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(En plena precampaña electoral)
Efectivamente, a través de su presidente, D. Ricardo Blázquez, la conferencia Episcopal Española, (CEE), ha dejado oír su voz, en un tema de los que le gusta, sobre la vida, la vida biológica. No la vida que el Señor Jesús tantas veces puso en solfa, como en ese tipo de textos en los que se pronunciaba por la pérdida de tiempo en los quehaceres por hacer la vida algo aprovechable y productivo, en contraposición con otro tipo de actitud, la de la relativización total de la misma, en beneficio de los que pierden todo, hasta la vida, motivados por la búsqueda de otro estilo de satisfacciones.
«Dichoso el que pierde todo, hasta la vida, para encontrar el Reino de Dios». Al hablar y pronunciarse los jerarcas de la Iglesia sobre el aborto no sé, porque ya me hacen dudar después de tanta pesadez sobre la interrupción voluntaria del embarazo, no estoy seguro, digo, de que recuerden que en tiempos de Jesús el imperio romano, entorno social y jurídico de Israel, no solo admitía el aborto, sino también el infanticidio. Y Jesús, que era perfectamente consciente de ello, no dijo, sobre eso, ni una palabra.
Y, de verdad, no sé, ni entiendo, por qué la Jerarquía pone en el centro del Magisterio Moral de la Iglesia, e insiste más en temas de sexualidad y de componentes científicos, como sistemas de concepción, o contracepción, o de control y dominio de la agonía, y de los tremendos y, a veces, horribles procesos que el fin de la vida comportan, es decir, de la despenalización del aborto, y de la eutanasia, que de otros asuntos indiscutibles en la reiteración de la predicación jesuana. Temas de importancia indiscutible en el Nuevo Testamento, como el protagonismo de los pobres, y de lo que hoy llamamos justicia social, y la consecuente denuncia del abuso de los poderosos, así como el recuerdo de los tres protagonistas de la parte más frágil y débil del entramado social: los huérfanos, las viudas, y los forasteros, «para que no olvidéis que vosotros también lo fuisteis en Egipto» , como repite reiteradamente el Antiguo Testamento, y que recoge el Nuevo (NT) en la Teología de los «anawim», esencia de las Bienaventuranzas.
Por lo que escribo en este artículo, y otros argumentos que he venido reiterando de vez en cuando, pero sí concierta asiduidad, mi valoración del super valorado Magisterio de la Iglesia la pongo en cuestión, y con muchos matices. Podría poner innumerables ejemplos, pero bastarán dos, pero aplastantes: el equivocado desvío de foco del Sacramento de la Penitencia, con el incomprensible protagonismo de la Confesión auricular, y la devaluación de la Eucaristía, de banquete fraterno, o tal vez Pascual, a rito obligatorio, ¡una vez al año!, con unos requisitos que obviaban su condición de banquete, hasta alcanzar la contradicción insuperable de ordenar, el Concilio Lateranense IV, asistir a la celebración de la misma todos los domingos, -¡no olvidemos!-, a un banquete, pero para comer tan solo en una de las veces de esa celebración.
Los obedientes, sumisos, y sufridos fieles de la Iglesia se han ido acostumbrando tanto durante siglos a estos golpes erráticos del Magisterio, con innumerables anotaciones reiteradas de disposiciones «¿iure divino?», que solamente ahora, con la libertad de análisis que proporciona el estilo democrático de las sociedades actuales, nos atrevemos a reclamar que esta ayuda al humano conocer que supone el plus el Magisterio eclesiástico se atenga al seguimiento fiel de las enseñanzas del Maestro. Y que éstas sean, siempre, las que guíen el contenido y la oportunidad de la intervención el Magisterio, más que las ideologías de cada época, y las hipotecas de los usos, modas y costumbres de lugares y tiempos, cuando son flagrantemente opuestas al Evangelio. Porque, ¿pudo el Magisterio Eclesiástico de la época tolerar, y emplear los métodos inquisitoriales, basados en alguna de las enseñanzas del Maestro de Nazaret en los Evangelios, o en los escritos de los apóstoles en la Iglesia primitiva?