Domingo 4º de Cuaresma, ciclo C. En el centro de la cuaresma, esta parábola presenta el texto clave de la misericordia de Dios, tema del que hemos venido tratando los días pasados en relación a la condena de J. Sobrino. Ahora retomamos ese tema, en clave exegética y teológica, ofreciendo un comentario sobrio a la parábola.
Ella ofrece el centro y sentido del mensaje de Jesus, que se muestra no sólo en el amor del padre que acoge al pródigo, sino en la exigencia de amor y acogida entre los dos hermanos.
Texto: Lucas 15, 1-3. 11-32
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «?se acoge a los pecadores y come con ellos.» Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.»
El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.»
Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. » Pero el padre dijo a sus criados: «Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.»
Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. ?ste le contesto: «Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.» ?l se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Y él replicó a su padre: «Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.» El padre le dijo: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.»
Introducción
?sta es una parábola importante donde se expresa con toda claridad la trama de la vida humana, tal como ha venido a culminar en Cristo. Los motivos básicos son bien conocidos: hay dos hijos que se enfrentan, de algún modo, por la herencia del padre, pero en vez de matar el uno al otro, como en el caso de Caín y Abel (Gen 4), uno toma su parte de herencia y se va de casa; da la impresión de que el otro (el mayor) queda dueño en ella. Evidentemente, el menor derrocha lo que ha recibido. El paradigma normal continúa: el pródigo pasa necesidad al servicio de un sistema de impureza (cerdos). Le tratan peor que a un animal, pues los animales reciben pienso y a él se lo escatiman. Desde el pozo del hambre que le atrapa recuerda la casa del padre como casa de trabajo y pan. No quiere afecto, busca comida. Por eso, su discurso penitencial (¡he pecado…!) suena a retórica. La lógica del texto no exige que se encuentre arrepentido. Hasta aquí el texto es normal, todos pueden entenderlo. Desde aquí empieza la verdadera ? parábola, la novedad del evangelio.
Fiesta del padre. Enfado del hermano.
El padre, que ha dejado que su hijo se marche, mira a los lejos y aguarda: no puede traerle por fuerza a la casa, pues hijo forzado no es hijo, ni casa obligada es ya casa. Aguarda el padre; pero cuando el hijo viene él corre y le abraza: no le deja acabar el discurso, no necesita su arrepentimiento: le quiere a él, y por eso dispone la fiesta que es, al mismo tiempo, paterna y filial, de criados y vecinos. Pero el hermano mayor se enfada. Se creía dueño de la casa; trabajaba austeramente por ella, cumpliendo las leyes que se habían impuesto (y que él creía sancionadas por su padre). Evidentemente, la nueva situación le perturbaba: su estilo no es fiesta. Y le enfurece aún más el hecho de que la vuelta de su hermano haya cambiado las cosas. Se siente expulsado de su propia casa y en protesta queda fuera. ?l no quiere entrar, pero sale el padre, tomando así la iniciativa. Está el pródigo en casa, sigue en su honor la fiesta, con la música y las danzas. El mayor discute con el padre en fuertes palabras que expresan por un lado la exigencia de una ley que puede interpretarse como envidia (hijo) y la gracia de un amor que sobrepasa toda envidia (padre). Más que espejo, la parábola es un foco de luz, una revelación que ilumina la cara oculta de nuestra propia realidad y que descubre aquello que podemos ser, interpretando el pasado y anticipando el futuro. Por eso, sólo la entendemos si entramos dentro de ella.
Los dos hermanos.
El hermano menor está al principio y centro de la parábola, pero no es su protagonista. Es evidente que representa a los publicanos y pecadores, a los expulsados del sistema, a los que, conforme a la teología oficial del rabinismo, han dilapidado su fortuna humana y son dignos de amor (cf. Lc 15, 1-2). Ampliando la visión, hijo/hermano menor son los gentiles: los pueblos de la tierra que han vivido de manera deshonesta, quedando al fin sin bienes ni derecho (cf. Rom 1, 18-31). En su primera parte, siendo hermoso, el texto se limita a repetir los tópicos que sabe todo buen judío: los gentiles (publicanos y prostitutas, gentes de mala vida) encuentran aquello que buscaban y sufren lo que merecen; han malgastado la fortuna del padre, se han marchado con terribles impurezas. Si quieren volver es simplemente porque tienen hambre; no están arrepentidos.
El hermano menor esta al principio y centro de la parábola, pero al final de la parábola ya no juega ningún papel activo, sino que es objeto y tema de la conversación entre el padre y el hermano mayor. El padre le ha recibido ya no tiene que hacer nada; él se limita a estar allí, como destinatario del gozo del padre, como objeto de la envidia/ley del «buen hermano. Ese hermano tiene razón: está de su parte el derecho israelita; le apoyan los principios sociales de la tierra. Conforme al talión, que es su defensa y argumento, el menor debería pagar lo merecido (¡ojo por ojo, diente por diente!) si es que quiere volver de nuevo a casa. Según ley, el orden y la vida sólo triunfa allí donde las normas se respetan. Por eso protesta, no quiere entrar en casa, pues la casa está manchada con la presencia del hermanos menor. Para que la casa de Israel subsista y pueda dar por siglos fiel ejemplo de justicia hay que expulsar (no recibir sin condiciones claras) a los pródigos que vuelven sólo por comida. El verdadero amor al pródigo consiste en reprenderle, dejándole fuera de casa, al menos hasta que se arrepienta: no se le hace un favor recibiéndole así; no se le ayuda; hay que darle un escarmiento.
El mayor se enfada con el padre.
En el fondo tiene envidia: quería monopolizar el amor del Padre, actuando como dueño de la casa. Pero ahora descubre que el menor le ha destronado. Ha trabajado con dureza, ha vivido en austeridad y al fin siente que el padre ofrece fiesta al otro. La parábola nos introduce en el centro de la complejidad humana, en la raíz de los conflictos de la historia, tal como aparecen de algún modo en escena primera de Caín/Abel (Gen 4). Este es el conflicto de la diversidad, de la envidia hecha violencia, de la lucha por el reconocimiento mutuo. (a) El prodigo no exige nada: está dispuesto a trabajar como jornalero. No exige, pero se pone en manos del padre que le ofrece la fiesta de la vida. Dejarse amar, esa es su única tarea; permitir que le hagan fiesta y participar en ella, ese es su mérito.
Nada defiende, pues se siente indigno de todo. Por eso no rechaza a nadie, ni pone condiciones; es evidente que está dispuesto a recibir al hermano legal cuando llegue. (b) El mayor exige el cumplimiento de la legalidad. Ha trabajado con justicia y tiene derecho a la justicia. Ha mantenido la casa con su esfuerzo y no quiere que el otro malogre el resultado de ese esfuerzo. Piensa que la vida se defiende con la ley por encima de la gracia. Evidentemente es bueno, pero bueno conforme al modelo de juicio y justicia de este mundo. La parábola no acaba, pero deja al hermano mayor en situación de peligro: su mismo deseo de «perfección legal» puede dejarle fuera de casa; si quiere mantener su propia ley en lugar de compartir la vida con su hermano acabará quedando solo, porque es evidente que el padre no puede (no quiere) dividir la casa, dejando a cada uno un lugar aparte, sin comunicación.
Un lugar para dos hijos.
Y con esto hemos llegado a la palabra clave. El pródigo se ha ido porque buscaba nuevas relaciones pero al final queda más sólo que al principio. Y entonces, rodeado de cerdos, hambriento de pan (y de cariño), piensa en la casa del padre. El hermano mayor tampoco ha logrado comunicarse, pues sólo ha tratado con su ley: no ha tomado ni un cabrito del rebaño para compartirlo con los amigos, pues carece de amigos; tampoco sabe dialogar con su padre; no quiere entrar y hablar con el otro hermano…Sólo el padre aparece en la parábola como principio de comunicación. Sabe dejar que los hijos se vayan (o queden), sin imponerles nada. Sabe recibir al que viene, sin hacerle examen de conciencia, sin acusarle ni exigirle el cumplimiento de mandatos.
Por encima de todas las posibles leyes le ofrece el gozo de la vida: el traje de hijo, el anillo de mando, el ternero de fiesta, la música y la danza…Todos son elementos de comunicación personal, pues eso significa fiesta: una vida compartida, abierta al gozo del encuentro con los otros. Esta es la cura de urgencia del padre en la que todo sucede con rapidez: ¡pronto! (Lc 15, 22), así dice poniendo en movimiento los resortes de una casa convertida en lugar de comunicación para los hermanos y vecinos. Donde había triunfado la soledad, donde se había hecho fuerte la impotencia y la tristeza, ofrece el padre Dios la fiesta. Este es el signo del amor que no se limita a perdona (ni perdona, en el sentido exterior) sino que ama y amando es capaz de suscitar formas antes no ensayadas ni gozadas de existencia.
(cf. J. J. BARTOLOM?, La alegría del Padre. Estudio exegético de Lc 15, Verbo Divino, Estella, 2000; F. CONTRERAS, Un padre tenía dos hijos, Verbo Divino, Estella 1999).