Cirujano y miembro del consejo asesor de bioética de Cataluña. No deberían ponerse límites al conocimiento y, en cambio, sí a su aplicación. No debería limitarse el aumento del saber, el descubrimiento de ?lo que hay?? en la naturaleza; pero sí lo que innovamos, lo que añadimos a ?lo que había??. No pondría límites, en principio, a la experimentación básica, a nuestra mirada; y sí en cambio a la tecnociencia aplicada, a nuestra manipulación. Esta visión razonable se sostenía abiertamente hasta medio siglo XX.
Salvo que esta distinción no se ve ahora tan sencilla en la práctica. En primer lugar, ambas fases de la ciencia apuntan en última instancia siempre hacia una idea de transformación y, por tanto, ya desde el principio debería poder conocerse y discutirse en qué quiere consistir esta posible transformación y hasta qué punto es deseable, si de verdad contiene una idea de progreso para la gente: no toda transformación o crecimiento lo es.
Además la práctica científica ha cambiado. Pensemos que pocas veces, en nuestros días, la adquisición de un saber es fruto de una observación casual o de la simple curiosidad individual.
En general es fruto de una experimentación colectiva muy planificada y casi siempre fruto de una financiación decisiva, con sus intereses y prioridades. Por tanto, apelar en este contexto a la neutralidad científica, o del científico ?tan sensible a su vez a intereses profesionales?, resulta ingenuo. La conciencia de uno de los creadores de la bomba atómica, Oppenheimer, le llevó a esta culpabilizadora conclusión hace años, y fue un ejemplo precursor de lo que hoy es asumido resignadamente.
Claro está que, por otra parte, tampoco se trata de aceptar límites si no es con buenas razones. Si hay una posibilidad de mejorar haciendo algo, la carga de la prueba debe de recaer en quien quiera limitarla. También fue después de la Segunda guerra mundial que en una sociedad plural se fueron haciendo insostenibles los límites impuestos por un simple moralismo.
Lo cierto es que, desde entonces, no ha hecho más que crecer la evidencia de que nuestra responsabilidad debe hacerse más activa, comprendiendo mejor los motivos de lo que hacemos, ya sea para saber, para actuar o incluso para limitar. Se pide ahora una actitud más reflexiva, más alerta y crítica, que adquiera una visión más realista de la complejidad; lo que puede resultar a veces incómodo. Así, debemos todos aprender a valorar por qué queremos lo que queremos, qué consecuencias prevemos y qué peligros estamos dispuestos a arrostrar. Y, para hacerlo bien, debemos encontrar formas de deliberación abierta, racional y multidisciplinaria entre científicos, humanistas y ciudadanos; quizá permanentes.
Los científicos deben abrir las ventanas de los laboratorios y escuchar las voces que preguntan desde fuera con temor sobre su trabajo. Y las voces deben saber verbalizar dudas, pedir información y esforzarse en comprender las posibilidades que se les ofrecen, sin ilusiones ni terrores excesivos.
En resumen: las cosas han cambiado y la sociedad pide ahora más consciencia colectiva, más implicación de todos. No quiere una política de hechos consumados, ya sea por parte de los científicos o de los moralistas. Quiere decidir ella misma de forma transparente o no poner límites, qué prioridades hay que establecer o qué estímulos dar a lo que se puede hacer.