8 de marzo -- Asociación de Teólogas Españolas

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Enviado a la página web de Redes Cristianas

mujer trabajadora3La Asociación de Teólogas Españolas con motivo de la celebración de la mujer trabajadora del 8 de marzo, nos hemos querido sumar a las manifestaciones públicas a favor de las mujeres. De forma festiva, pero también reivindicando la dignidad de las hijas de Dios en este mundo desigual donde frecuentemente se vulneran.
1. Necesitamos hablar de las mujeres y no de ?la mujer??
Dios se encarnó para ser un ser humano concreto, una persona histórica particular e irrepetible, Jesús. Su vida, y no otra, sus palabras, y no otras, su muerte y su resurrección son las que nos hacen presentes de forma más íntima y cercana a Dios. El Dios de Jesús no se mueve en las generalidades, que homogenizan y cosifican aquello que pretenden describir. Es por ello que Jesús siempre se dirige a la persona que tiene en frente, la llama por su nombre y la hace lugar de manifestación de Su gracia (Lc. 7, 48-50; 8,43-48??).

En la misma línea, hablar de ?la mujer??, como si se tratara de una categoría genérica, en lugar de ?las mujeres??, en plural, empequeñece aquello que pretende describir: asume que todas sentimos igual, actuamos igual y vivimos igual. Que una idea general de ?la mujer?? vale por todas. Se desdibuja así aquello que caracteriza la vida, es decir, la experiencia personal. Y sólo en este espacio, sólo en la experiencia particular de cada mujer y de cada hombre, se hace el Dios de Jesús presente, reconcilia y restaura. La reconciliación no es un principio general y abstracto que afecta poco. Por el contrario, da forma a la vida en su expresión más concreta.
De igual manera que Dios no es una hipótesis, un objeto de estudio al que podamos mover aquí o allí según convenga, tampoco lo son las mujeres: cada una de nosotras es lugar de manifestación de Dios en su vida y experiencias concretas.

2. Somos hijas e hijos de Dios por un mismo bautismo. Hermanas y hermanos en Cristo en discipulado de iguales.
Los relatos de la creación en Gn. 1 y 2 hablan de la creación de ser humano como un ser en relación: desde el principio éste es creado como varón y como mujer. Ninguno de ellos posee al otro ni es la medida del otro: la medida, la imagen, es siempre la de Dios. En este sentido, el ser humano, ya sea varón o mujer, expresa su ser imagen de Dios cuando reconoce y aprecia la existencia de otros (ya sea de Dios, ya sea de sus iguales, hombres y mujeres). Hombre y mujer no somos fragmentos, pareja de opuestos, que expresen juntos la imagen de Dios, como dos piezas de un puzzle que encajan para reflejar una imagen superior, sino que a través del bautismo hemos sigo marcados para llevar a la plenitud la humanidad que nos habita a cada uno, sin depender o complementar unos a otros o hacer diferencias y discriminaciones, porque es Cristo el que nos dignifica haciéndonos hermanas y hermanos frente a Dios.

Por eso en el reconocimiento de la valía y dignidad del hombre a la mujer y de la mujer al hombre nos constituimos en cuerpo de Cristo, Iglesia diversa y en camino, empujados por la fuerza del Espíritu (Rom 8,14). Todos somos hijos e hijas de Dios por igual (2Co 5,17, Gal 3, 27-28), recreados a su imagen (2Co 3,18). Todos somos pueblo de Dios (1Pe 2,9).
Lamentablemente, el mundo que nos rodea y del que formamos parte, a menudo se expresa en claves de desigualdad, abuso y poder. La despersonalización (que no es otra cosa que la vulneración de la imagen de Dios en el ser humano, sea hombre o mujer), la cosificación, la explotación de los cuerpos de las mujeres (ya sea sexual o en forma de violencia de género) o las enormes desigualdades que existen entre hombres y mujeres (sociales, salariales, familiares y eclesiales), sitúan a las mujeres en lugares en los que su dignidad se ve reducida, al obligarla a depender del varón, o directamente negada, por considerarla de segunda categoría.

Contra esto, nos urge recuperar la condición sacral a la que nos introduce el bautismo. Por Cristo todas nuestras idiosincrasias y complejidades, también ser mujer o varón, puede ser condición de plenitud. Es decir, un mismo bautismo (1Co 12-13; Ef 4, 5-7) lleva la igualdad de hecho a un nuevo horizonte, esto es, el de la equidad eclesial. Todos participamos en una misma dignidad, pero no por ser iguales, sino por ser diferentes?? La diferencia no nos debe hacer dependientes (frecuentemente las mujeres de los hombres) sino que contribuye a la equidad de la mesa del Reino, donde la misericordia de Dios nos dicta quién necesita más, y no quién tiene más autoridad (1Co 3,4-6). Atender a las mujeres en sus necesidades, es un acto de comensalidad, eucarístico, no desde el paternalismo, sino desde el hermanamiento de discípulos y discípulas (Declaración de Accra art. 28). Configura a la Iglesia como signo verdadero de salvación (LG1) en este mundo roto, signo contracultural de los seguidores del Cristo resucitado.

3. La participación eclesial de mujeres es germen de vida nueva de la Iglesia.
Desde la exégesis del texto de Lc 8, 1-3, donde se nos indica que ?Iban con ?l los Doce y algunas mujeres??, no se puede negar ya que las mujeres siguieron a Jesús desde Galilea a Jerusalén; que formaron parte del grupo que seguía a Jesús: escuchaban su mensaje, aprendían de él y le seguían de cerca, lo mismo que los discípulos varones. Este grupo son seguidoras de Jesús; aparecen de manera pública con él en su misión de anunciar el Reino y son testigos inmediatos de su tarea. Jesús las siente discípulas y se relaciona con ellas como tal. Son mujeres de todo tipo y condición y están en el mismo plano y tienen los mismos derechos que los varones en el grupo de Jesús. Son mujeres sanadas o liberadas, como aquellos varones que también fueron sanados, y son llamadas por ?l a seguirle.

Ese primer grupo de Jesús es el germen e inicio de nuestra Iglesia. Si eliminando todas las interpretaciones no adecuadas o ?manipuladas?? que se han hecho de este texto, poniendo voz y visibilizando a las primeras mujeres y a otras en la historia de nuestra Iglesia, comprenderíamos que, como en tiempos de Jesús, la participación eclesial de mujeres hoy es germen de vida nueva en la Iglesia.

La participación de las mujeres en la Iglesia, su ser mujeres en ella, es germen de vida porque aceptan y asumen con responsabilidad y corresponsabilidad las tareas encomendadas como hacen en otros espacios; porque hacen memoria de tantas mujeres que en la historia y en la Iglesia han sido silenciadas; porque tienen palabra y voz válida y comprometida; porque están implicadas el trabajo en red dentro de la comunidad creyente y están presentes también en otros colectivos de mujeres o en el diálogo interreligioso enriqueciendo a la comunidad creyente; porque tienen gestos que denuncian que, aunque como Iglesia reconozcamos la igualdad entre varones y mujeres, en la práctica hay subordinación e inferioridad.

Es fundamental el trabajo de algunas teólogas (y también algunos teólogos) que ?escuchan los silencios?? y desvelan la presencia escondida de las mujeres en la Biblia, desenmascarando los elementos patriarcales y androcéntricos, revelando que ellas ?fueron narradas o contadas?? por ellos y haciendo una exégesis crítica que ilumina los textos bíblicos que se usan para defender la inferioridad de la mujer. Ellas releen el mensaje cristiano desde la situación, la óptica y la sensibilidad de su ser mujeres, para dar voz a las olvidadas durante muchos siglos y crecer en el conocimiento de la Palabra junto con los varones.

También es fundamental la participación en las comunidades cristianas de varones y mujeres, que no ahogan la personalidad y el modo de hacer de cada uno, que aceptan lo femenino como algo necesario y no como algo extraño. Ser germen de vida nueva es ser comunidades donde las mujeres se sienten valoradas y animadas a aportar desde su propia experiencia creyente. Ser comunidades que viven en actitud de servicio hacia dentro y hacia fuera para que ningún hombre se crea más que una mujer y se vivan relaciones de igualdad y fraternidad. Ser comunidades y grupos donde realmente el centro es Jesús de Nazaret, quien nos llama, nos reúne y nos envía con nuestro nombre en su nombre.
?Iban con él los doce y algunas mujeres?? y hoy también mujeres y varones a la par, caminando con Jesús, hacen visible la acción del reino en nosotros. La levadura es capaz de levantar la masa y el grano de mostaza capaz de convertirse en arbusto donde anidan los pájaros. Así, nosotras y nosotros, con nuestros pequeños gestos podemos levantar y hacer germinar una Iglesia, comunidad creyente de varones y mujeres que reflexionan y caminan juntos en igualdad y reciprocidad.

4. Sin las mujeres no hay futuro
«Solo el Reino es Absoluto, lo demás es relativo» (EN, 8). Estas palabras rotundas del papa Pablo VI en la Evangelii Nuntandi expresan la centralidad que ocupa el Reino en la Iglesia y en la vida creyente. Ese lugar y espacio nuclear no es otro que la vida del Dios trinitario. En Jesús, el Cristo, en su vida, en sus palabras y en su modo de establecer relaciones hemos comprendido nuestra propia medida humana e histórica. El Reino nos habla de un tiempo en el que «Dios es soberano» (Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, 2007) de la historia que nosotros y nosotras mismas construimos.

Como sabemos, nuestra vida de fe se expresa a través de nuestra presencia en el mundo y no siempre, como mujeres, hemos visto y sentido su lado amable. Desde el inicio, las mujeres proclamaron que era ?tiempo de Reino??. María de Nazaret, siguiendo a otras anteriores a ella, creyó en esta posibilidad (Lc 1,46-53). Su cuerpo fue espacio para dar vida a la Vida, a la que amantó y acompañó hasta la muerte. Ella es la imagen del discipulado para el resto. Pero el discipulado exige siempre tomar partido por el amor y exclamar que nada en esta casa común nos resulta indiferente (LS, 2).
Como María, las discípulas y discípulos de Jesús hemos experimentado que la libertad recibida, a la que se nos llama como bautizadas y bautizados, ha sido cercenada a través de la historia.

En nuestros días esto alcanza unas condiciones más graves todavía, al formar parte de una cultura capitalista en la que, casi cualquier persona puede ser descartada y expulsada por el sistema. Así, el dios dinero, la explotación, el abuso, la trata y la destrucción de la madre y hermana tierra está empañando muchas veces la presencia del Dios vivo. Sin embargo, la vida de la gracia se manifiesta en el empeño de muchas mujeres que continúan buscando las causas estructurales, las mutuas conexiones de estos sistemas de explotación y que se empeñan en revertirlas.

Debemos seguir rezando y buscando la presencia de la divinidad en las experiencias de las mujeres, en sus vidas y en los movimientos sociales y sindicales que lideran. Como el papa Francisco señala: «La historia lleva las huellas de los excesos de las culturas patriarcales» (AL, 54) y ahora debemos todos tomar partido. Necesitamos juntos transitar las sendas que nos abre la revolución de la ternura.

En muchos lugares, la vida es sostenida por las mujeres, que desgastan su vida para cuidar a otras criaturas de Dios, esperanzadas de que el mundo puede ser transformado. Sin ellas, sin tenerlas en cuenta, sin su trabajo, sus necesidades, sus preguntas y sus denuncias no hay futuro para este mundo. Escuchar y atender a las mujeres es garantía de futuro para la humanidad. El bienestar de las mujeres en la sociedad es el termómetro de las sociedades democráticas y la superación de la violencia como beneficio para toda la humanidad.

5. Unidos contra la violencia contra las mujeres en sus distintas formas simbólicas y físicas, sociales y eclesiales.
Por eso es necesario proteger la vida que da fruto como una opción del Reino. El cuerpo de las mujeres es objeto de disputas, de luchas de poder y de dominación donde a menudo se proyectan las insuficiencias, los complejos o las rivalidades de los varones. Los crímenes de honor no pertenecen al pasado ni al mundo empobrecido. En España, los datos sobre la violencia contra las mujeres muestran que en un 22% de las mujeres han sufrido violencia física y/o sexual en algún momento de su vida.

Hoy en día sigue habiendo discursos ideológicos y religiosos que no solamente no condenan la violencia contra las mujeres, sino que mantienen la ambigüedad, la justifica y en algunos casos sacralizan el menosprecio y la sumisión de las mujeres, en nombre de las lecturas sesgadas de los propios textos sagrados o las tradiciones.

A menudo se cuestionan las reflexiones y los estilos de vida de las mujeres que se alejan del ideal estereotipado del eterno femenino de la maternidad, objetivando a las mujeres sólo por sus ritmos fisiológicos y justificando claves culturales de sumisión y pasividad al varón que no corresponden a la libertad de los hijos e hijas de Dios. Se trata de una violencia simbólica que menoscaba la autoestima de muchas mujeres, culpabilizándolas y dificultando su vida y sus relaciones con los demás. Esta violencia es el desencadenante de las desigualdades educativas, de los techos de cristal en los empleos y los salarios, de las discriminaciones laborales y sociales por razón de sexo, de las jornadas dobles y triples de las mujeres en el reparto de las tareas de cuidado. También en las familias, cuando se educa diferente a hijas e hijos, privando de libertad a las hijas y justificando los comportamientos machistas de los hijos. La violencia simbólica también existe en la pareja, cuando se controla y domina sexual y económicamente a las mujeres, impidiéndolas trabajar, tener autonomía o decisión sobre su propia vida.

Nos encontramos ante un problema estructural, un pecado enraizado en la base de nuestras sociedades y en el que debemos intervenir con la coherencia propia de la propuesta de Jesús. No debemos pensar que la violencia contra las mujeres es sólo su forma física, cuando se ven las consecuencias de un ensañamiento contra la persona. Esta violencia, terrible, que deja cada año un número de mujeres asesinadas y otro tanto de huérfanos, nos recuerda que los cristianos debemos ayudar a la erradicación de estos comportamientos, no solo en su parte visible, sino también en las bases de su presencia en la sociedad.

Por eso no basta en paliar las consecuencias y atender a las mujeres violentadas, sino actuar en otros problemas como el derecho a la vida, la igualdad en el trabajo y en la educación, la participación en la toma de decisiones políticas y en las decisiones de las políticas sociales.
Si algo ha de ser la familia cristiana es un crisol de empoderamiento y libertad. Ejemplo para la humanidad de acompañamiento de seres humanos que se toman en serio la vida del otro, respetándole y dándole espacios de realización personal. Es un reto educar a los niños y niñas en la igualdad y el reconocimiento de las diferencias como una oportunidad de sentirse iguales y no unos mejores que otras.

Sabemos además, que habrá que reforzar los procesos de crecimiento y autonomía de las niñas y mujeres para contrarrestar los efectos tan agresivos de las culturas machistas. Apoyar a las mujeres en su realización personal es favorecer familias sanas, empleos igualitarios, economías justas y políticas estatales equilibradas. Todo ello es construir Reino de Dios aquí y ahora. Esa es nuestra tarea como cristianos y cristianas que buscan mostrar al Dios de la misericordia y la fraternidad.

A marzo de 2018

Firmado:

Asociación de Teólogas Españolas