Primero fue el papa Benedicto XVI preguntando por Dios en Auschwitz. Pronto tuvo un efecto mediático y fue imitado por el arzobispo de Valencia apelando a Dios ante la catástrofe del metro, finalmente vuelve a las andadas José Bono en relación con la guerra civil. Es paradójico que una pregunta típica de los ateos ilustrados desde el siglo XVIII se convierta ahora en el interrogante de altos representantes eclesiásticos y de católicos confesos.
Más problemática que la pregunta es la respuesta que se ofrezca. Desde la perspectiva religiosa tradicional Dios es omnipotente, providencial e intervencionista. Actúa constantemente en la naturaleza y en la historia, bendiciendo y castigando, con lo que los acontecimientos naturales y los eventos de la vida siempre se ven desde la presunta perspectiva divina. El problema, sin embargo, es que, muchas veces, al bueno le va muy mal y el malvado prospera, con lo que no queda muy claro cuándo, cómo y por qué Dios interviene.
Aparte de que ver los acontecimientos desde la clave divina, como bendiciones y castigos, lleva a la pastoral del terror, el miedo al castigo divino, que tanto peso ha tenido en el cristianismo. Como decía un amigo, Dios castiga a los malos… y a los buenos si se descuidan. Además el dios intervencionista se presta a una religiosidad mágica e interesada, en la que la relación con Dios carece de gratuidad, ya que se buscan «mercedes» y no a Dios mismo. Y finalmente, favorece también la resignación y el fatalismo, desde el «está escrito» al «es la voluntad de Dios», que lleva, a veces, a la inhibición y la huida de las propias responsabilidades.
Otra cosa muy distinta es cuando asumimos que la historia es nuestra, que el hombre es el agente, y que Dios actúa en cuanto que inspira, motiva e interpela, sin desplazar el protagonismo humano. Dios interviene en la historia desde personalidades que se convierten en «las manos de Dios», en sus testigos, en los referentes que nos hacen posible tener fe en el hombre, y también en Dios. Ante los sufrimientos naturales y sociales hay que preguntarse qué es lo que hacen los hombres, y en concreto interpelar a los cristianos a ver cómo responden a los acontecimientos.
Hay que asumir la soledad histórica de la libertad y la responsabilidad, sin descargarla en Dios, para desde ahí luchar contra el mal. No hay que olvidar nunca el grito cristiano del ‘¿Dios mío, dios mío, por qué me has abandonado?’, que es la otra cara de un Dios que no interviene para parar la injusticia, a costa de la autonomía humana. La inmanencia de la historia y la autonomía del hombre es la otra cara de un Dios trascendente, que para actuar en la historia necesita del agente humano.
¿Qué queda entonces del Dios omnipotente y providente? No la imagen del que todo lo puede a costa de la libertad humana, sino la del Dios que se identifica con las víctimas, que se siente concernido con el sufrimiento, y que inspira y motiva al hombre para que éste le ayude a luchar contra el mal. Hay que «ayudar a Dios», para que el bien pueda surgir del mal, para que el sufrimiento genere solidaridad, en lugar de endurecimiento y deshumanización, y para que no se pierda la confianza y el sentido de la vida.
Es poco lo que puede hacer Dios sin el hombre, por lo menos desde la perspectiva cristiana de un Dios encarnado que se revela como tal en el crucificado y cuya suerte forma parte de las de las víctimas de la injusticia que recorren toda la historia. Al reconocer a Dios en Jesús, no sólo redimensionamos la imagen de Dios, sino también asumimos responsabilidad por las víctimas. Por eso, la gran pregunta ante el sufrimiento sería dónde está la Iglesia y los cristianos, porque Dios sabemos dónde está, con los que sufren y no con los opresores. Dios no es neutral ni imparcial, su lugar está entre las víctimas y sus testigos son los solidarios con éstas, sean creyentes o no.
Por eso no son los criterios religiosos los que deciden con quién está Dios, sino el ‘tuve hambre, sed, etc’ y el protagonismo de cada uno. Este fue el punto de partida de la crítica de Jesús a la religión de su tiempo y sigue siendo el criterio para evaluar a los cristianos y a los eclesiásticos. El Dios cristiano no es el griego que siente envidia de los hombres y castiga a Prometeo. La concepción cristiana de la vida no está marcada por el dios milagrero, al que tienden todas las religiones, sino por el Dios encarnado que garantiza la libertad responsable.
Vivimos en un mundo imperfecto, inacabado y en el que la naturaleza es, a veces, una amenaza y una fuente de violencia y muerte.
La ciencia y la técnica son instrumentos para someterla, controlarla y ponerla al servicio de la humanidad. Pero no bastan, hacen falta valores de solidaridad, de empatía con el que sufre, y de lucha contra la injusticia y contra la opresión. ?stos son los que ofrece una valoración cristiana de la vida. Ante el sufrimiento y el mal la pregunta adecuada no es dónde está Dios, sino qué es lo que hacemos y dónde se ubican los cristianos. Estas son también las preguntas que deberían acompañar las del papa Benedicto, el arzobispo de Valencia y el ex ministro cristiano. Sin ellas, la apelación a Dios se convierte en pregunta abstracta y ambigua, susceptible de ser englobada dentro de la religión milagrera en la que sigue creyendo mucha gente.