La frase que da título a este texto proviene del libro del Génesis, capítulo 4, versículo 10. Es la pregunta que Dios dirige a Caín tras el asesinato de su hermano Abel: un fratricidio primigenio que inaugura el drama de la violencia humana en la narrativa bíblica. La sangre derramada no desaparece en silencio, sino que se convierte en clamor, en grito que asciende desde la tierra misma, demandando justicia.
Esta pregunta –“¿Qué has hecho?”– podría hoy dirigirse a muchos gobiernos, ejércitos y líderes del mundo. El versículo, escrito originalmente en hebreo antiguo, bien podría figurar también en árabe, ruso, ucraniano, amárico, pashto o tigrinya. En todos los idiomas de los pueblos que hoy sufren los horrores de la guerra, la sangre sigue hablando. Porque en la mayoría de los conflictos actuales, son hermanos quienes se enfrentan, quienes se matan, quienes se deshumanizan.
El conflicto en Ucrania, desencadenado por la invasión rusa de febrero de 2022, ha sumido al continente europeo en su peor confrontación armada desde la Segunda Guerra Mundial. Millones de personas han sido desplazadas, decenas de miles han muerto, y la devastación ha alcanzado tanto las ciudades como las almas. En esta guerra, como en tantas otras, las principales víctimas son los civiles: niños, ancianos, mujeres, personas que no empuñaron armas pero que sufren el peso de decisiones tomadas muy lejos de sus hogares.
En Oriente Medio, la violencia cíclica entre Israel y Palestina ha alcanzado una nueva cúspide trágica tras el ataque perpetrado por HAMAS el 7 de octubre de 2023. Más de 1.200 personas murieron ese día en Israel, muchas de ellas civiles, en un acto de barbarie que ha sido condenado internacionalmente. La respuesta israelí, sin embargo, ha provocado una catástrofe humanitaria en Gaza, con decenas de miles de muertos, en su mayoría también civiles, según reportes de la ONU, Médicos Sin Fronteras y otros organismos independientes. La magnitud de la devastación plantea preguntas urgentes sobre la proporcionalidad, la legalidad internacional y la ética de una guerra que parece dirigirse hacia una anexión de facto y el desplazamiento forzoso de una población entera.
En el trasfondo de este conflicto se esconde una amarga paradoja: el pueblo judío, que durante siglos ha sostenido la esperanza mesiánica del retorno de las “tribus perdidas de Israel”, no ha sido capaz de reconocer en el pueblo palestino a un hermano posible. Aún si la conexión genealógica no fuera cierta —tema debatido y en gran medida irrelevante—, sí lo es la pertenencia a una misma tierra, a una historia compartida y a un destino común. Más allá de la religión, la lengua o la etnicidad, lo que debería unir es la humanidad compartida. El sufrimiento no distingue linajes ni credos.
La tradición judía enseña que ser el “pueblo elegido” implica una elección moral: no para dominar, sino para servir; no para imponerse, sino para ser ejemplo de justicia, de compasión,
de memoria activa frente al sufrimiento. Esa elección, si quiere tener sentido hoy, no puede estar ligada únicamente al poder militar ni al éxito económico o tecnológico. Ha de medirse por la capacidad de evitar el sufrimiento del otro, de abrir caminos de convivencia, de asumir la memoria del Holocausto como una responsabilidad ética universal, no como justificación de nuevas formas de opresión.
No se pretende aquí ofrecer una solución cerrada al conflicto —si ha de ser un Estado binacional y multicultural o dos Estados que coexistan en paz—, pero sí afirmar que tanto israelíes como palestinos tienen el mismo derecho a vivir con dignidad, seguridad y justicia. La tierra no puede seguir siendo cementerio y trinchera: debe poder ser también hogar.
Lo mismo puede decirse de Ucrania, como de Sudán, Yemen, Etiopía, Afganistán o Myanmar. En cada uno de estos escenarios de guerra, los recursos invertidos en armas podrían haberse destinado a hospitales, escuelas, carreteras, cultura, reconciliación. El precio de no haberlo hecho se mide en tumbas, en niños sin padres, en generaciones que crecerán sin conocer la paz.
Este texto no busca justificar ninguna forma de antisemitismo, anti-judaísmo, ruso-fobia o islamofobia. Se debe condenar con la misma claridad los atentados cometidos por HAMAS —particularmente los del 7 de octubre de 2023— como las represalias desproporcionadas del Estado de Israel que arrasan con barrios enteros y que castigan colectivamente a una población ya empobrecida y asediada desde hace décadas.
El mundo no puede acostumbrarse a ver la guerra como una fatalidad inevitable. La paz no es utopía si se convierte en voluntad. Pero para ello hay que comenzar por reconocer al otro como hermano. Sólo desde el respeto mutuo, la justicia equitativa y la memoria viva puede construirse una convivencia duradera.
Mientras la sangre inocente siga clamando desde la tierra, no habrá silencio que la acalle. La humanidad, entera, está llamada a responder a la pregunta que resuena desde Caín hasta hoy:
¿Qué has hecho?
Faustino Castaño (Grupos de Redes Cristianas de Asturias)