Me referiré exclusivamente a las dos sorpresas recientes que la actuación de los obispos españoles ha producido, por lo que se ve, en amplios sectores de creyentes y no creyentes. Pasado un tiempo, los hechos me siguen pareciendo una cuestión de conciencia. La primera de esas sorpresas se produjo cuando unos obispos decidieron gritar con los creyentes ocupando, con ellos, calles y plazas de Madrid con el objeto de llevar a cabo una manifestación social a favor, decían, de la familia cristiana.
Con motivo de este hecho se ha hablado mucho del lugar social, de lo sagrado y de lo profano; pero creo que queda por señalar el papel mismo del hecho mencionado en razón de su naturaleza, tanto para una estimación cristiana como para una estimación simplemente humana. Yo pienso que se ha pasado por alto, en resumen, que la simple manifestación de algo ya conocido ?un pensamiento, una postura, en la calle u otro lugar, no pasa ni puede pasar de ser un acto de «presión» social.
Una manifestación así lo que se propone no es ofrecer alguna novedad a las personas, en el ámbito de su libertad y con el deseo de contribuir a una mejora, sino que pretende ejercer una fuerza para influir físicamente en unos hechos determinados. Quiero decir que un hecho así no se propone abrir y ofrecer determinados caminos mediante los hechos y las palabras que les serían propios, sino únicamente proclamarlos, frente a otros caminos, como los mejores.
Ante el peso y el tipo de misión que la Iglesia se atribuye a sí misma, entiendo que eso ha de parecer un planteamiento pobre a los ojos de los hombres en general, y pobre y tirando a triste, a los ojos del creyente. Ante prácticas de esta naturaleza, uno tiende a pensar que la Iglesia, así como se ha de preguntar por aquello mejor que puede ofrecer a los hombres, se debería preguntar por la manera adecuada ?sin duda muy costosa de llevar-lo a cabo. Añadamos que esta cuestión va unida a otra, aún más básica. Es la cuestión fundamental sobre lo que la Iglesia hoy viene ofreciendo, sobre lo que podría ofrecer y sobre lo que tendría que ofrecer al mundo roto que conocemos.
La otra sorpresa ha sido la «Nota de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española ante las elecciones generales de 2008». Este documento ya se inscribe, a su manera, en la categoría de «manifestación» que he considerado antes; pero aquí mi intención es fijarme en uno de sus puntos, aquél en que los obispos dicen que los terroristas no son representantes políticos de nadie y rechazan, por tanto, el diálogo con ellos como a interlocutores «políticos». Se trata de dos afirmaciones en principio tan evidentes ?que los terroristas políticamente no representan a nadie y que no se puede dialogar con ellos suponiendo-les una representatividad y, a la vez, tan incompletas e insuficientes, que en lugar de resolver el grave asunto que se plantea, suscitan un buen número de cuestiones nuevas.
En efecto, si referimos estrictamente el rechazo de los obispos a un diálogo con los terroristas como interlocutores «políticos», queda al aire el cuerpo más serio del asunto y la propuesta se convierte, sorprendentemente, en algo casi banal. Además, esta negación de una representación política de los terroristas es lo que constantemente reiteran tanto el Gobierno como la oposición más representativa.
Qué objeto podía tener, pues, para los obispos, decir una cosa tan limitada y a la vez tan innecesaria? Es cierto que la oposición ha acusado sistemáticamente al Gobierno ?y contra lo que el Gobierno ah afirmado siempre-, de hacer concesiones indebidas a los terroristas.¿ Podrían haber pretendido los obispos así, ser un tácito acompañamiento de aquella oposición en sus acusaciones contra el Gobierno? Pero eso sería muy duro de pensar.
Otra manera de entender el documento de los obispos es ver en su innecesario rechazo de un cierto tipo de diálogo ?el «político»? la pretensión de que el alcance de dicha negación llegue, de hecho, más allá de lo que corresponde a las palabras. No veo más interpretaciones posibles. Se trataría que la negación de la parte alcanzase al todo;es decir, que el rechazo del diálogo meramente «político» excluyese, de hecho, todo tipo de diálogo.
En efecto, sacar y poner sobre la mesa un asunto tan serio como éste y reducir entonces su consideración a un solo aspecto ya evidente para todo el mundo, callando toda referencia a otros campos y comportamientos, da a entender,que estos otros campos o no existen o son igualmente rechazables (y aquí es de notar otra rara coincidencia de los obispos con la postura global de la oposición sobre este punto…). Lo cierto es que uno ignora, asimismo, por qué los obispos han hablado de esta manera, pero las omisiones que se pueden encontrar en su documento parecen pedir, pienso, que a los ojos de muchos, ser recordadas de alguna manera. Brevemente, yo diría lo siguiente:
Recordaría que este grupo de hombres que políticamente no representan, en efecto, a ningún sector de la sociedad oficialmente reconocida, por lo menos, se representan a sí mismos. Pues bien, uno entiende que eso es todo cuanto se puede pedir para que un hombre preste su atención a otro, y más cuando entre ambos hay un grave conflicto que superar. Sería normal que lo entendiese así cualquier hombre, pero ante el documento de los obispos aún tenemos que recordar que esta atención al hombre, y particularmente al hombre que se contempla como «extraviado», pertenece a los estratos fundamentales de lo que entendemos como cristiano. Y si este hombre como tal dejase de interesar por razones políticas, pienso que la misma función política ya no sería más que un ejercicio humillante del poder.
Teniendo en cuenta el lenguaje del documento episcopal, se podría decir que en los terroristas se hace presente, a su manera, algo efectivamente político; porque su actuación siniestra, el consiguiente dolor de las víctimas y el de todos, son hechos realmente políticos ?hechos que afectan a nuestra «polis» como a tal?.
Pues bien; todo eso me hace entender que, si estos hombres, hoy terroristas, sin engaño visible un día se manifiestan dispuestos a dialogar, en orden a cambiar las cosas, con representantes de la sociedad a la que han agredido, me parece que ni en nombre de la política ?simple administradora de lo humano-, ni en nombre del hombre, ni en nombre de Dios, se les puede cerrar la puerta. Ignorar este camino puede haber extendido, otra vez, una sombra de tristeza sobre el mundo cristiano.
(*)Sebastiá Mesquida es profesor emérito del C.Estudios Teológicos. Traducido del catalán por Juan Hernández Jover.