La herencia inconclusa del papa Francisco: entre reformas frustradas y un futuro incierto

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El reciente fallecimiento del papa Francisco no sólo marca el fin de un pontificado singular, sino que también abre un período de incertidumbre respecto al rumbo que tomará la Iglesia Católica en los próximos años. Más allá del duelo y los homenajes, su muerte deja sobre la mesa una serie de cuestiones profundas sobre el papel de la Iglesia en la sociedad contemporánea y los desafíos internos que siguen sin resolverse.

Desde su elección en 2013, Jorge Mario Bergoglio se presentó como un pontífice dispuesto a romper moldes. Su estilo cercano, su énfasis en una Iglesia “pobre para los pobres” y su lenguaje directo generaron esperanzas en amplios sectores, tanto dentro como fuera del mundo católico. Sin embargo, su intento de impulsar reformas sustanciales se vio constantemente frenado por la compleja estructura institucional del Vaticano, la resistencia de los sectores más conservadores del clero y la indiferencia o desconcierto de buena parte de la base laical.

Los temas que Francisco intentó colocar en el centro del debate eclesial no eran nuevos, pero sí urgentes: el cuestionamiento al clericalismo y al modelo de poder jerárquico tradicional, la necesidad de revisar ciertos dogmas a la luz de los signos de los tiempos, la crítica a un ritualismo vacío desconectado de la vida real, y, sobre todo, el llamado a retomar el mensaje original de Jesús de Nazaret como proyecto liberador y transformador.

Estas cuestiones han sido planteadas, en distintas formas, desde hace décadas —incluso siglos—, pero los sínodos y concilios no han logrado darles una respuesta a la altura de su importancia. Francisco quiso abordarlas de manera frontal, consciente de las tensiones que ello implicaba. No obstante, su propuesta reformista se encontró con un aparato eclesial profundamente aferrado a sus tradiciones, que percibió sus intenciones como amenazas más que como oportunidades. A esto se suma una comunidad de fieles laicos educada durante siglos en una religiosidad pasiva, centrada en el cumplimiento y la obediencia, más que en la reflexión y la participación activa.

En este contexto, los esfuerzos del papa Francisco por abrir espacios de diálogo y renovación terminaron siendo, en muchos casos, simbólicos más que estructurales. De hecho, su proyecto puede evocarse con la imagen evangélica de “poner un remiendo nuevo en un vestido viejo”: una metáfora que ilustra la dificultad —y tal vez la imposibilidad— de reformar una institución sin cuestionar de raíz sus fundamentos.

El fallecimiento del papa, por tanto, no cierra un ciclo, sino que pone en evidencia las tensiones no resueltas que atraviesan a la Iglesia. En los próximos meses, la atención estará puesta en el perfil del sucesor y en la orientación que asumirá el nuevo pontificado. ¿Se consolidará una línea de continuidad reformista, aunque moderada, o se optará por una restauración conservadora que cierre las puertas a los debates abiertos?

Más allá de las respuestas inmediatas, lo cierto es que la Iglesia Católica se encuentra en un momento trascendental, no solo por lo que ocurre en su interior, sino también por su papel en un mundo atravesado por crisis sociales, éticas y ecológicas. La figura de Francisco, con sus luces y sombras, ha dejado una huella: la de haber intentado, al menos, remover las aguas estancadas de una institución que necesita con urgencia repensarse. El futuro dirá si ese intento fue sólo un paréntesis, o el comienzo de un cambio más profundo.

Faustino Castaño, miembro de Cristianos de Base de Gijón y del Foro Gaspar García Laviana