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Siempre me han llamado la atención los novios, más ellas que ellos, y más los padres y suegros que los propios novios, que preguntaban, al preparar el expediente matrimonial para la boda, qué tenían que hacer para obtener la bendición papal. Yo les decía que se tendrían que poner en contacto con la Nunciatura, con el embajador del Vaticano en España, pagar lo que les pidieran, y recibir el pliego con la bendición escrita. Ahora me he enterado de que, en Roma, alrededor del Vaticano, hay tiendas en las que se puede comprar la bendición, pero que al Papa no le gusta nada que, en esos casos, de los cincuenta euros que paga el fiel, sólo tres acaben en la cuenta de los pobres, por lo que ha prohibido esa práctica, con el consiguiente enfado de los tenederos, y al beneplácito y el aplauso de toda la Cristiandad. Y ha determinado que las bendiciones dependan y sean expendidas, directamente, por la ?limosnería?? vaticana, y por el limosnero mayor, el polaco Konrad Krajewski.
A mí nunca me ha hecho ninguna gracia eso de las bendiciones papales, así como el lío y el negocio, que ya lo fue grande y sonado, de las indulgencias, y que fue una de las causas del inmenso cabreo de Martín Lutero y de su bronca con el papado. Si bien es verdad que en el caso del agustino alemán el motivo fue eminentemente económico, al ganar los dominicos de Teztel a los agustinos de Martín la subasta para el monopolio de la predicación de las indulgencias, lo que significaba un pastón que llevarían a las arcas los dominicos, en detrimento de la orden de San Agustín.
Pero hay que matizar este argumento puramente crematístico como detonante de la postura rebelde y herética del gran fraile alemán. Sucede a veces que la rutina y el hábito de hacer determinadas cosas esconde y soslaya profundas realidades psicológicas que están muy presentes en el interior de las personas, tan presentes como escondidas. En mi opinión esto es lo que sucedió en el caso de Lutero, que el enfado y la decepción por perder la lucha de las indulgencias resultó la chispa que prendió la inmensa hoguera de la Reforma, que, tal vez, sin ese contratiempo, no hubiera surgido, por lo menos en ese momento.
Pero me he desviado, aunque no mucho, porque lo de las bendiciones papales se inscribe en el asunto de las indulgencias. Una bendición papal es, por lo menos en el deseo y en el imaginario del pueblo fiel, un antídoto contra posibles asechanzas del mal. Bendecir es ?decir bien??, y, en la filosofía de las lenguas semíticas, decir es igual a hacer. Decir bien Dios de nosotros quiere decir que el Señor nos ?hace?? bien. Y, según la tradición judeo-cristiana, este poder Dios se lo ha concedido a sus ungidos, en nuestro caso, a los ministros del culto. Y, en su grado máximo, al Sumo Pontífice, como dice, más que insinúa, la propia palabra.
Y, ¿por qué digo bendiciones sin bendición? Pues se entiende fácilmente. Entre el sujeto ?bendiciente??, y el bendecido, tiene que haber una relación espacial presente. Nadie que llama a un cura para que le bendiga su coche se conformaría con que éste le entregara un papel donde estuviera escrito que, desde su despacho, o sacristía, su coche, en la calle, quedaba bendecido. Pero, por lo menos, el susodicho cura habría escrito la bendición. No. No se quedaría tranquilo el fiel, de ninguna manera. Ni consideraría bendecido su coche sin la presencia física del cura, el agua bendita, y todo eso. Pero en el caso de las bendiciones papales, ¿podemos siquiera imaginar que el Papa tiene tiempo y ganas de firmar las miles de bendiciones que el Vaticano expende? Así que me refuerzo en mi idea: mejor ni pedir, ni creer, en ese tipo de bendiciones. Se da directamente el dinero a la limosnería vaticana, o a las nunciaturas, con ese destino, y ya está.