¿POR QU? LA P?RDIDA DE SIRIA, PALESTINA Y EGIPTO PARA LA IGLESIA CAT?LICA? J.Comblin

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Desde la época de la Patrística hubo en la Iglesia dos tenden­cias: la ortodoxa, que predominó en la jerarquía y, en el segundo milenio, se identificó con el Papa; y la tendencia heterodoxa, siempre al borde de la condenación. La teología ortodoxa lucha contra la heterodoxa y ésta contra aquella. Con el correr del tiempo esto le da a la historia cristiana un aspecto de polémica creciente. En este inicio del tercer milenio hay dos Iglesias dentro de la Iglesia cató­lica, bastante separadas una de otra. El presente pontificado (Juan Pablo II) colaboró mucho para exasperar esa división, identificándose demasiado con una de esas tendencias.
La primera fase de esa larga historia fue, como dijimos, la lucha contra el gnosticismo y de éste contra la ortodoxia. Desde entonces, para muchos católicos, sobre todo para la jerarquía y el clero, la fe tiende a identificarse con la ortodoxia. Tener fe es aceptar todos los dogmas definidos por el magisterio y defender esos dogmas contra todos los adversarios reales o presuntos.

Juan XXIII tuvo una visión aguda de esa situación, al pedir que se acabara con esa larga historia de luchas y se entrara en otra época histórica, que se dejaran de lado las polémicas y las condenaciones, comenzando a ser más tolerantes. Era cons­ciente de que esa acentuación polémica de la fe, esa preocupación constante por la herejía hacía un daño irreparable a la Iglesia y daba al mundo un triste espectáculo, que hacía imposible la evangelización. Aparentemente, esa recomendación de Juan XXIII fue olvidada.

La preocupación por la ortodoxia se presta a muchos desvíos y puede provocar desastres. Con el pretexto de preservar la identidad cristiana, los ortodoxos consiguen eliminar de la Iglesia a millones de cristianos de buena voluntad y de mucha capacidad, condenándolos como herejes. La condena de la teología de la liberación y de las comunidades eclesiales de base (condena negada por sus autores, pero muy real y efectiva) esterilizó la misión de la Iglesia en el mundo de los pobres y dejó la puerta abierta a las nuevas Iglesias pentecostales (sirva como ejemplo lo que ocurrió en Río de Janeiro).

Era fácil acusar de herejía o de desvío doctrinal a un ad­versario político, un competidor o simplemente una Iglesia rival. Fue lo que pasó en el siglo V. Hubo dos grandes rivalidades en la Iglesia. Por un lado estaba la Iglesia imperial, la Iglesia de la capital, Constantinopla. Por otro lado estaban las Iglesias de los pueblos conquistados y dominados por el Imperio, pero que seguían teniendo su cultura y su lengua propias. Eran las Iglesias de Egipto y de Siria.
En Siria, con la metrópolis Antioquia, el cristianismo usaba la lengua siríaca, y en Egipto, con su metrópolis Alejandría, la lengua copta, tradicional. No solamente la lengua era diferente, sino toda la cultura – con la sensibilidad que hace a la particularidad de un pueblo, aquello que el Imperio quería negar. El Imperio quería imponer la uniformidad, el modo de hablar, de pensar y de obrar de los griegos.

Tanto en Siria cuanto en Egipto no estaban dispuestos a sopor­tar el dominio de Constantinopla, o sea, de la Iglesia imperial. Pero también había fuerte rivalidad entre las Iglesias de Siria y de Egipto.

Esas dos oposiciones acabaron dividiendo a la Iglesia y casi provocaron la ruina del cristianismo, tanto en Siria como en Egipto, dejando al imperio privado de sus mejores provincias y a la Iglesia imperial de sus mejores fuerzas – pues las grandes fuerzas del cristianismo estaban justamente en Egipto y en Siria.

Esas oposiciones llevaron a la condena y a la separación de la Iglesia siríaca de Antioquia, excomulgada por causa del nestorianismo, y, después de ella, de la Iglesia de Alejandría condenada por monofisismo. Ahora bien, Antioquia y Siria eran la puerta para el Asia, y Egipto era la puerta para el África. La separación de esas dos Iglesias provocó el debilitamiento de la misión en Asia y en África. Hubo una expansión de los nestorianos hasta la China, y una expansión del monofisismo hasta Etiopia, pero, sin el apoyo del conjunto de las Iglesias, esas misiones perdieron el dinamismo. Podemos deducir que, si la evangelización de África y de Asia demoró tanto, fue a causa de la condena por herejía de las Iglesias de Siria y de Egipto. Fueron 1.000 años perdidos.

Constantinopla quería ser la Iglesia imperial y el Emperador quería hacer de ella el factor principal de la unidad del imperio. Desde Constantinopla el emperador quería uniformar a su imperio. De esa manera, profundizó la oposición entre la Iglesia imperial y las Iglesias de los países periféricos. La consecuencia fue que, por odio al Imperio, las Iglesias periféricas abrieron las puertas al Islam en lugar de oponerse a su expansión. El odio al Imperio era más fuerte que el miedo al Islam. La política de unidad del Imperio tuvo por resultado la pérdida de la mayor parte del territorio imperial, y, a largo plazo, la caída del propio Imperio (1453).

El prejuicio interno fue más grave todavía: la fe se confundió con la ortodoxia y debilitó tremendamente la presencia del evangelio en la Iglesia. Si la fe era profesar la verdadera doctrina y rechazar las herejías, lo opuesto a la fe era la herejía y no la ausen­cia de fe. Nació allí el espíritu inquisitorial que, a partir del siglo XIII, cuando fue fundada la Inquisición, consiguió alcanzar un fuerte desarrollo. Las bases habían sido puestas desde el siglo V – incluso antes, en las luchas contra el gnosticismo. Por todo esto, la lucha contra la herejía se volvió más importante que la evangelización. Para América Latina, eso tuvo consecuencias dramáticas porque la mentalidad inquisitorial deformó com­pletamente el cristianismo en el continente.

¿Qué se podía esperar de la fe en ese contexto? Hasta hoy senti­mos el efecto producido por el tipo de fe que fue inculcado por la institución eclesiástica, y el éxito de las nuevas Iglesias no necesita otra explicación. Para enfrentar este desafío de nada sirve inventar recetas pastorales superficiales. Ningún método de marketing va a resolver esto. El problema está en el tipo de fe que fue enseñado.

Ahora bien, los historiadores y teólogos actuales deben reconocer que entre ortodoxos, nestorianos o monofisistas las diferencias eran de estilo, de expresión o de interpretación legítima y no merecían la denominación de herejes. Fueron los conflictos políticos, así como las rivalidades personales, los que hicieron los cismas – que podían muy bien haber sido evitados. En la lucha contra el adversario, cada uno deformó las posiciones de los otros para poder condenarlas. Esa historia fue repetida varias veces: deformar el pensamiento del adversario para justificar la condenación.

Los emperadores de Constantinopla lucharon para imponer a todas las Iglesias orientales – que estaban dentro del Imperio – la misma liturgia, las mismas fórmulas de fe, las mismas estructuras ? sin embargo todo eso fue más moderado que en la Iglesia latina. En la parte latina del Imperio la voluntad de uniformidad fue mucho más fuerte. Después de los emperadores, fueron los Papas los que, durante 1.000 años, perseveraron en el proyecto de unifor­mar a todas las Iglesias de Occidente. Con constancia y perseverancia incansables, en 1.000 años consiguieron suprimir casi totalmente lo que era propio de las Iglesias locales. Consiguieron exterminar las diversidades culturales del seno de la Iglesia latina. Fue recién en el Concilio Vaticano II, con la adopción de las lenguas locales para la liturgia, que volvió a aparecer alguna diversidad. Pero quedó limitada a eso. En cuanto al resto, la liturgia permanece uniforme, el derecho y el catecismo también. Todos los obispos son nombrados por el Papa. La uniformidad llegó a ser total. En estas condiciones, quien se aparta en alguna cosa del modelo uniforme, es considerado alguien que no tiene fe. Nadie puede expresar su fe de manera diferente a lo uniformemente establecido por el sistema romano, so pena de ser excomulgado. Quien no se somete es condenado como herético o cismático.

Capítulo 2 entero (Págs. 24 a 32) del Libro El Camino de J.Comblin