La ciudadanía será pronto una asignatura del currículo escolar. En principio, una buena noticia: es un aprendizaje que tiene que ver con la vida más que otros. Se lleva un tiempo hablando de qué cursos se impartirá, de cuántas horas constará, qué abarcará. Respecto a los contenidos representa en cierto sentido un final de etapa, integrando la educación para la paz, solidaridad, desarrollo, igualdad, consumo, derechos humanos, ambientales, etc., que en las últimas décadas promueven diversas organizaciones sociales que trabajan en los respectivos ámbitos y que han encontrado en la escuela un mayor eco que en otros colectivos.
Un final de etapa y, esperemos, un principio de otra, en la medida que no yuxtaponga, sino que articule las diversas facetas de una manera de vivir que tiene en cuenta a todos los otros.
Más allá de áreas temáticas, horarios y posición en el currículo, donde me gustaría marcar mi punto de vista es en el modelo de ciudadanía para el que se educará. Influirá significativamente en la orientación el propio talante de la escuela y el profesorado por lo cual no está demás que la ciudadanía se plantee algunas preguntas.
Hija ilustrada
Los ancestros del concepto ?ciudadanía?? fueron los romanos. Unos ancestros contradictoria y desigualmente heredados por los descendientes porque el cives del Imperio Romano es excluyente; nace para distinguir a quienes tienen derechos, que son alguien, y a los bárbaros, que son nadie políticamente hablando.
La ciudadanía, en el sentido moderno, es un término de la Ilustración. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, el «citoyens» de La Marsellesa, no habría sido posible sin Rousseau ni Voltaire, sin todo un siglo de concepción y formulación de la igualdad radical de los seres humanos: somos iguales en derechos porque somos iguales. De ahí nace que el individuo sea por quien es, no por su riqueza o su linaje, el sujeto político.
Si la ciudadanía realmente surge de la Revolución Francesa es de corte burgués, el valor no lo confiere la cuna sino el dinero, el signo de poder en el «nuevo régimen». Los cambios registrados en los últimos tres siglos deberán suponer alguna modificación en el concepto y en la práctica de la ciudadanía.
En mi opinión representa un planteamiento nada subversivo sino continuista, considerar que, puesto que los límites del mundo se han ensanchado, ensanchemos también el censo de la ciudadanía. Es decir, si todos los seres humanos somos iguales, en un mundo global la ciudadanía significa crear las condiciones para que todas las personas accedan y disfruten de todos los derechos que le corresponden, sin excepción, las excepciones matan el principio: si alguien es desigual ya no somos todos iguales.
Parece perogrullo pero así están las cosas, de momento unas personas son «más iguales» que otras y eso es una contradicción de los términos (una tontería conceptual y un escándalo ético). En fin, no es más que el salto del papel a la vida de algo que tiene ya más de medio siglo: la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Los límites citados no son sólo geográficos, también económicos, de género, edad, cultura, y literalmente etcétera: todo lo demás. Si el patrón es varón, blanco, heterosexual, rico, sano y poderoso, ¿dónde queda la ciudadanía de quienes no detentamos alguna, algunas o ninguna de esas características?
Igualdad desigualmente repartida
La Ley de Ordenación de la Educación (LOE) afirma que ?la finalidad de la educación para la ciudadanía consiste en ofrecer a todos los estudiantes un espacio de reflexión y análisis sobre las características y el funcionamiento de los regímenes democráticos, de los principios y derechos establecidos en la Constitución española y en los tratados y en las declaraciones universales de los derechos humanos, así como de los valores comunes de la ciudadanía democrática en un contexto global??. Es decir, a tener las herramientas y habilidades para circular por el mundo tal y como está constituido. De alguna manera, para eso han servido siempre las reglas de urbanidad: para circular sin chocar. Respetar no sólo a los demás, sino a las normas establecidas.
Si continuamos considerando que el meollo de la ciudadanía es la igualdad, habrá que concluir que, hoy por hoy, ésta no es una condición lograda, sino una por alcanzar; lo que significa que en parte, hay que aprender y en mucha parte, construir y reivindicar. Que no es ni más ni menos que construir y reivindicar igualdad. Tal como están las cosas eso se traduce en poca urbanidad. Habrá que contravenir las normas de una sociedad, de una organización del mundo que se sustenta en estructuras de desigualdad e injusticia.
La educación para la ciudadanía, con una dimensión global, si es coherente con sus orígenes no ha de ser para la integración, sino para la subversión, puesto que vivimos en una organización con cimientos de injusticia. Lo que se trata es construir una igualdad estructural, política, económica, lingüística: REAL. Además de aprender las normas para circular en esta sociedad, hará falta proporcionar instrumentos para la crítica y la acción. En definitiva, para ejercer y tomar el poder ciudadanil.
Ojalá que la nueva asignatura contribuya a construir una ciudadanía más «cronopia» que de «fama».