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En uno de los periódicos nacionales se ha abierto en las páginas de cartas al director una polémica en torno al celibato de los sacerdotes, a propósito del caso del Presidente de Paraguay.
Las excusas para el celibato que vengo oyendo desde mis años escolares son más o menos las mismas: que un célibe se puede dedicar a Dios y a la comunidad a tiempo completo mientras que un hombre casado no (deleznable, los botones de muestra sobran: Martin Luther King, Gandhi, Albert Schweitzer… todos casados y con familia); que la sublimación del instinto sexual o la libido en el sentido freudiano de la palabra nos lleva a una espiritualidad más elevada y a acercarnos más a Dios… eso también es poco demostrable, y cae por tierra cuando saltan los escándalos de pedofilia y afines en el seno mismo de la institución que ha hecho del celibato uno de sus rasgos distintivos y de sus obligaciones más severas.
En realidad, los sacerdotes, al menos los sacerdotes seculares o de parroquia, no tuvieron la obligación del celibato durante muchos años, diez siglos, para ser más exactos. Y en las iglesias cristianas orientales aún se mantiene esta tradición. Los párrocos podían tener esposa y procrear hijos con toda tranquilidad.
“Los sacerdotes no tuvieron la obligación del celibato durante muchos años, diez siglos”
¿Qué ocurrió, entonces? En el año 1074, el Papa Gregorio VII dispone que todo hombre que desee ser ordenado sacerdote debe hacer un voto de celibato. Y luego, para reforzar la orden de su predecesor, en 1095, el Papa Urbano II toma una medida muy inteligente: hace vender como esclavas a las esposas de los sacerdotes y los niños productos de esas uniones quedan abandonados. Sin comentarios.
Según algunos estudiosos, el celibato aparece como, ya lo dijimos, una manera de ‘concentrar’ la atención y las fuerzas de los sacerdotes en sus funciones como pastores y de apoyo a la obra de Dios en la tierra. Según otros, el problema era que el dinero que ganaban los sacerdotes no retornaba a la iglesia, pues se utilizaba en gastos de la familia y, finalmente, si se lograba acumular algún tipo de ahorro o fortuna, se convertía en una herencia para sus hijos.
Las razones históricas, las antiguas crueldades, como la de Urbano II, ya están en un pasado no siempre luminoso. Sin embargo, sorprende que todavía haya personas que defiendan las tradicionales argumentaciones a favor del celibato.
No se trata de negar de plano los posibles beneficios de una vida monástica en castidad; sin embargo, parecería que para conseguir la santidad a través de este medio no basta con una negación cruel y antinatural de uno de los fundamentales instintos humanos como es el de la reproducción, así como el impulso que conduce a buscar una pareja más o menos estable para recorrer junto a ella una parte del sendero de la vida. La misma Iglesia no ofrece a sus célibes las mejores condiciones para realizar esta aspiración o mandato. Las llamadas constantes a una represión del instinto natural no son suficientes.
Por otro lado, me pregunto, tímidamente: ¿se haría el mismo escándalo si Lugo hubiera tenido hijos ocultos siendo un sacerdote de tendencia conservadora? Y no me quiero contestar.