RESUMEN 2 DEL LIBRO DE JOS? Mª CASTILLO «ESPIRITUALIDAD PARA INSATISFECHOS». J. García Parrado

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1.El Centro de la espiritualidad cristiana: Evangelio y espiritualidad.
El término «espiritualidad» no está en el Nuevo Testamento ni en la primitiva tradición cristiana. Esta palabra se empezó a utilizar en el siglo IV y su contenido se fue elaborando a lo largo de la Edad Media. Pero no es esto lo que quiero aclarar en este momento. Para lo que aquí interesa, baste decir que, cuando los cristianos hablamos de espiritualidad, nos referimos a la forma de vivir de aquellas personas que se dejan llevar por el Espíritu de Dios. .

Ahora bien, según los evangelios, el Espíritu se comunicó a Jesús en el momento en que fue bautizado por Juan (Mc 1, 10; Mt 3, 16; Lc 3, 22; Jn 1,32). Y el relato de Lucas indica, con toda claridad, cómo y de qué manera Jesús se dejó llevar por el Espíritu de Dios. Es decir, el evangelio de Lucas explica, sin lugar a dudas, en qué consistió la «espiritualidad» de Jesús.

El texto es bien conocido: «Con la fuerza del Espíritu, Jesús volvió a Galilea» (Lc 4, 14). Y enseguida se dice que Jesús leyó el texto del profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la buena noticia alos pobres. Me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor» (Lc 4, 19-19; cf. Is 61, 1-2). Inmediatamente, el mismo Jesús añadió: «Hoy, en vuestra presencia, se ha cumplido este pasaje» (Lc 4, 21).

La cosa está clara. Jesús se dejó llevar por el Espíritu del Señor. ¿Para qué? En resumidas cuentas, para una cosa: aliviar el sufrimiento humano. A eso, ni más ni menos, es.a lo que el Espíritu impulsó a Jesús: dar la buena noticia a los pobres, la vista a los ciegos, la libertad a los cautivos y a los oprimidos. En definitiva, dar vida a quienes tienen la vida cuestionada o disminuida. Y devolver la dignidad de la vida a todos los que se ven atropellados por causa de la opresión o por carecer de la libertad que merece cualquier ser humano.

Esto significa que la espiritualidad, que presenta el Evangelio, funde la causa de Dios con la causa de la vida hasta tal punto, que la predicación y el comportamiento de Jesús nos vinieron a decir lo siguiente: los seres humanos encontramos a Dios en la medida, y sólo en la medida, en que defendemos la vida, respetamos la vida y dignificamos la vida. Aquí y en esto se sitúa el centro de la espiritualidad cristiana. Por eso, el Evangelio resulta comprensible sólo cuando se parte de este planteamiento. Cuando este criterio se tiene debidamente en cuenta. Y cuando a partir de este principio se interpreta el mensaje de Jesús.

En efecto, como es bien sabido, el centro de este mensaje, según los sinópticos, no fue Dios, sino el Reino de Dios (Mc 1, 14-15; Mt 4, 17.23; 10, 7; Le 4, 43). Es decir, a Jesús no le preocupó el problema de Dios en sí, sino dónde y cómo podemos los seres humanos encontrar_ a Dios y relacionamos con él. Ahora bien, según el mensaje del Reino, al Dios de Jesús se le encuentra «curando los achaques y enfermedades del pueblo» (Mt4, 23), «resucitando muertos, limpiando leprosos, echando demonios» (Mt 10, 7). De manera que la señal de la llegada del Reino, o sea la señal de que los seres humanos encontramos a Dios, es que se expulsa a los demonios (Lc 11,20). Lo que, dicho de otra manera, significa que la señal de nuestro encuentro con Dios es la liberación de cuanto oprime la vida, la limita o la hace indigna, de la manera que sea.

La consecuencia, que se sigue de lo que acabo de explicar, es que la espiritualidad que presenta el Evangelio no es un proyecto que centra al sujeto en sí mismo, en su propia perfección, en su santificación personal, en la adquisición de determinadas virtudes. Por muy importante y muy noble que sea todo eso, nada de eso se encuentra en el Evangelio. La espiritualidad que presenta el Evangelio es un proyecto centrado en los otros, orientado a los demás, con la intención puesta en aliviar el sufrimiento ajeno o, más exactamente, se trata de un proyecto centrado en la defensa de la vida, el respeto de la vida y la lucha por la dignidad de la vida. Por eso, cuando el Evangelio explica en qué va a consistir el criterio determinante de los que entran o no entran el Reino definitivo y último, todo.:se reduce a una cosa: los que han aliviado o no han aliviado el sufrimiento humano, los que han dado de comer a los que pasan hambre, los que han vestido a los que no tienen qué ponerse, los que han acompañado a enfermos y encarcelados, en definitiva, los que se afanan por la vida de los demás, ésos son los que encuentran a Dios.

Se cumple, pues, al pie de la letra lo que dije antes: la espiritualidad del Evangelio consiste exactamente en que se funde y se confunde la causa de Dios con la causa de la vida.

Dónde está el centro

Cuando hablamos de la espiritualidad cristiana, es decisivo dejar muy claro que el centro de dicha espiritualidad no está en ser una persona más o menos religiosa, ni en ser una persona más o menos ascética, ni en ser una persona más o menos virtuosa, ni en la perfección del sujeto. Porque, como se ha dicho tantas veces, en asuntos de verdadera importancia, lo más práctico es tener una buena teoría. Esto quiere decir que, si la espiritualidad de los cristianos no va como Dios manda, muchas veces no es por falta de buena voluntad e incluso de generosidad, sino porque el centro de dicha espiritualidad se pone donde no se tiene que poner. Con tal que se tenga muy claro que estoy hablando del centro de la espiritualidad. No me refiero, por tanto, a todos y cada uno de sus contenidos. El centro no está en ninguna de las cuatro cosas que he señalado.

Pero eso no quiere decir que la espiritualidad cristiana no tenga una dimensión «religiosa», que no exija una vida «virtuosa» (en el sentido de exigencias éticas fuertes y comprometidas), que no lleve a una vida de «perfección» (nunca entendida como «selección», sino como adhesión incondicional a Jesús) o que todo esto no requiera una determinada «ascética», en cuanto dominio de sí, para estar al servicio de los otros. Pero lo determinante está en que la espiritualidad cristiana sepa dónde tiene su centro y, por lo tanto, desde dónde se tiene que entender y poner en práctica todo lo demás. Y ese centro, ya lo he dicho insistentemente, está en la vida: en la defensa de la vida de los seres humanos, en el respeto a la vida, en la dignidad de la vida y hasta en el goce y el disfrute de .la vida para todos (en cuanto eso es posible), no sólo para unos cuantos.

Espiritualidad y conflicto

Pero cuando los evangelios hablan de la espiritualidad de Jesús, es decir, cuando nos explican cómo Jesús se puso de parte de la vida, no se limitan a decir que Jesús curaba a los enfermos o expulsaba a los demonios. Además de eso, los evangelios repiten, una y otra vez, que Jesús hacía frecuentemente esas obras buenas precisamente cuando estaba prohibido hacerlas, según las leyes de la religión establecida. Por eso Jesús era «acechado» por los piadosos observantes que sospechaban, con fundamento, que era un transgresor de las normas establecidas. (Mc 3,3; Lc 14, 1). Por eso no le faltaba razón al jefe de la sinagoga cuando le dijo a la gente: «hay seis días de trabajo; venid esos días a que os curen; y no los sábados» (Lc 13, 14). Señal inequívoca de que la gente sabía que era precisamente el sábado el día en que Jesús curaba a los que tenían la vida limitada o mutilada.

Esto supuesto, el relato más elocuente es el de la curación del manco en la sinagoga (Mc 3, 1-6). La pregunta de Jesús es tajante: «¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal; salvar una vida o matar?» (Mc 3, 4). Propiamente, allí no estaba en juego la vida de nadie. Porque el manco podía haber esperado al día siguiente para que lo curasen. Y sin embargo, Jesús hace la pregunta más radical que hay en todo el relato evangélico. Porque, en definitiva, lo que Jesús pregunta es esto: ¿qué es lo primero para el ser humano? ¿la vida o la religión? Y allí quedó claro que, para Jesús, lo primero es la vida: dar vida a quien la tiene limitada o mutilada, sea como sea o por la razón que sea. Lo cual no quiere decir que Jesús prescindía de la religión y menos aún que la rechazase. Lo que quiere decir es que Jesús puso la religión donde tiene que estar: al servicio de la vida y para dignificar la vida de los seres humanos.

Pero es claro que esta manera de entender las cosas no encajaba ni en las ideas ni en los proyectos de los «hombres de la religión» del tiempo de Jesús. Y seguramente tampoco en las ideas y en los proyectos de muchos hombres religiosos de nuestro tiempo. Por eso, la espiritualidad, tal como la entendió y la vivió Jesús, no tuvo más remedio que ser conflictiva. Porque entonces, como ahora, ponerse incondicionalmente de parte de la vida es seguramente la cosa más problemática y más peligrosa que se puede hacer en este mundo. Lo cual no nos debe sorprender, ya que los intereses de la institución no coinciden siempre con los intereses de la vida o con los derechos de la vida. Y entonces lo que suele ocurrir es que se antepone la institución (con sus leyes, sus intereses y sus jerarquías) a la vida (con sus derechos, sus dignidad y su seguridad). Pero esto, precisamente esto, es lo que Jesús no toleró ni pudo tolerar.

En definitiva, esto nos viene a decir que espiritualidad cristiana y conf1icto son dos cosas que van inevitablemente unidas. Por eso nada tiene de particular que la expresión suprema de nuestra espiritualidad es el Señor crucificado. Pero bien sabemos que un crucificado es un ajusticiado. O sea, la demostración más patética de hasta dónde puede llegar un conflicto. Por eso la espiritualidad supone y exige renuncia: «cargar con la cruz», según la afirmación evangélica. Es decir, estar dispuesto a ser considerado como un agitador y un subversivo ante la sociedad y ante el orden establecido. Por la sencilla razón de que uno está incondicionalmente de parte de la vida. Y, por tanto, en contra de cuantos desde el poder (sea el que sea) cometen todo tipo de agresiones contra la vida, ya sea atropellando los derechos de las personas, su dignidad o el respeto que merecen en cualquier situación y a costa de cualquier precio.

Una espiritualidad para el siglo XXI

No se trata de que ahora pretendamos inventar una espiritualidad nueva. Ni tampoco de que intentemos maquillar nuestra «mercancía espiritual», para que resulte aceptable y apetecible en la amplia y creciente oferta de productos de toda índole que la sociedad del bienestar nos mete por los ojos cada día. Se trata de algo mucho más simple y, a mi manera de ver, bastante más razonable.

Para nadie es un secreto que, si en este momento hay algo que interese de verdad a la gente, es tener una vida segura, respetada y digna. Y se comprende que esto interese tanto a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo. Porque – aparte de otras consideraciones que se podrían hacer al respecto -las agresiones contra la vida han sido tantas y tan brutales, a lo largo del siglo XX, que es perfectamente comprensible el interés y la preocupación creciente que tienen las gentes de nuestro tiempo por asegurarse una vida que les dé las suficientes garantías con vistas al siglo que se avecina. Un siglo, por lo demás, que plantea demasiados interrogantes, precisamente en cuanto se refiere a la vida que nos espera.

Ahora bien, resulta que la espiritualidad cristiana (si es que es auténtica y coherente) tiene que ser, antes que nada, una espiritualidad centrada en la vida. La vida sin adjetivos. Quiero decir: no se trata de que la espiritualidad cristiana se desentienda de la vida «divina», «sobrenatural», «eterna», «religiosa», «consagrada» o cualquier otra de las denominaciones que la espiritualidad tradicionalmente ha asociado con la vida. Todos esos adjetivos, por supuesto, son respetables, importantes y necesarios, con tal que se expliquen debidamente y se sitúen dónde y cómo se tienen que situar. Pero sabemos, por experiencia, que la teología, precisamente al tratar el tema de la vida, se ha fijado más en los adjetivos que en el sustantivo sin más. Hasta llegar al esperpento de agredir a la vida por asegurar la vida eterna o la vida sobrenatural. Los cristianos tenemos que creer y esperar la vida eterna. Como tenemos que buscar y defender la vida que Dios nos concede mediante su gracia. Pero con tal que todo eso se haga a partir de esta vida, la vida que cada uno lleva o puede llevar en este mundo. Porque, con demasiada frecuencia, entre los cristianos se produce la «evasión hacia los adjetivos» que antes he indicado, al tiempo que nos desinteresamos por lo sustantivo de la vida, por lo que pasa en la vida que nos rodea y, sobre todo, nos hacemos insensibles a la «vida de perros» que tienen que soportar tantos seres humanos con los que seguramente nos cruzamos todos los días, pasando de largo, como hicieron el sacerdote y el levita de la parábola del buen samaritano..

La conclusión final es clara: si la espiritualidad quiere ser coherente con el mensaje de Jesús, ante todo, y con las exigencias de nuestro tiempo, en segundo lugar, no tiene más camino que tomar en serio la vida y luchar por ella, incluso cuando eso pueda significar enfrentarse con las patologías de la religión, exactamente como le ocurrió a Jesús. Y quede claro, de una vez para siempre, que esto no es relajar la espiritualidad ni hacerse una vida espiritual a la carta. Todo lo contrario. Lo que realmente nos pasa es que nos da miedo, mucho miedo, tomar en serio la vida. No sólo la nuestra, sino también las de las pobres gentes que todos los días vemos en nuestras pantallas de televisión. Seres humanos como nosotros, pero tan lejanos de nuestra «buena vida». Porque carecen de seguridad, de dignidad y de los derechos más elementales que son inherentes al ser mismo de cualquier persona. Y sabemos que en este mundo hay tantas agresiones contra la vida porque los poderes que a todos.:nos dominan se mantienen en su situación de privilegio precisamente por esas agresiones que cometen todos los días y a todas horas. Pero, es claro, enfrentarse a esta situación, con todas sus consecuencias, eso es lo que nos da miedo. En definitiva, hablar de espiritualidad (tal como se han puesto las cosas) es hablar de la victoria sobre el miedo.

2.- LA ESPIRITUALIDAD DE LA ALEGRÍA

A primera vista, hablar de «espiritualidad de la alegría» puede parecer una frivolidad. ¿No es la espiritualidad un asunto demasiado serio que merece un respeto y no se debe trivializar con proyectos que la degraden? Ya el solo hecho de que haya quien se haga esta pregunta (o alguna semejante a ésta) nos está indicando hasta qué punto la experiencia del gozo y la alegría se percibe como algo que está casi en los antípodas de lo más hondo de la vida cristiana. Los cristianos suelen estar de acuerdo en que se hable de la espiritualidad del dolor y del sufrimiento, de la espiritualidad de la cruz y de la muerte, pero ¿de la espiritualidad de la alegría? ¿no suena eso casi a falta de respeto? ¿no es eso, por lo menos, rebajar las exigencias de la vida cristiana basta convertirla en una forma de «contentar la conciencia», para terminar haciendo lo que nos resulta más cómodo?

Voy a decirlo con toda claridad: la «espiritualidad de la alegría» es una de las formas más exigentes y difíciles que podemos presentar en esta vida, tal como normalmente funcionamos los seres humanos. Porque, cuando hablamos de este asunto, no se trata de que uno programe su vida para vivir siempre alegre y en continua diversión. Se trata, más bien, de que uno organice su vida de manera que, en el ambiente en el que viva y entre las persona con quienes conviva, haga todo lo que esté a su alcance para que los demás, se sientan bien’, vivan en paz, convivan a gusto y, sobre todo, sean personas tan felices que la alegría se transparente a todas horas en sus rostros. Más aún, se trata además de que uno afronte, en serio y con todas sus consecuencias, el abrumador problema del sufrimiento en el mundo, el problema del dolor, la angustia y la tristeza inmensa en que se ven hundidos tantos seres humanos.

Es un hecho que, cuando pensamos en estos temas tan sombríos, nos ponemos serios, sentimos alguna preocupación y a lo mejor hasta nos apuntamos a una ONG o apadrinamos un niño del Tercer Mundo. Y con eso tranquilizamos nuestra conciencia, pensando que ya hemos hecho lo que estaba a nuestro alcance. Por supuesto, todo eso es bueno. Pero nada de eso basta. Ni siquiera toca el fondo del problema. Vivir para hacer felices a los demás es mucho más duro y exigente que ser observante y cumplidor.

Y es que también más duro y exigente que ser mortificado o incluso tener una vida intensa de piedad y , oración. Vivir para conseguir que los demás se sientan más felices de haber nacido es lo mismo que renunciar a ser uno el centro. Porque ,es anteponer la alegría compartida a mi alegría particular. Y eso se puede hacer alguna que otra vez. Asumir eso como proyecto de vida, he ahí lo que supone y exige la espiritualidad de la que aquí estoy hablando. y es que, en el fondo, todo esto supone un cambio de mentalidad tan fuerte, que muchos ni les cabe en la cabeza. La religión se suele asociar al deber cumplido, pero a la necesidad de los demás. Y la experiencia nos dice que, por cumplir con el deber, somos capaces de amargarle la vida a\nás de uno, de denunciar a quien sea, o simplemente de imponerle nuestra particular forma de ver la vida y las cosas.

Por el contrario, cuando lo que está en juego es hacer felices a los demás, las cosas cambian. Y cambian tanto, que nos da miedo echar por ese camino. No cabe duda que la religión y la espiritualidad oculta, a veces, formas de egoísmo de un refinamiento insoportable. Por el contrario, la espiritualidad de la alegría es seguramente la expresión más clara y más fuerte de lo que significa la «humanización de Dios». Lo que pasa es que, con demasiada frecuencia, anteponemos nuestra des-humanización a la incomprensible humanidad que se nos reveló en Jesús el Señor. En esto, si no me equivoco, radica el fondo del problema.