Los incendios forestales se han convertido en una trágica y constante pesadilla de los veranos europeos. La situación en 2025 ha alcanzado niveles alarmantes, con cerca de una veintena de focos activos y más de 60.000 hectáreas calcinadas sólo en España. El patrón se repite cada año: fuego, evacuaciones, miedo, destrucción. Vidas humanas truncadas, patrimonio natural irremplazable reducido a cenizas y comunidades enteras forzadas a ver cómo su entorno desaparece sin remedio.
Aunque hay causas naturales, como el calentamiento global, en la gestación de esta catástrofe, ésta también es el resultado directo de una política deliberada, de un modelo económico y social que desmantela lo público en nombre de una supuesta eficiencia privada. El neoliberalismo, una doctrina defendida con fervor por los partidos de derecha, ha convertido la gestión del territorio, como tantos otros ámbitos, en una víctima más de la austeridad presupuestaria y del dogma del Estado mínimo. La presión política por rebajar impuestos, con las nefastas consecuencias que ello comporta, procede de una oposición de derechas en la que aumenta la pujanza de la extrema derecha, una fuerza que amplifica y radicaliza las exigencias de un modelo económico que privilegia a una minoría adinerada a costa del bienestar colectivo.
A esta presión interna se suma una nueva y peligrosa dimensión externa. Desde Estados Unidos, la Administración de Donald Trump insiste en que los países europeos, entre ellos España, aumenten considerablemente el gasto militar. Esta exigencia no sólo desvía recursos cruciales que podrían ser destinados a servicios esenciales y a la lucha contra el cambio climático, sino que también refuerza la agenda de la derecha neoliberal y de la extrema derecha. El aumento del gasto en defensa es otro factor importante que postula aún más recortes en sanidad, educación y, por supuesto, en la prevención y extinción de incendios.
Mientras, la realidad es tozuda. El cambio climático intensifica las olas de calor y seca la vegetación, creando un terreno fértil para el fuego. Y décadas de abandono del mundo rural han eliminado los cortafuegos naturales que antes ofrecían los cultivos, los pastos y la actividad humana sostenida. El éxodo de la población hacia las ciudades ha transformado campos abiertos en bosques densos y descontrolados, auténticos barriles de pólvora vegetales. Y no por casualidad, las zonas más devastadas por los incendios coinciden con las regiones más despobladas, como el noroeste peninsular.
Frente a esta situación, la respuesta debería ser clara: más medios, más inversión, más presencia pública. Pero los partidos que abrazan el neoliberalismo no están interesados en reforzar lo público. Al contrario, su obsesión por reducir impuestos a los más ricos y sus discursos manidos sobre la «libertad individual» tienden a debilitar sistemáticamente la capacidad del Estado para prevenir, gestionar y responder a catástrofes como esta. Esta política no es sólo irresponsable: es criminal. Cada recorte presupuestario a los servicios públicos tiene consecuencias concretas y devastadoras. La falta de personal y equipamiento en los equipos de extinción, la ausencia de planes integrales de prevención, la escasa formación de brigadas forestales, todo esto es el resultado de decisiones políticas conscientes. No es una cuestión técnica, sino ideológica.
Los defensores del neoliberalismo presentan el desmantelamiento del Estado como una modernización necesaria. Nos dicen que rebajar impuestos a los millonarios generará inversión y prosperidad. Pero la realidad es que esa riqueza prometida nunca llega a la mayoría. Lo que sí llega son hospitales colapsados, con largas listas de espera para intervenciones necesarias, escuelas infra-financiadas, alquileres imposibles de pagar, y bosques ardiendo sin control mientras los servicios de emergencia hacen lo que pueden con medios precarios.
Los incendios forestales son, en este contexto, sólo una cara más de una tragedia mayor: la del empobrecimiento deliberado de lo público en favor de intereses privados, una tragedia que la extrema derecha busca acelerar. La misma lógica que recorta en medios contra incendios es la que privatiza hospitales, convierte la educación en un negocio y trata la vivienda como un activo financiero en vez de como un derecho básico. El coste de un Estado ausente no es una abstracción ideológica. Es humo que asfixia, es tierra quemada, son familias que lo pierden todo. Es el precio de una política que privilegia a una minoría adinerada a costa del bienestar colectivo, con el empuje de la derecha y la extrema derecha.
Lo que necesitamos es justo lo contrario: un Estado fuerte, bien financiado y presente en todo el territorio. Un Estado capaz de planificar, intervenir, cuidar y proteger. Un Estado que no se someta a los dictados del mercado, sino que garantice la dignidad de sus ciudadanos y la sostenibilidad de sus territorios. Porque, sin lo público, todo arde.
Faustino Castaño, miembro de los grupos de Redes Cristianas en Asturias