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Fuente: Observatorio eclesial
Se cumplen 100 años del nacimiento de Ernesto Cardenal, acontecimiento que pasará en silencio dentro de su Nicaragua natal, proscrita como se hallan su poesía y su figura bajo los cerrojos de la nueva dictadura.
Lo vi por vez primera en 1960 en la acera de la casa de sus padres en Managua, recién llegado del seminario de la Ceja en Medellín.
Flaco y narizón, sin barba, en bluyines y camisa de cuadros, esperándonos porque íbamos a Masatepe de excursión, los del grupo de
la generación traicionada y del grupo Ventana, en pleitos literarios pero juntos bajo la admiración que él despertaba entre todos los aprendices de poetas.
Yo me sabía de memoria Hora 0: Noches tropicales de Centroamérica, / con lagunas y volcanes bajo la luna / y
luces de palacios presidenciales, / cuarteles y tristes
toques de queda…
Y después en San José, leyendo sus poemas al aire
libre en la Universidad de Costa Rica en medio de una
multitud de jóvenes, y la vez en 1976 que fuimos jun-
tos a Solentiname con Julio Cortázar, y la misa que ce-
lebró, en la que Cortázar, feligrés improvisado, comen-
tó el evangelio del prendimiento en el huerto y reflexio-
nó acerca del porqué Jesús no había invocado a su
padre para que enviara una legión de ángeles a salvar-
lo; y el ruido de los pasos de la revolución por venir
que ya se oían llegar en el silencio de la noche del
Gran Lago.
Y tantas andanzas juntos, el congreso del Pen Club en
Elsinor, en Dinamarca, buscando firmas de solidaridad
para la lucha en Nicaragua, o durmiendo en el piso de
una casa llena de gatos en Ámsterdam, junto a un ca-
nal donde desayunábamos arenques en un puesto ca-
llejero, en busca de apoyo ante gobiernos, parlamen-
tos, fundaciones, todas las puertas se abrían ante Er-
nesto, una celebridad en Europa desde la publicación
de los Salmos, que se volvió una Biblia de los jóvenes:
Bienaventurado el hombre que no sigue las consignas
del Partido / ni asiste a sus mítines / ni se sienta en la
mesa con los gánsteres…
Luego, volando en una avioneta a medianoche de San
José a León el 16 de julio de 1979, en las puertas del
triunfo de la revolución, aterrizamos en el aeropuerto
sin asfalto donde operaban los aviones que fumigaban
los plantíos de algodón, y le dije, y lo recordó en un
poema, este es el olor de Nicaragua, la brisa cargada
de insecticida; y sus años en el Ministerio de Cultura,
burócrata a la fuerza, sus oficinas en la mansión de
Somoza, inventando de la nada un mundo nuevo, es-
cuelas de teatro y de danza, talleres de artesanía po-
pular, de pintura primitiva, de poesía.
Su militancia en una iglesia de los po-
bres, recriminado por el papa Juan Pablo II en el aero-
puerto de Managua mientras él permanecía de rodillas,
suspendido ad divinis de su ministerio sacerdotal en
castigo, y luego reivindicado poco antes de su muerte
por el papa Francisco, misa íntima concelebrada en su
cuarto del hospital, el nuncio apostólico y él, que yacía
en la cama con la estola puesta y la plena felicidad en
su rostro porque volvía a ser cura de pleno derecho.
Y nuestra vecindad de 40 años en colonial Los Robles,
calle de por medio, sus llegadas cada día temprano de
la mañana a dejarme los capítulos de sus memorias a
medida que los iba escribiendo, y yo, a mi vez, los ori-
ginales de mis novelas, hasta aquel domingo de marzo
en el hospital, yo de pie, contemplándolo en su lecho,
él ya del otro lado del misterio que exploró en su poe-
sía, vida y muerte, los hemisferios de un todo sin antes
y sin después, la primera vez que mediaba entre noso-
tros el silencio.
Y su terrible funeral en la catedral de Managua, entre
vociferaciones, empellones y amenazas de las turbas
oficiales cuando sacábamos el féretro, el que más ha-
bía amado a su país escarnecido por el odio.
Para él la elevación mística fue siempre el abandono
de la envoltura terrenal, y decía que había aprendido
de San Juan de la Cruz que un líquido no puede recibir
otro líquido si antes el recipiente no se vacía. Vaciarse,
para llenarse de Dios, y viendo a Dios en cada uno de
sus semejantes marginados y oprimidos, el reino de
Dios en la tierra.
Terrenal y místico, creyó en la comunión del espíritu
con la materia y en la inmensidad irreal del universo,
empeñado en una búsqueda que dejó anunciada en el
poema Con la puerta cerrada: ?Somos semillas que
para nacer tienen que morir / es el precio necesario de
la nueva vida…?
Credo que transformó en el par de líneas que, según
dejó dispuesto, se inscribirán en una placa en su lugar
final de reposo frente a la iglesita de muros blancos en
Mancarrón, su isla de Solentiname, ahora confiscada:
Morir no es salir del universo sino profundizar en él. Y
la muerte es una mayor intimidad con Dios.
(jornada.com.mx) 12/02/2025