3º Domingo de Cuaresma: Si conocieras el don de Dios -- José Antonio Pagola

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3 de Cuaresma12.gifJn 4, 5-42
El don de Dios
LOS cristianos han oído decir desde siempre que «Dios es Amor» (1 Jn 4,8), pero muchos ni siquiera sospechan lo que se quiere decir con esta afirmación central y decisiva del cristianismo. Si un día cayeran en cuenta, nacería en ellos una fe en Dios absolutamente diferente y nueva.
En realidad, no nos atrevemos a creer que Dios es amor, es decir, que no sólo nos tiene amor y nos quiere, sino que, en su ser más íntimo, es amor y que, por lo tanto, de él no puede brotar más que amor, incluso cuando nosotros no merecemos ser amados. Dios es así; amor sin condiciones ni restricciones.

A nosotros nos resulta «increíble» que podamos ser amados sin condiciones. Por eso, enseguida proyectamos sobre Dios nuestros fantasmas y miedos recortando y deformando su amor.

En el fondo pensamos que Dios es muy bueno y nos quiere, pero sólo si sabemos corresponderle: es decir, Dios ama como amamos nosotros, con condiciones, incluso exigiendo más que nosotros.
Este Dios no resulta muy agradable. Bastantes lo sienten como un ser peligroso, una amenaza, una censura constante, un juez implacable que no hace sino generar sentimientos de culpa, inseguridad y miedo. No es extraño que haya tanta gente que no quiera saber nada de él.

Junto al pozo de Jacob, Jesús conversa con una mujer doblemente despreciable para un judío, por mujer y por samaritana. Jesús que mira siempre el corazón de las personas, le dice estas palabras inolvidables: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú y él te daría agua viva».

Muchos cristianos no conocen el «don de Dios» y no pueden sentirse a gusto con él porque sólo conocen sus exigencias, no su amor incondicional y gratuito. No pueden ni sospechar que Dios podría ser para ellos «agua viva» que les haría vivir de manera más digna y dichosa.
En la Iglesia, como en tiempos de Jesús, hay jerarcas, doctores, sacerdotes y escribas, pero, ¿hay testigos capaces de contagiar y sugerir con su palabra y su vida el verdadero rostro de Dios? Y si no hacemos esto, ¿para qué hacemos todo lo demás?

DIOS Y MORAL

Hay un dicho que se recuerda entre los moralistas y encierra no poca sabiduría: «Dime qué imagen de Dios tienes y te diré qué tipo de moral practicas», y viceversa: «dime qué moral vives y te diré qué idea de Dios tienes». Es así. Hay una relación estrecha entre nuestra imagen de Dios y nuestra manera de entender y vivir la dimensión moral de la vida.
Una imagen de Dios, descomprometido de la historia de los hombres e interesado sólo por su honor, su gloria y sus derechos, conduce a un divorcio entre fe y compromiso moral. Si a Dios no le importa nuestra felicidad, ya nos preocuparemos nosotros de conseguirla. Cuando a Dios se le percibe alejado de nuestra realidad, las personas se van olvidando de él y se organizan la vida a su manera.

Cuando a Dios se le considera como el «legislador» universal que, al crear el mundo, lo ha ordenado según unas leyes eternas que hemos de cumplir para no terminar condenados, la moral se convierte en fuente de una vida infantil e inmadura, que no ayuda a desarrollar la propia responsabilidad. Es fácil entonces caer en el miedo al castigo o en la búsqueda del premio, sin aprender a amar la vida, el mundo y las personas desde lo más hondo de nuestro ser.

Dios se puede convertir también en carga pesada para la conciencia moral. La imagen de un Dios «justiciero», atento siempre a nuestros pecados, puede arruinar la paz de las personas. Cuántos escrúpulos, angustias y falsos rigorismos han convertido la vida de no pocos en un tormento.

Sólo la fe en un Dios, Padre de misericordia, que mira con amor nuestra vida y busca con pasión nuestra felicidad, puede hacernos vivir una moral sana y responsable. Hay quienes temen que un «Dios Amor» pueda conducir a una vida moral cómoda e irresponsable. No es así. Cuando alguien se siente amado por Dios, se esfuerza como nadie en responder de manera fiel y exigente.

Lo primero no es el esfuerzo moral sino la fe y la experiencia de Dios. Algo de esto le sugería Jesús a la samaritana: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva».

ENCONTRARSE A GUSTO CON DIOS

Son bastantes las personas que, a lo largo de estos años, se han ido alejando de Dios, casi sin advertir lo que realmente estaba ocurriendo en sus vidas.
Hoy Dios les resulta un «ser extraño». Cuando entran en una iglesia o asisten a una celebración religiosa, todo les parece artificial y vacío. Lo que escuchan se les hace lejano e incomprensible.

Tienen la impresión de que todo lo que está ligado con Dios es infantilismo e inmadurez, un mundo ilusorio donde falta sentido de la realidad.
Y, sin embargo, esas mismas personas en cuya vida apenas hay experiencia religiosa alguna, andan con frecuencia a la búsqueda de paz interior, de profundidad, de sentido. Más aún. Aunque ya no creen en «el Dios de su infancia», acogerían de nuevo a Dios si lo descubrieran como la Realidad gozosa que sostiene, alienta y llena todo de vida.

Pero, ¿se puede encontrar de nuevo a Dios una vez que la persona se ha alejado de toda religiosidad? ¿Es posible una experiencia nueva de Dios? ¿Por dónde buscar?
Algunos buscan «pruebas». Exigen garantías para tener seguridad. Pretenden controlar a Dios, verificarlo, analizarlo, como si se tratara de un objeto de laboratorio.

Pero Dios se encuentra en otro plano más profundo. A Dios no se le puede aprisionar en la mente. Quien lo busca sólo por la vía estrecha de la razón corre el riesgo de no encontrarse nunca con El. Dios es «el Misterio del mundo». Para descubrirlo, hemos de ahondar más.
Precisamente por esto, algunos piensan que Dios no está a su alcance. Tal vez esté en algún lugar lejano de la existencia, pero habría que hacer tal esfuerzo para encontrarse con El, que no se sienten con fuerzas.

Sin embargo, Dios está mucho más cerca de lo que sospechamos. Está dentro de nosotros mismos. O lo encontramos en el fondo de nuestro ser o difícilmente lo encontraremos en ninguna parte.
Si yo me abro, El no se cierra. Si yo escucho, El no se calla. Si yo me confío, El me acoge. Si yo me entrego, El me sostiene. Si yo me dejo amar, El me salva.

Tal vez la experiencia más importante para encontrar de nuevo a Dios es sentirse a gusto con El, percibirlo como presencia amorosa que me acepta como soy. Cuando una persona sabe lo que es sentirse a gusto con Dios a pesar de su mediocridad y pecado, difícilmente lo abandona. Recordemos las palabras de Jesús a la samaritana: «Si conocieras el don de Dios… le pedirías de beber y él te daría agua viva».
Muchas personas están abandonando hoy la fe sin haber saboreado a Dios. Si conocieran lo que es encontrarse a gusto con El, lo buscarían.

CONFLICTO CULTURAL

Los judíos no se trataban con los samaritanos…
Los judíos despreciaban a la comunidad samaritana porque su población, después de la invasión asiria, había quedado mezclada con sangre de colonos extranjeros. Por su parte, los samaritanos habían reaccionado construyendo su propio templo en el monte Garizín, como rival del que se levantaba en Jerusalén.

El enfrentamiento llegó a alcanzar caracteres dramáticos. El año 128 a.C., los judíos destruyeron el templo samaritano. A su vez, en tiempos del procurador Coponio, siendo Jesús todavía un adolescente, los samaritanos consiguieron profanar el templo de Jerusalén esparciendo en él huesos humanos durante las fiestas de pascua.
Jesús sufrió en su propia carne el enfrentamiento, mutuo desprecio y odio existentes entre las dos comunidades.

En cierta ocasión, los habitantes de una aldea samaritana lo rechazan, sencillamente, porque ven en él un peregrino judío que se dirige al odiado templo de Jerusalén. Por otra parte, sus mismos compatriotas judíos lo insultan y llaman «samaritano» porque se atreve a criticar a los suyos y trata de crear un nuevo clima entre las dos comunidades.
Sin embargo, la actitud de Jesús es siempre la misma: derribar las barreras de enemistad que separa a aquellos dos pueblos hermanos, apelando a la fe en un mismo Padre de todos.
Por eso, Jesús en el diálogo con la mujer samaritana, no admite una liturgia que separe a los hombres y los enfrente entre sí. Los que dan «culto verdadero» han de hacerlo movidos por un espíritu de fraternidad y de verdad.

Dos grandes tradiciones culturales conviven desde hace siglos en nuestra tierra. Dos culturas diferentes que han ido configurando dos modos de ser y dos sensibilidades colectivas diferentes.
Con frecuencia, lo que podría ser mutuo enriquecimiento y complementación se convierte en fuente de conflictos, motivo de mutuo desprecio y enfrentamiento pernicioso para todos.
Concepciones puristas de la propia cultura, actitudes despectivas ante la cultura ajena, opciones políticas vividas con apasionamiento, están desgarrando la convivencia de «euskaldunes» y no «euskaldunes».

La reconciliación en nuestro pueblo pasa hoy por una mutua valoración y apertura de ambas culturas, un esfuerzo de mutuo enriquecimiento, evitando el dominio hegemónico de una cultura sobre otra, atendiendo de manera más cuidada la que está más amenazada. ¿Seremos capaces de construir un único pueblo desde tradiciones culturales diferentes o caeremos una vez más en el enfrentamiento y la mutua agresión?

SI CONOCIERAS EL DON DE DIOS

Son bastantes las personas que, al abandonar las prácticas y ritos prescritos por la Iglesia, han eliminado también de su vida toda experiencia religiosa. Ya no se comunican con Dios. Ha quedado rota toda relación con El.
Esta incomunicación con Dios no es buena. No hace a la persona más humana, ni da más fuerza para vivir. No ayuda a caminar por la vida de manera más sana. Por otra parte, es bueno recordar que hay muchos caminos para comunicarse con Dios, y no todos pasan necesariamente por la Iglesia. Yo diría que hay tantos caminos como personas. Cada vida puede ser un camino para encontrarse con ese Dios Bueno que está en el fondo de todo ser humano.

Dios es invisible. «Nadie lo ha visto», dice la Biblia. Es un Dios escondido. Pero, según Jesús, ese Dios oculto se revela. No a los hombres grandes e inteligentes, sino a los «pequeños y sencillos», estén dentro o fuera de la Iglesia.
Dios es inefable. No es posible definirlo ni explicarlo con precisión. No podemos hablar de El con conceptos adecuados. Pero podemos hablarle a El y, lo que es más importante, El nos habla, incluso aunque no abramos nunca las páginas de la Biblia.

Dios es trascendente y gratuito. No está obligado a nada. Nadie lo puede condicionar. Es Amor libre e insondable. Ningún hombre o mujer queda lejos de su ternura, viva dentro o fuera de una comunidad creyente.
A veces, podemos captar su cercanía en nuestra propia soledad. En el fondo, todos estamos profundamente solos ante la existencia. Esa soledad última sólo puede ser visitada por Dios. Si escuchamos hasta el fondo nuestro propio desamparo, tal vez percibamos la presencia del Amigo fiel que acompaña siempre. ¿Por qué no abrirnos a El?

Otras veces, lo podemos encontrar en nuestra mediocridad. Cuando nos vemos cogidos por el miedo o amenazados por la depresión y el fracaso, El está ahí. Su presencia es respeto, amor y comprensión. ¿Por qué no invocarle?
Podemos intuirlo incluso en nuestras dudas y confusión. Cuando todo parece tambalearse y no acertamos ya a creer en nada ni en nadie, queda Dios. En medio de la oscuridad puede brotar la claridad interior. Dios entiende, ama, lo conduce todo hacia el bien. ¿Por qué no confiar en El?

Dios está también en las mil experiencias positivas de la vida. En el hijo que nace, en la fiesta compartida, en el trabajo bien hecho, en el acercamiento íntimo de la pareja, en el paseo que relaja, en el encuentro amistoso que renueva. ¿Por qué no elevar el corazón hasta Dios y agradecerle el don de la vida?

Hemos de recordar aquella verdad que decía el viejo catecismo: «Dios está en todas partes. » Está siempre, está en todo. Nadie está olvidado por su amor de Padre, todos tienen acceso a El por medio de su Hijo, en todos habita su Espíritu. Dios es un regalo para quien lo descubre. «Si conocieras el don de Dios… El te daría agua viva. »