnos, de santificarnos, de hacernos semejantes a Dios y cosas por el estilo. De sobra sabemos que, con frecuencia, todo eso no pasa de ser mera retórica sin contenidos que responda y se correspondan con realidades tangibles en la vida y en la sociedad.
Será conveniente recordar aquí, de nuevo, que hay magia en un gesto o una decisión humana cuando a ese gesto o a esa decisión se le atribuye una eficacia automática. Porque se piensa que en el gesto mismo o en la decisión, sin más, intervienen fuerzas sobrehumanas que van a modificar nuestro destino, nos dan seguridad y con eso sólo nos garantizan que estamos en el recto camino, en la verdad incuestionable y en el medio seguro de la salvación.
Sin embargo, la experiencia nos dice que la vida no funciona así. Todos sabemos que no existe relación, en la vida real, entre la fidelidad a una pertenencia fielmente mantenida y lo que es la vida y las relaciones humanas del fiel observante o del perseverante que se mantiene en la institución aun a costa de cualquier renuncia.
El sacramento no es nunca un hecho o un fenómeno al margen de la vida. Sobre todo, al margen del comportamiento ético de las personas. Esto explica que haya cristianos que se pasan cuarenta años recibiendo sacramentos y luego resulta que, al cabo de tantos años y de tantos sacramentos, esa persona tiene al final los mismos defectos y las mismas miserias que tenía al comienzo.
Y lo que decimos de los sacramentos (por ejemplo, la eucaristía o la penitencia), hay que decirlo también -y con más razón- de la fiel perseverancia en la institución Iglesia como sacramento de salvación. No por vivir en ella y, menos aún, por ocupar en ella cargos relevantes, por eso alguien tiene garantizada la salvación, la coherencia de su vida, la aportación que tiene que hacer para bien de este mundo. En las mejores instituciones ha habido siempre personas indeseables o, por lo menos, vividores cuya existencia ha transcurrido en la esterilidad.
Y es que lo decisivo, para el logro o el fracaso de una persona, no es ni la institución a la que pertenece, ni los ceremoniales que practica o los rituales a los que somete. Lo decisivo en la vida es la vida misma, la forma de vivir y de relacionarse con los demás y con la sociedad.
Es más, con bastante frecuencia, los usos ceremoniales y los ritos que la sociedad nos impone son un buen disfraz que sólo sirve para ocultar la verdad de una vida. Por eso, como bien sabemos por la experiencia, la sacramentalidad de la Iglesia, así como la práctica de los siete sacramentos, se puede convertir de hecho en el ropaje que encubre una realidad muy distinta de los que todo eso aparenta.
De acuerdo con el Nuevo Testamento
La religión de Israel, desde muy antiguo, pero sobre todo en tiempos de Jesús, había centrado sus preocupaciones en la exacta observancia de los ritos y ceremoniales del culto sagrado. Así las cosas, el cristianismo representó una ruptura radical con aquella situación y la mentalidad que la sustentaba.
El autor de la carta a los hebreos afirma que todos aquellos ceremoniales (hoy diríamos ?sacramentos??) ?no pueden transformar en su conciencia al que practica el culto?? (Heb 9, 9). Y la razón está en que tales ?sacramentos?? o ceremoniales ?se relacionan sólo con alimentos, bebidas y diversas abluciones, observancias externas impuestas hasta que llegara el momento de poner las cosas en su punto?? (Heb 9, 10).
Con esto se nos viene a decir que el culto puramente ritual es enteramente ineficaz (A. Vanhoye). Lo que significa, obviamente, que cuando el sacramento se reduce a simple ceremonial o, en otras palabras, a lo meramente externo y vacío de experiencia, eso no pasa de ser un engaño para quien lo pone en práctica.
Esto mismo es lo que se dice en los evangelios. Y se dice con una fuerza que llama la atención. Concretamente, en Mc 7, 3-4, donde el evangelio informa de la importancia que los israelitas concedían a los rituales religiosos.
La reacción de Jesús ante semejante comportamiento es de denuncia contundente: ?Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan es inútil?? (Mc 7, 6-7; cf. Is 29, 13).
Jesús, por tanto, desautoriza el culto religioso basado en meros ceremoniales a los que, de acuerdo con las prácticas de carácter mágico, se les atribuye un efecto automático.
Porque, si todo esto asunto se piensa con cierta detención, lo que en el fondo se detecta es que se pone la fe y la confianza en los gestos, como tales, y no en Dios y en el fiel cumplimiento de su santa voluntad. Sin duda, por eso Jesús insiste en que la relación del hombre con Dios tiene su raíz y su razón de ser donde está el ?corazón??, lo más profundo y auténtico de la experiencia humana (Mc 7, 15. 20-23).
La Iglesia, según afirma el concilio Vaticano II, tiene su origen en Jesús y el anuncio del Reino de Dios (LG 5, 1). Pues bien, en todo este asunto es capital tener muy en cuenta que Jesús cambió radicalmente el sentido de la religión.
Para Jesús, lo que importa no es lo meramente externo, lo ritual, las ceremonias y las observancias. Lo que importa es lo que a cada ser humano le brota de la sede de sus sentimientos, intereses y experiencias más fuertes, lo que en el lenguaje bíblico se llama el ?corazón??.
Por eso, incluso el relato litúrgico de la institución de la eucaristía no se puede interpretar como un ritual de eficacia automática, ya que san Pablo reconoce que, si eso se hace en un grupo dividido y enfrentado, en realidad tal rito no es ?la cena del Señor?? (1 Cor 11, 20).
Lo cual quiere decir que un condicionamiento social invalida un ceremonial religioso. Si la conducta es socialmente incorrecta, el ritual es religiosamente inválido.
El cristianismo desplazó la sacralidad, de forma que, de su sitio ?natural??, que es ?lo sagrado??, la situó donde nadie, hasta entonces la había situado, en ?lo social??.
Seguramente, ésta es la razón por la que el evangelio de Juan, cuando relata la cena de despedida con sus discípulos, precisamente en el sitio en que los evangelios sinópticos cuentan la institución de la eucaristía, entre el anuncio de la traición de Judas y el anuncio de la negación de Pedro, exactamente en ese sitio, Juan pone, en lugar del ritual eucarístico, el mandato del amor a los demás (Jn 13, 34-35).
Según la reflexión teológica, más elaborada, del IV Evangelio, lo que interesa de verdad, en el tema de la eucaristía (el sacramento central de la Iglesia), no es la repetición exacta del ceremonial, sino la experiencia profunda que se expresa mediante el símbolo religioso. Y esa experiencia no es otra que lo central de la vida humana: el amor mutuo.
Todo esto explica que, a juicio del cristianismo primitivo, la ?religión pura y sin tacha a los ojos de Dios?? no es la religión de las observancias ceremoniales o los ritos fielmente repetidos, sino ?mirar por los huérfanos y las viudas en sus apuros?? (Sant 1, 27).
En eso consiste el ?culto auténtico?? del que habla san Pablo: en ofrecer la propia existencia como el ?sacrificio?? religioso que agrada a Dios (Rom 12, 1-2).
Y no vale decir que la gracia de Dios se nos comunica por medio de la ?imposición de manos?? (2 Tim 1, 6), es decir, por el ritual religioso que tiene esa efectividad por sí mismo. Porque no es seguro que sea eso lo que dice el texto de la segunda carta a Timoteo, ya que tal traducción es dudosa. Además, la misma carta alude enseguida al ?espíritu de valentía y amor?? (2 Tim 1, 7). Sin duda, eso es lo que importa.
( LA IGLESIA, SACRAMENTO DE SALVACI?N )