Una iglesia jerárquica sin pueblo: a sesenta años del Concilio Vaticano II

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Sesenta años después del Concilio Vaticano II, resulta imprescindible revisar con espíritu crítico las estructuras internas de la Iglesia Católica, no sólo desde una mirada eclesiológica o teológica, sino también desde una pregunta fundamental que ha sido silenciada con demasiada frecuencia: ¿por qué el poder y la autoridad en la Iglesia siguen concentrados en una élite clerical, sin participación efectiva del pueblo cristiano, que es, en teoría, su sujeto constituyente?

A pesar de los importantes cambios propuestos por el Concilio, la estructura jerárquica de la Iglesia permanece prácticamente inalterada. Para comprender las razones de esta resistencia al cambio, se debe profundizar en la diferencia entre “estructura” y “organización”. La estructura designa los elementos esenciales que aseguran la cohesión y continuidad de la Iglesia a lo largo de la historia. En el discurso eclesial predominante, esta estructura se identifica con la jerarquía: es decir, el cuerpo episcopal entendido como sucesor del colegio apostólico. Esta jerarquía es la que garantiza —según sus propios defensores— la autoridad doctrinal, pastoral e institucional. Sin embargo, ¿es esa “continuidad” sinónimo de fidelidad al Evangelio, o más bien de conservación de privilegios?

Por su parte, la “organización” alude a cómo se implementa esa estructura en contextos históricos diversos. La Iglesia ha mostrado una gran plasticidad organizativa a lo largo de los siglos, pero ha mantenido invariable su núcleo jerárquico. Lo que nunca ha sido puesto a debate por quienes detentan el poder eclesial es precisamente esa estructura que permite ejercer el control sin rendir cuentas al pueblo creyente. ¿Puede hablarse realmente de una comunidad guiada por el Espíritu cuando las decisiones se toman desde arriba, sin la participación de quienes son destinatarios y portadores de la fe?

Durante el primer milenio, los obispos eran elegidos por sus comunidades y ejercían su ministerio en iglesias locales, de manera más cercana a las dinámicas comunitarias. No obstante, a partir del siglo XI, el poder del Papa comenzó a concentrarse, transformando profundamente la organización de la Iglesia. Si bien se mantuvo la misma estructura jerárquica formal, el eje del poder se desplazó hacia una verticalidad extrema, con Roma como centro hegemónico. ¿Por qué se aceptó sin cuestionamiento que esa centralización respondiera al designio divino y no a estrategias humanas de poder?

La cuestión central no radica sólo en cómo funciona esta organización, sino en cómo se concibe la estructura eclesial. Cuando esta se acomoda a los intereses del centro —el Papa y la Curia Romana—, revela que ese centro tiene el poder no sólo de definir la organización, sino de legitimarla a través de narrativas teológicas. Se impone entonces la necesidad de una pregunta incómoda: ¿tiene la estructura eclesial una base sacramental o jurídica?

Según los documentos del Vaticano II, el episcopado tiene una base sacramental. Sin embargo, en la práctica, muchas de las funciones del obispo parecen regirse más por criterios jurídicos que espirituales. ¿Qué significa que la Iglesia proclame una teología sacramental del episcopado si luego exige que todo ejercicio del ministerio dependa de la aprobación del Papa? El pueblo cristiano, supuestamente partícipe de la comunión sacramental, es sistemáticamente excluido de este debate. Así, el sacramento se reduce a una justificación simbólica de una estructura de poder que no permite alternativas ni voces disidentes.

En las comunidades cristianas primitivas existían responsables que podrían considerarse una forma incipiente de episcopado. Sin embargo, en los escritos del Nuevo Testamento no hay una clara diferenciación entre obispos y presbíteros. No fue hasta finales del siglo II que los obispos empezaron a ser reconocidos como sucesores de los apóstoles. Durante varios siglos, esta función episcopal coexistió con una teología todavía indefinida. De hecho, hasta hoy, la teología del episcopado sigue siendo un terreno ambiguo, sin desarrollos sistemáticos que justifiquen el modelo actual de supremacía papal y sumisión episcopal.

A partir del siglo XII se comenzó a reflexionar teológicamente sobre el sacramento del orden, aunque centrado en el sacerdocio y no en el episcopado. Esto alimentó una visión del obispo como un sacerdote con jurisdicción sobre otros, subordinado a un sistema jurídico más que inscrito en una comunión sacramental. Así se consolidó un modelo piramidal: el Papa como obispo supremo, con autoridad jurídica sobre el resto del episcopado, el clero y, por supuesto, los fieles. Esta interpretación fue teológicamente respaldada por figuras como Tomás de Aquino y Alberto Magno, pero su raíz ideológica se encuentra en las reformas del Papa Gregorio VII y sus colaboradores, quienes utilizaron documentos falsificados atribuidos al Edicto de Milán para legitimar la supremacía papal.

La estructura centralista de la Iglesia actual se sostiene, en parte, sobre estos cimientos manipulados. A pesar de haber sido desenmascaradas como falsificaciones, dichas fuentes siguieron siendo usadas para afirmar que “todo poder en la Iglesia proviene del Papa”. ¿Cómo puede sostenerse la autoridad espiritual sobre una base históricamente fraudulenta y políticamente interesada? ¿Y por qué el pueblo cristiano no tiene derecho a cuestionar estas contradicciones?

El Concilio Vaticano II no resolvió esta ambigüedad, sino que la dejó en evidencia. En Lumen Gentium 21.3 se afirma que el episcopado confiere la plenitud del orden sacerdotal, pero se añade que sólo puede ejercerse en comunión con el Papa. El artículo 22.3 insiste aún más en que la actuación de los obispos requiere el consentimiento papal. Si el episcopado tiene una base sacramental autónoma, ¿por qué su ejercicio está subordinado a la autoridad papal? En la práctica, la estructura eclesial no refleja comunión, sino obediencia jerárquica y control jurídico.

La contradicción entre el discurso sacramental y la realidad jurídica explica muchas de las tensiones internas que vive la Iglesia. Aunque el Concilio definió a la Iglesia como sacramento de comunión, lo cierto es que funciona como una estructura jurídica sostenida por decretos, normas y códigos. Esta lógica vertical se reproduce en cada diócesis, donde el obispo actúa como una especie de virrey del Papa, y donde el laicado queda relegado a una obediencia sin posibilidad de participación real.

No es casualidad que el capítulo tercero de la Constitución Dogmática Lumen Gentium hable de la Iglesia no como Pueblo de Dios, sino como una “sociedad jerárquicamente organizada”. ¿Por qué esta dualidad? ¿Acaso fueron redactadas por sectores opuestos dentro del mismo Concilio? La realidad es que muchos documentos conciliares fueron el resultado de tensiones y compromisos entre posturas enfrentadas dentro del episcopado, lo que explica por qué en ellos coexisten afirmaciones contradictorias. De ahí que su lectura no deba idealizarse como una síntesis armoniosa, sino como una fotografía de una lucha no resuelta por el poder en la Iglesia.

Las preguntas fundamentales permanecen sin respuesta: ¿quién detenta el poder supremo en la Iglesia?, ¿de dónde proviene?, ¿cuál es el papel real del episcopado?, ¿por qué el pueblo cristiano es sistemáticamente excluido de estos debates? La historia de los concilios muestra que lejos de aclarar estas cuestiones, muchas veces las complicaron más.

Los Concilios de Constanza y Basilea, por ejemplo, afirmaron que un concilio general tenía autoridad sobre el Papa. Sin embargo, esta postura fue anulada por el Concilio de Florencia, que volvió a proclamar la supremacía papal. Desde entonces, los concilios posteriores —Letrán V, Trento, Vaticano I— no buscaron responder a los desafíos del mundo moderno, sino proteger un modelo de poder que ya mostraba signos de desgaste. Paradójicamente, esta postura defensiva era una reacción contra una sociedad cristiana que la propia Iglesia había ayudado a formar, pero que ahora evolucionaba más allá de su control.

El Concilio Vaticano II intentó un giro, buscando el diálogo con la modernidad. Pero su espíritu renovador no se reflejó en la estructura institucional. La autoridad papal y curial se mantuvo intacta, mientras el pueblo cristiano continuó siendo excluido. En una época en que el mundo exige participación, transparencia y horizontalidad, la Iglesia permanece anclada en un modelo jerárquico rígido, vertical y excluyente.

Este desfase entre discurso y praxis, entre proclamaciones sacramentales y prácticas autoritarias, es insostenible. Urge una revisión profunda del modelo eclesial, no para destruirlo, sino para hacerlo coherente con el Evangelio que proclama y con la comunidad que dice servir.

Faustino Castaño pertenece al Foro Gaspar García Laviana y al grupo Cristianos de Base de Gijón