La trampa del odio: inmigración, bulos y ultraderecha

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La reciente oleada de violencia en Torre Pacheco, una localidad agrícola de Murcia con alta presencia de inmigrantes magrebíes, ha expuesto con crudeza las tensiones sociales que se están gestando en Europa. Un episodio concreto, la agresión a un anciano atribuida a jóvenes magrebíes, provocó una reacción desproporcionada y violenta. Aunque el vídeo que se hizo viral no correspondía al hecho y fue desmentido por el propio agredido, la versión inicial ya se había instalado en el ánimo colectivo, alimentando una peligrosa cacería de inmigrantes.

Este tipo de situaciones no es exclusivo de España. En distintos países, las tensiones sociales, sumadas a la crisis de los servicios públicos, han servido de caldo de cultivo para movimientos ultraderechistas que responsabilizan a los inmigrantes de los problemas sociales. En el Reino Unido, tras el referéndum del Brexit en 2016, los delitos de odio contra extranjeros aumentaron un 41%, dirigidos principalmente contra comunidades polacas, musulmanas y africanas. En los Países Bajos, partidos como el PVV de Geert Wilders han promovido campañas que asocian a los inmigrantes musulmanes con la delincuencia y el terrorismo, generando un clima hostil hacia las comunidades extranjeras. En Irlanda, los disturbios de Dublín en 2023 tras un ataque con arma blanca derivaron en actos violentos y saqueos con tintes xenófobos, alentados por grupos extremistas que culpaban a los migrantes del deterioro de la seguridad. En Italia, Matteo Salvini y la Liga Norte impulsaron políticas de cierre de puertos y discursos que responsabilizaban a los migrantes africanos del desempleo y la inseguridad, mientras se registraban agresiones racistas como el asesinato del senegalés Idy Diene en Florencia en 2018. En Estados Unidos, la retórica antiinmigrante impulsada durante la administración Trump se tradujo en un aumento de los ataques de odio, como el tiroteo de El Paso en 2019, donde un supremacista blanco asesinó a 23 personas afirmando querer detener la “invasión hispana”.

En todos estos países, la ultraderecha ha dirigido el descontento social hacia los inmi-grantes, construyendo relatos que los culpan de problemas como el desempleo, la in-seguridad o las dificultades para acceder a servicios básicos. En España, esta estrategia se ha visto reforzada por un discurso político cada vez más extremo y por medios que difunden bulos sin contrastar los hechos. Así, se han ido normalizando propuestas contrarias a los derechos humanos, como la “limpieza étnica”, que además de ser moralmente inaceptables, ignoran la realidad: pese a contar con más de nueve millones de personas extranjeras, España tiene una de las tasas de criminalidad más bajas de Europa.

El relato de la “invasión” se sostiene sobre estadísticas manipuladas y la tergiversación de los hechos. En este discurso, el inmigrante pobre es retratado como una amenaza, mientras que el rico, cuya presencia suele traducirse en beneficios económicos, permanece fuera del debate. Esta construcción política y mediática busca cohesionar a sectores descontentos apelando al miedo y al odio, provocando respuestas irracionales ante fenómenos migratorios que, lejos de ser perjudiciales, resultan esenciales para sectores como la agricultura o los servicios.

La historia enseña que estas dinámicas ya condujeron hace un siglo al ascenso del fascismo en Europa. Para no repetir los mismos errores, es esencial formar ciudadanos críticos, informados y capaces de diferenciar entre hechos y manipulaciones, entre soluciones reales y consignas destructivas. La educación en valores democráticos y en el respeto a la diversidad cultural no es solo un asunto político: es un deber ético que nos compromete a todos como sociedad.

A lo largo del tiempo, las élites han utilizado el miedo y los prejuicios para manipular a las mayorías, recurriendo a estas estrategias en momentos de crisis para sembrar división. Así ocurrió en la Alemania de entreguerras, cuando el nazismo canalizó la frustración provocada por el desempleo, la inflación y la humillación tras la Primera Guerra Mundial hacia las minorías, en especial el pueblo judío. Hoy, ciertos grupos neofascistas replican el mismo esquema: en lugar de señalar las causas reales del malestar social —como los bajos salarios, la dificultad para acceder a la vivienda, el deterioro de los servicios públicos o el debilitamiento del Estado del bienestar— culpan a los inmigrantes, provocando enfrentamientos entre los propios sectores desfavorecidos. Esta táctica divide a los más vulnerables y desvía la atención de los verdaderos responsables: las élites económicas y políticas a las que, en realidad, estos grupos protegen. Su discurso, lejos de aportar soluciones, se basa en un nacionalismo excluyente y una xenofobia que alimenta la desconfianza y el rechazo. No es una reacción espontánea, sino una estrategia calculada para instaurar un sistema autoritario que se sostiene en el miedo y la división.

En la era digital, este proyecto encuentra nuevos medios de difusión en las redes sociales, que priorizan los mensajes virales y emocionales, favoreciendo la propagación de bulos. Estas narrativas, consumidas sobre todo por jóvenes sin suficientes herramientas críticas, minan los cimientos de la democracia y dificultan el acceso a una información veraz, restando a la ciudadanía su capacidad para comprender y transformar su realidad. Como en otros momentos históricos, el peligro no está solo en quienes promueven estos discursos, sino también en quienes los toleran sin cuestionarlos. Siempre que se permite que el odio se normalice, toda la sociedad acaba pagando el precio.

Preocupa la actitud de quienes dicen defender la “Europa cristiana” mientras rechazan a los inmigrantes, contradiciendo los valores del Evangelio, que llama a acoger al extranjero. Lamentablemente, algunos obispos e instituciones eclesiales simpatizan con la ultraderecha, olvidando que Jesús se identificó con el extranjero y el marginado, y que la verdadera defensa de la cultura cristiana consiste en vivir según sus enseñanzas. La credibilidad de quienes apelan a la “Europa cristiana” se desmorona cuando esa defensa se usa como pretexto para rechazar al inmigrante. Esa postura choca con el Evangelio, basado en la acogida, la compasión y la dignidad de toda persona, especialmente el extranjero y el marginado. La parábola del Buen Samaritano enseña que quien actúa según la voluntad de Dios no es el religioso sino el que practica la misericordia. “Fui extranjero y me acogisteis” recuerda que la hospitalidad no es sólo una opción moral, sino una exigencia espiritual. La Iglesia ha de alzar la voz cuando el odio se disfraza de patriotismo cristiano. Confundir el mensaje del Jesús con ideologías extremistas desacredita la fe y desvirtúa su testimonio. Usar al migrante como pretexto va en contra de la misión profética de la Iglesia. Defender la civilización cristiana no significa levantar muros, sino vivir los valores de Jesús: misericordia, verdad y justicia social. El Evangelio es una invitación universal a la fraternidad.

Faustino Castaño, pertenece a los grupos de Redes Cristianas de Asturias