Cuando comenzó a germinar en mí la idea de ir a Calcuta, la primera duda que cruzó mi mente fue ?no estoy preparada para el tercer mundo??. Pero inmediatamente me di cuenta de mi error. Dios nunca nos pone en nuestro camino una experiencia que no seamos capaces de asimilar y aprovechar para crecer. Y así comenzó una de las mejores vivencias que he tenido, acompañada por la comunidad de Taizé.
Los hermanos de Taizé decidieron realizar un encuentro en Calcuta hace un año, en las navidades pasadas. Habiéndose cumplido el primer aniversario de la muerte del hermano Roger el mes de agosto pasado, la comunidad consideró que era un buen homenaje realizar un encuentro internacional de jóvenes allí. Supongo que escogieron Calcuta porque aún quedaba y queda en el recuerdo de muchos católicos indios la visita que el hermano Roger realizó a finales de los 80.
En torno al Ganges
Calcuta es una ciudad caótica y ruidosa a las orillas del río Ganges. Toda la vida se centra en él. Todo proviene del río y regresa al río. La gente se baña en el río, lava la ropa en el río, recoge agua del río, cocina con agua del río y finalmente, cuando mueren, acaban en el río. Por eso no es extraño ver bocas de agua por toda la ciudad donde la gente se reúne a bañarse, lavarse los dientes o afeitarse. Todo público y en la calle. Más tarde, descubres que hay pocas casas con agua corriente y las que tienen esa inmensa suerte sólo la disfrutan dos veces al día durante un cuarto de hora. En ese tiempo, tienen que aprovechar para recoger toda el agua necesaria para sus quehaceres diarios.
Se cree que la ciudad tiene unos 14 millones de habitantes, aunque en realidad pueden dar esa cifra como cualquier otra. ¿Cómo contar a los miles y miles de personas que te encuentras en las aceras, tirados, sin otra cosa que hacer que ver pasar el día tratando de subsistir? ¿Cómo dar cifras de los sin techo? ¿Cómo saber cuántos hay en situación de extrema pobreza? Y, sin embargo, da la impresión de que a nadie le importa. La vida ajetreada y ruidosa se extiende por todas partes mientras otros deambulan con los ojos perdidos sin saber bien cómo sobrevivir otro día más. Hay basura y desperdicios por todos los rincones. Todo se trata de aprovechar, de reciclar, de usar. Incluso lo más insospechado se utiliza para construir chabolas en cualquier descampado. Cuando ya no hay uso posible, están los cuervos para sacar partido. Los hay a miles sobrevolando la ciudad, en busca de ratas o basura sobre la que abalanzarse. Hay momentos en que el hedor que desprenden algunas calles es tan intenso que los propios indios llevan pañuelos para taparse la nariz.
Esperanza en las personas
Y, sin embargo, no me quedo con esa parte de la ciudad. Me quedo con la gente. Gente anónima trabajando por mejorar las condiciones de tantos miles que lo necesitan. Gente creando esperanzas en el corazón de la miseria. Gente a la que sí le importan las condiciones extremas a las que se enfrentan a diario los más desfavorecidos de la ciudad. He tenido la inmensa suerte de descubrir unas cuantas organizaciones que lo dan todo con entusiasmo y alegría.
Los primeros de todos, los salesianos de Don Bosco. Recogen a los hijos de los sin techo, niños y niñas sin ninguna posibilidad en la vida, que se encuentran con una oportunidad única: ser educados en un colegio. Eso les abre las puertas a un mundo muy diferente al que se verían condenados ya desde el nacimiento. Hay mucho por hacer, muchos niños por educar, pero estar en esas aulas, ver cómo aprenden, cómo sonríen y cómo disfrutan en la escuela, es una enorme satisfacción para las jovencísimas profesoras que les enseñan y para los padres que llevan el colegio.
Otra de las organizaciones que hemos visitado es Ankur Kala. Se dedica fundamentalmente a enseñar un oficio a las mujeres que deben sostener a sus familias solas por no tener marido. Una circunstancia que aquí se nos puede hacer extraña es, por el contrario, muy común en la India. Los maridos las abandonan con los hijos a su cargo desentendiéndose de su duro presente y su futuro incierto. En momentos así, aprecias las posibilidades que tenemos simplemente por haber nacido en occidente. El machismo que reina en la India contrasta con la realidad: la mujer es, en la mayoría de los casos, el verdadero sostén familiar.
Afortunadamente, en Ankur Kala, hay mujeres que las acogen, las enseñan a cocinar o coser, y les dan un trabajo con el que ganarse la vida. Lo más difícil es vender lo que producen. ¿Cómo ser competitivas en un mercado cada vez más duro? Quizás, si tuvieran mayor apoyo para colocar sus productos en las tiendas, conseguirían sacar a más mujeres de las calles, aunque eso no les impide disfrutar de la evolución de cada una de las que logran salir de apuros a través de la asociación.
El Arca de Noé fue otra de las asociaciones que visitamos, un reflejo real de ecumenismo. En ella, hindúes, cristianos y musulmanes trabajan juntos para dar una mayor calidad de vida a niños con discapacidades. Cuando estás en el chalet-escuela que tienen en uno de los barrios más pobres de Calcuta te das cuenta de la tremenda desgracia que significa tener un problema de salud en el tercer mundo.
Una persona discapacitada allí no tiene ninguna oportunidad. No puede trabajar, no puede valerse por sí mismo, no puede ayudar a los suyos a salir adelante. ¿Qué futuro les queda? Mendigar. Encuentras a gente con todo tipo de taras físicas y psíquicas mendigando por la ciudad. Afortunadamente, en ese chalet, se preocupan de proporcionarles un refugio, un hogar en el que vivir y sonreír.
Dentro de este hogar, hay una ?capilla?? sin imágenes, ni biblias, ni frases de ningún tipo. Tan solo velas y silencio. Un lugar dedicado a la oración, a la contemplación. Un lugar donde poder compartir un silencio con cualquier compañero de otra religión diferente a la tuya. Porque no hay que olvidar que en el fondo de semejante entrega a los demás, siempre está Dios, cualesquiera que sea la forma de entenderle que tenga cada uno.
Hermanas de la Caridad
Y ¿cómo hablar de Calcuta sin mencionar a las Hermanas de la Caridad? La madre Teresa decía que el fruto del amor, es el servicio. Sin duda, detrás del trabajo de las hermanas de la caridad hay un profundo amor a Dios y a los demás, una profunda vocación de entrega, una profunda renuncia a todo tipo de egoísmos. Para ello, dedican todos los jueves enteros a la oración. Necesitan llenarse de paz para poderla compartir a lo largo de la semana con tantos a los que auxilian, no solo física sino también moralmente. Casi más que las necesidades físicas necesitan saber que le importan a alguien, sentirse amados por alguien. Y en esa tarea, la paz y el amor que desprenden esas mujeres son únicos. Mantener la serenidad en las situaciones y lugares que atraviesan a diario es admirable.
Recorren a pie barriadas enormes llenas de caos y gente, de pobreza y miseria, de niños tratando de meter las manos en los bolsillos de cualquiera para salir del paso. También tienen centros y hospitales por toda la ciudad donde se ocupan de los enfermos terminales. Hay unos 300 voluntarios trabajando con ellas. Y cómo será Calcuta de grande y de pobre, que no dan abasto. Aunque eso es lo de menos. Mientras haya gente así iluminando ciudades como Calcuta, hay esperanza. Como decía el lema del Domund del año pasado, otro mundo es posible. Y yo añadiría que no es solo posible, otro mundo existe aunque nos cueste verlo.
Voluntariado
Y por último, después de tener la inmensa suerte de ver el trabajo y la vida de los voluntarios en Calcuta, pude compartir con un buen número de cristianos asiáticos tres días de oración compartida en el patio del colegio Bosco. Entre indios, filipinos, japoneses, indonesios y europeos, éramos 5.000 jóvenes reunidos bajo una carpa que hacía las veces de capilla. Todo era muy sencillo, las oraciones, los momentos de silencio, las canciones, las comidas en común. Era trasladar una pequeña parte de la comunidad de Taizé a ese rincón de Asia. Para quién no conozca las costumbres de la comunidad de Taizé, os contaré que suelen ser días en los que al menos hay tres oraciones compartidas: la de la mañana, la del mediodía y la de la noche. El resto del tiempo, son grupos en silencio meditando sobre la lectura del día o grupos en los que se comparten las impresiones personales sobre lo que se está viviendo esos días. Como los cristianos que acuden pueden ser de las tres confesiones: protestantes, católicos u ortodoxos; la oración y las lecturas giran siempre hacia lo que nos une y no hacia lo que nos separa.
Fueron momentos únicos para todos los presentes. Posiblemente, para los indios, nunca vuelva a presentarse la ocasión de juntarse tantos jóvenes cristianos en un evento preparado y dedicado a ellos. Y para los occidentales fue una oportunidad para ver cómo viven otros su experiencia de Dios.
Cuando la gente me pregunta por qué dedicar mis vacaciones a una ciudad tan miserable, yo les contesto sin dudar que ha merecido la pena, que volvería a repetirlo. Se hace difícil dar razones para ello. Es cierto que hay mil obstáculos a superar: el calor asfixiante, las incomodidades físicas, el cansancio, el contraste cultural y por encima de cualquier cosa, la miseria a contemplar. Pero todo ello se obvia cuando caes en la cuenta del enorme regalo que es poder vivir semejante experiencia. Te cambia la perspectiva de las cosas. ¿Por qué aquí nos parecen un mundo las pequeñas dificultades diarias? El hermano Roger decía que ?el cristiano pierde su alegría en el momento en que se doblega ante la preocupación por el mañana??. Allí la frase toma vida. Si hay alegría es porque saben vivir el presente de Dios. Ahora, cuando tengo tentaciones de quejarme por el primer problema que me sale al paso, una palabra me viene a la mente: Calcuta. Ahí se disipan mis argumentos. Los cambio por un ?gracias?? a Dios por todas las bendiciones con las que riega mi vida día a día.