Crónica de un octogenario -- Jaime Richart

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Enviado a la página web de Redes Cristianas

Me presento en estos momentos como un representante de
coyuntura de mi generación. He de advertir a título de
introducción, que en mi organismo de 83 años hay un intelecto
intemporal y una sensibilidad que procura abarcar el mundo
entero…

Y como representante constato que el octogenario, al menos en
la occidental, no cuenta para nada en la sociedad. Y mucho
menos en la española. ?l es un espécimen de adorno, clase pasiva,
peso muerto. Lo que opine, diga o escriba el octogenario no
trasciende de su estricta intimidad; no se le escucha en espacio
alguno institucional. Sin embargo sigue ahí, conocido si acaso
solo por personas de su misma generación con vivencias muy
similares, casi desde el día del fin de la guerra civil.

Desde entonces, han sido tantos los hechos, los avatares y los
acontecimientos que la única experiencia de la que se ha librado
ha sido, justo la guerra. Pero en los 83 años de mi existencia, todo
se ha ido procesando por el tamiz de las neuronas del octogenario
cuya generación puede considerarse como la más feliz y
afortunada de todas cuantas han desfilado en la historia. Cuanto
menos en España y en Europa. Ello significa que la mezcla de
pocos sinsabores y muchas emociones, de todas clases, en mi
generación es explosiva. Y la prueba de que es explosiva puede
estar en mi entusiasmo que a menudo se convierte en
enardecimiento: dos pasiones del ánimo que apenas se
vislumbran en las generaciones siguientes.

Y es que, después de haber vivido las vicisitudes propias de una
dictadura personal sin parangón por su larga duración, la mitad de
nuestra vida, la del octogenario, una nómina casi inagotable de
peripecias políticas, judiciales y sociológicas, en el escaso espacio
de tiempo de dos años hemos pasado a vivir sin solución de
continuidad dos hechos inéditos en nuestro tiempo: una pandemia
causante de más graves estragos en la población por razones
económicas que en la pública salud, y a continuación la
prolongada erupción de un volcán causante de estragos no menos
espantosos, aunque en este caso no haya que lamentar la pérdida
masiva de vidas humanas.

Creo que no quedan más peripecias por
vivir si dejamos a un lado las particulares buscadas de propósito.
Bueno, sí. Al parecer, en el horizonte se perfila un posible Gran y
fatal Apagón que ocupa el subconsciente. Y también la amenaza
de pesadilla, no onírica sino real, de la asimismo posible
monstruosa escasez, primero por el apagón y luego efecto del
cambio climático. E incluso, quién sabe, si la de ovnis aterrizando
en los aeropuertos del mundo, sin tapujos. Nada hay imposible e
increíble en estos tiempos que por muchos indicadores parecen
terminales. En el fondo y en cierto modo, para regocijo del
octogenario al que de todos modos le queda poco tiempo de
vida??

En todo caso, cuando hasta no hace mucho creíamos que ya sólo
nos faltaban las que nosotros mismos tuviésemos el ánimo de
procurarnos, el octogenario sigue ahí, acumulando más vivencias
y más experiencias. De modo que por su dilatada vida y en ciertos
casos, como el mío, la tendencia a la minuciosa observación y
reflexión en todas direcciones, nada ha quedado ni queda fuera de
nuestra retina ni de nuestros seis sentidos, pues al quinto me
permito añadir el de una potente intuición. Si bien, cuando hablo
de observación, no me refiero a la del reportero ávido de
personajes de más o menos fuste, ni a la del literato que busca los
suyos para su relato en los cafés, en los tugurios o en los antros.

No, el octogenario otea los sucesos desde las cumbres y analiza a
los protagonistas de los hechos y de los acontecimientos sociales
como si fuesen gusanos entregados unas veces a la ambición
delirante, otras a la vanidad infantil extrema y otras a la
despreciable ansia de poder. Pero el caso es que todo este caudal
de energía vital sólo es susceptible de depositarse en los libros.
Fuera de ellos, de nada sirve. A diferencia de lo que ocurría en la
Antigüedad, que se encontraba entre los augures, los Senados o
los Consejos de Ancianos, el octogenario no aparece en ninguna
de las instituciones.

De aquí que, en un país tan convulso y destartalado como
España, sus sucesivos análisis a lo largo de los años tras la visión,
no tanto de lo que ve siempre a vista de pájaro como de lo que
adivina, esforzado por conseguir en su percepción la mayor
objetividad posible, si es que la objetividad existe en estado puro,
van desde el dejà vue, ausente la sorpresa, hasta formarse en su
piel la pátina de una amarga decepción por los cambios que
esperaba y no acaban de producirse, y otra de pesadumbre por
muchos de los habidos para que todo siga aproximadamente
igual; todo, sin poder siquiera influir mínimamente en la
evolución o involución de los acontecimientos sociales, políticos
y antropológicos.

Por lo que se refiere a la nueva y patética ?novedad?? que es la
amenaza cierta y sería de los efectos en la sociedad y en la
naturaleza del cambio severo climático, la recibe con la angustia
por ahora controlada de quien percibe los tiempos actuales como
terminales. Y en los mismos términos que a lo largo de la historia
de la humanidad se ha desencadenado periódicamente el miedo o
la histeria a un final definitivo de los tiempos.

Una angustia intermitente. Una angustia similar a la que nos sugiere el mito de Prometeo quien, encadenado en el monte Cáucaso por Hermes,
sufre el tormento infligido por Zeus por haber dado el fuego a los
hombres: un águila corroe sus entrañas durante el día, se
restablecen por la noche y vuelve cada día para cumplir su
mandato y nuestro designio??
Jaime Richart
Antropólogo y jurista
15 Noviembre 2021